Francia
Brownlee y Spyres: París era una fiesta
Francisco Leonarte

Al llegar al concierto ya sabíamos que íbamos
a disfrutar mucho. Sobre todo gracias a los dos cantantes, dos monstruos
tenoriles como son Lawrence Brownlee y Michael Spyres.
Sobre el director y la orquesta, teníamos nuestras dudas. Opera Fuoco es una orquesta que no tiene un sonido bonito, sería lo de menos si no se notase una falta de empaste por momentos en las cuerdas. Lo peor es que su director, David Stern, suele ser más ruidoso que cuidadoso. Cubre a menudo a los cantantes (siempre que tiene ocasión, en realidad) a pesar de dirigir una pequeña orquesta (apenas dos contrabajos y cuatro violoncellos). Cierto, el volumen excesivo de la orquesta es defecto que se nota menos en platea, pero ¿acaso no toca la orquesta para todos, incluidos los pobres del gallinero?
Dirige con mucho ímpetu, eso no se le puede
negar. Pero con muy poca delicadeza, también eso es innegable. Y le falta
imaginación para acometer la repetición de motivos (los 'da capo') con lo cual
el movimiento de la Sinfonía en do de Bizet, por ejemplo, a pesar de ser
atacado con ritmo ligero, se hizo bastante largo. Tal vez consciente del poco
interés de hecho de la obra o de la interpretación, el propio director no dio lugar
a que hubiera (o no) aplausos después del fragmento sinfónico y atacó
directamente el fragmento siguiente...
Lawrence Brownlee es sin lugar a dudas una de las voces más hermosas y seguras de entre los lírico-ligeros y rossinianos varios del panorama actual. Va ganando también en graves ( ¿Será la edad o será el contacto con el 'baritenor' Spyres?) de suerte que pudo atacar el ‘Se di lauri’ de Mitridate, re di Ponto de Mozart, con fortuna. Y gracias a que su voz, especialmente en el registro agudo, tiene bastante squillo pudimos escucharle a pesar de la orquesta. Si no, 'apaga y vámonos'.
Michael Spyres es un auténtico fenómeno vocal. Y lo sabe (se lo deben de repetir unas quince veces todos los días). Por eso empezó con un aria de Siroe de Latilla. Aria de innegable encanto (a pesar de ser un punto repetitiva, escollo que ni Spyres ni Stern supieron/quisieron evitar) pero cuyo aliciente fundamental son los saltos mayúsculos de grave a agudo y viceversa. Y Spyres -como no podía ser menos- se lució. Sus agudos parecen incluso más seguros que hace un año, más insolentes, y sus graves (muy graves) siguen igual de timbrados y frescos. Cierto, se le nota particularmente cómodo en una sala grande, pero no descomunal (no es Bastille, con sus más de 2700 asientos, en que su reciente Don José de la Carmen no estuvo a la altura deseada por falta de volumen) y con una orquesta pequeña (no son los cinco violonchelos de la Orquesta de la Ópera de París). No creo que pueda (¡ni deba!) atacar roles pesados (ni mucho menos papeles de barítono) en otras condiciones que las del presente concierto. Pero en las condiciones del concierto del 22, cumplió con creces 'baritonalmente hablando'.
Después de estas dos arias, me susurraron que, en efecto "el concierto no parecía empezar por lo más fácil". Aunque bueno, los dúos de Rossini que siguieron, con sus endiabladas coloraturas y con sus agudos intempestivos (agudos que parecen pan comido en boca de los dos tenores americanos pero que para cualquier otro ser humano son difícilmente alcanzables), tampoco son partituras precisamente 'fáciles'. De nuevo gran éxito. Y mucha complicidad entre los colegas y sin embargo amigos (en Francia se diría que se entienden "como ladrones en una feria", o "como el culo y el camisón", sin que ello presuponga nada sobre la honestidad o moralidad de los amigos, por supuesto).
Eso sí, quien esto escribe tuvo un poca la
sensación de que se corría de portento en portento: "¿ Les ha
impresionado mi agudo? Pues ahora van a ver mi grave. ¿Les impresiona
también? Pues ahora van a escuchar nuestras coloraturas", sin
remanso ...
Y con ovaciones, y el público ya "entregado y a tus pies", terminó la primera parte.
Empezó la
segunda con la hermosísima escena de Arnoldo del Guillaume Tell de
Rossini, que tanto influyó en la ópera francesa y por extensión en toda la
ópera del XIX. Voz, la de Brownlee, con cuerpo más que suficiente para atacar
el recitativo y cavatina. Y sobre todo con auténtico sentido teatral, con
fraseo elegante, con un buen francés, inteligible a pesar del acento. Por fin
escuchábamos que la música se elevaba por encima del virtuosismo. Uno de los
momentos más hermosos de la velada, que vino a fastidiar Stern metiéndole caña
a la orquesta en la famosa cabaletta que sigue, 'Amis secondez ma vengeance'.
Vamos a decir que a Brownlee lo escuchamos en la cabaletta 'a pesar' de
Stern, terminando con un agudo segurísimo y prolongado.
Y hablando de la influencia de la escena de
Arnoldo con su cabaletta, acto seguido escuchamos la escena y aria de Manrico
en Il trovatore de Verdi, interpretado por Spyres. De nuevo musicalidad,
agudos y graves repletos de armónicos, fraseo y legato impecables,
sentimiento ... Y de nuevo Stern mete caña en la cabaletta. Spyres, que tiene
más volumen que Brownlee, no se arredra, y da volumen también, pero en realidad
sólo le salva el squillo de la inclemencia de la orquesta ... Termina la cosa
con un agudo bien potente y redondo, 'como debe ser'.
Después de un dúo de Los pescadores de
perlas de Bizet, interpretado ... bueno, interpretado tocando las notas -parece
mentira que este director esté afincado en Francia desde tanto tiempo y falte tanto
de espíritu francés-, pasamos a un movimiento de la Sinfonía en Do de
Bizet (obra de juventud de espíritu mozartiano que desde el éxito de Carmen
los directores se empeñan en volver a sacar) en interpretación perfectamente
olvidable, y luego a las cancioncitas de Rossini, Leoncavallo, Tosti y Di Capua
(con orquestaciones lo menos sencillas posibles, no vaya a ser que se note que
son cancioncitas...).
Gran éxito de nuevo de nuestros tenores
superlativos.
Como son generosos, Brownlee y Spyres ofrecen
propinas que todos escuchamos como niños golosos: La famosísima ‘La donna è
mobile’, de Rigoletto, de Verdi, cantado a dúo, y el ‘Ah mes amis quel
jour de fête’, de La fille du régiment, de Donizetti, aria en la que los
dos tenores tienen ya costumbre de lucirse y jugar, pasándose los agudos como
si se tratase de un balón de baloncesto, haciendo del aria de Donizetti una auténtica
fiesta simpática entre amigos, para terminar repitiendo, esta vez con más 'cuerpo',
con más intensidad dramática, el dúo de Otello de Rossini cantado ya en
la primera parte. Intensidad dramática que "no es óbice ni
cortapisa" (como dice un buen amigo) para añadir dos o tres pequeñas
bromas musicales que a todos nos hacen reír.
El público en pie aplaude a rabiar. Uno no
puede sino quitarse el sombrero ante la capacidad de Brownlee y Spyres. ¿Que
no hubo mucha emoción ? Sí, la emoción del virtuosismo, la emoción
del intérprete que sale más que airoso de las máximas dificultades. Algo
parecido a Indiana Jones, pero en música. Eso también forma parte del
disfrute musical.
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