España - Valencia
Ponerse moravo
Rafael Díaz Gómez

Con la excepción de Zelle, de (2021), con la que en septiembre y en representación única se inauguró el festival de Ensems, Jenůfa y Cendrillon de El cantor de México (ambas de 1904) son las dos obras más modernas de la programación operística de la presente temporada Les Arts. ¡No, miento!, pues olvidaba , de 1951, no por opereta menos teatro lírico.
Una
programación, de todas formas, que tiene el mérito de plantear con suficiente
amplitud diferentes procedimientos de la relación entre la palabra y la música
en el teatro cantado a lo largo de cuatro siglos. Jenůfa, Tristan und Isolde (estrenada en 1865) y L’incoronazione
di Poppea (1642) son, entre las obras que quedan para cerrar el curso, las
que explotan esa relación de una manera más imbricada, con una música más asida
a las inflexiones del texto, más individualmente resolutivas y, quizá por todo
ello, menos populares
Sea como fuere, es una maravilla y menos mal que ha venido para resarcirnos, por fin, de la falta de en Valencia. Solo cabe esperar que su presencia tenga continuidad en próximas temporadas. Es cierto que el público no ha respondido de forma masiva (asistí a la segunda función y la entrada, aun siendo buena, mostraba no pocos huecos), pero la calidad de las óperas del compositor checo solo necesita de un poco de insistencia para que se imponga.
Otra cosa es cómo se presenten, claro. A mí no me convenció la versión escénica de . Montaje, además, premiado (International Opera Award a la mejor dirección en 2019), no puedo más que suponer un profundo trabajo de la regista en la intelección del libreto, así como el estudio de la fuente dramática original sobre la que se inspiró el propio compositor (la obra teatral Její pastorkyňa de Gabriela Preissová) y, al menos yo así lo haría, la comparación con otras versiones de la ópera (en el mercado se pueden encontrar varias) a cargo de otros profesionales. Lo que me ocurre es que no soy capaz de verle a ese trabajo una consecución lógica (y entiendo por lógico simplemente algo que pueda explicar).
Es muy probable que parte de mi incapacidad se deba a una cuestión meramente visual. La puesta se plantea (es la tercera en poco tiempo que en Les Arts responde, en líneas generales, al mismo esquema espacial), como en “cinemascope”, es decir, ocupando de izquierda a derecha una franja del escenario, una calle.
Es cierto que se advierten
efectos de profundidad, pero es como si se impusiera una tendencia
bidimensional. Extendida de lado a lado, y con zonas divididas que desde el
aforo se aprecian como en corte (un aseo es el lugar reservado en los tres
actos para intimidades tan emocionales como mingitorias: a Jenůfa la vemos orinar además de vomitar, cosas que hacen con cierta
frecuencia algunas embarazadas, ¡será por realismo!), la acción llega a
presentar varios acontecimientos simultáneos que, con el ojo más que vivo, se
pueden apreciar.
Pero lo que resulta harto complicado de percibir con una concentración tan horizontal y tan alejada del patio de butacas (lo que, por otra parte, tampoco ayuda a las voces), son detalles que imagino que tienen su importancia dramática. No solo me refiero en exclusiva a expresiones faciales. Por ejemplo, solo al ver las fotografías que el teatro me envió para ilustrar esta reseña, pude confirmar que la sacristana lucía en el segundo acto un crucifijo colgando del cuello. O solo entonces pude certificar que el molino del que se habla en la obra se ha convertido en una fábrica de pan industrial (el primer acto).
Porque, sí, los hechos se recrean en tiempos próximos a los nuestros. Así, la casa de Kostelnička en el segundo acto es el corte longitudinal de una caravana. Pero intentaré volver por donde iba. Solo una realización en vídeo de la puesta permitiría el acceso franco a esos detalles que, vuelvo a decir, quiero conjeturar importantes. Es cierto que tal realización habría de combinar la apertura de campo, para recibir toda la información de la escena, con los planos más cercanos. Sin embargo, esto ya es harina de otro costal. A lo que voy es que, carente de la significación de los pormenores, el gesto amplio no me conmovió.
Los personajes me resultaron, en general, bobalicones, especialmente Steva (un niñato sinsustancia), pero también su medio hermano Laca e incluso la misma Jenůfa, que juguetean un poco como críos en el primer acto. Se opera de esta manera en ellos una suerte de supresión de su seriedad como arquetipos, de su entidad trágica, como si su actualización les hiciera más estúpidos. Es cierto que Kostelnička no se ve sometida a este despojamiento, pero también lo es que cuesta ver en ella el peso coercitivo de lo religioso. Otros lastres, como los del patriarcado o la presión social, en los que esperaba que reparara el montaje, no me constaron más allá de lo explicitado por el libreto, que no es poco.
Y me sorprendió mucho que el asunto final del perdón y la redención (es posible que con esta ópera Janáček rindiera indulgentes cuentas consigo mismo por la relación restrictiva que había mantenido con su hija, muerta durante la composición de la misma y a quien se la dedica) Mitchell la resuelva con una escena de deseo sexual incontenible entre Jenůfa y Laca, su antiguo maltratador, ahora casi marido, justo después de que ella haya recibido la noticia del asesinato de su hijo por la madrastra a la que ella llama madre. Bien, será una reivindicación no espiritual de la redención, una suerte de afirmación del cuerpo como frontera con los demás, como refugio soberano e independiente. Pero, si fuera así, para ese menester bien se podía bastar sola Jenůfa.
Una Jenůfa que abordó
con un instrumento bello que, a la postre, me acabó resultando algo monótono. La beatitud un tanto simple del personaje no deja de exigir una considerable variedad expresiva, no siempre satisfecha por la soprano norteamericana. No obstante, su intervención fue más que notable.Por su parte, una consecución magnífica.
defendió el tremendo papel de la sacristana de una forma un tanto desigual, con una progresiva y ascendente entrada en calor dramático hasta alcanzar un canto poderoso, compacto y determinante. Fue de las más aplaudidas por el público. Mientras, su suegra en el escenario tuvo en Elena ZarembaEntre los hombres, Brandon
compuso un Laca de timbre atractivo, volumen suficiente y fraseo bien trabado. A su compatriota (ambos también norteamericanos) Norman , no sé si desdibujado por la propia dirección escénica, le faltó para convencer más plenamente con su Steva cierto mordiente, un arrojo bien fundamentado, ese que sí exhibió en su no muy extenso rol del capataz Stárek el barítono .El resto de papeles, de menor presencia cuantitativa, fue abordado con afortunada resolución. Todos, estos últimos y los anteriores, se movieron con exactitud milimétrica por el escaso espacio que el montaje les ofrecía, que hay que ver cómo se reducía (eso sí, milagrosamente sin atascos) cuando participaba el ajustado, terso y bien empacado coro.
La música de Janáček es una suerte de lujo dentro de lo esencial. Nace del encuentro entre el fundamento folclórico y el desarrollo tímbrico orquestal experimentado a lo largo del siglo XIX. Con otros resultados podemos encontrarlo también en compositores europeos desde Rusia (Stravinsky) hasta España (Falla).
Pero Janáček golpea primero y lo hace
de una forma bien particular. Envolviendo una línea de canto basada en los
giros del idioma checo, sus mixturas tímbricas son muy osadas. Acostumbra a
haber en ellas un rango de color que crea cierta tensión. Y esta tensión se
puede subrayar o no. Yo, porque me parecía adecuado a su estilo de dirección,
esperaba que lo hiciera, que buscara las aristas, los abundantes
filos que hieren en la partitura de Jenůfa. Pero no lo percibí así. De todas formas, su lectura fue mullida,
coherente, rica y todo lo balanceada con las voces que permitía la puesta en
escena. Los cantantes y los instrumentistas nunca dejaron de encontrar en las
manos del futuro director del Teatro Real un referente seguro.
Bajado el telón, después de unos aplausos reconocedores del mérito alcanzado sobre una comedida dosificación de los saludos de los protagonistas, una vez más se oyeron los vítores de satisfacción dentro del escenario por haber llevado a buen puerto una tarea tan complicada. Es una satisfacción muy grata de compartir. Así que no lo duden y si tienen la ocasión pónganse moravos durante un par de horas. Pero, eso sí, no olviden unos prismáticos.
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