Francia
Espléndido Tristán e Isolda en París
Francisco Leonarte

El amor puede revestir muchas formas, cierto.
El que Dudamel nos contó en el preludio del Tristán e Isolda el domingo
pasado (29 de enero), fue un amor de esos que comienzan como una pregunta, como
la extrañeza de encontrar a la persona amada; un amor que se va desarrollando
en nosotros lentamente, dulcemente, surcándonos como los ríos, hinchándose
insensiblemente, creciendo su caudal hasta convertirse en esa corriente a la
que no podemos sustraernos, que nos inunda, que todo lo arrasa a su paso ... Sí,
la suavidad de las cuerdas de la Ópera de París en ese ‘Preludio’ es de las que
difícilmente se olvidan...
Dudamel mantuvo esa suavidad durante toda la
representación del domingo 29, combinándola con mucha, mucha intensidad, sin
dejar que decayera la tensión. Y controlando en todo el momento el volumen, que
sólo ‘se desbocaba’ en momentos muy puntuales.
De hecho, lo que el jueves 26 había sido, con
los mismos intérpretes, una representación ‘interesante’ con algunos muy
buenos momentos, se convirtió, gracias a la mezcla, por parte de Dudamel, de
mesura en el volumen y de tensión interior, en una representación magnífica
(cosa que amablemente me confirmó un vecino de butaca que asistía por cuarta
vez en esta serie de representaciones).
Me decía la amiga que me acompañó el domingo, "Cuando
hace unos cinco años asistí a esta producción dirigida por Jordan, me aburrí
como una ostra, todo el mundo gritaba pero allí no pasaba nada". Y es que
Philippe Jordan, con su exagerado volumen en la orquesta, forzaba
constantemente a los cantantes a gritar. Dudamel, al controlar el volumen el
pasado domingo 29 de enero del 2023, dejó expresarse a los cantantes.
Y, como los solistas se sentían al fin
cómodos, allí empezamos a ver y a escuchar ‘de verdad’ a una mujer
despechada, tal vez una joven cuyas esperanzas han sido demasiadas veces
engañadas, una niña desesperada por el viaje, y por la vida, y por sentir que
se le escapan los sueños, que es pura mercancía, una mujer que intenta la
magia, que intenta las invocaciones, una mujer que intenta manipular, y la
astucia, y la ira y el orgullo, una mujer que está dispuesta a suicidarse pero
no sin antes haber hecho que muera también el responsable de su muerte que es
en definitiva el único hombre que ha despertado sus instintos.
Vimos y escuchamos también a un hombre que
sabe que está enamorado pero no quiere reconocerlo, un hombre que teme entrar
en el abismo del amor porque sabe que su brillante carrera puede irse al traste
en cuanto reconozca que está enamorado.
Y vimos y escuchamos a dos enamorados que ya
no tienen nada que perder, delirantes en su amor como el heroinómano en su
droga, como los amantes del Imperio de los sentidos de Nagisha Oshima,
dispuestos a morir por el amor y el placer...
Sí, queridos lectores y lectoras, el drama de
Wagner que resulta perfectamente tonto, véase plúmbeo, cuando todo se grita, se
convierte en una joya de psicología y de conocimiento del alma humana cuando
dirección musical, dirección escénica y actores saben restituirlo. Y entonces,
al comprender el drama y sus evoluciones, la música cobra todo su sentido, se
convierte en magia pura...
Pero siento que les pierdo al contárselo todo
así.
Les cuento mi vida
Permítan ustedes que el crítico lo cuente en
primera persona y tal y como sucedió. Cierto, tal vez parezca más un fragmento
de autobiografía barata que una crítica seria, pero déjenme que corra ese
riesgo para poder honrar a la verdad.
Cuando compré las entradas para este Tristán
e Isolda lo hice sin mucha convicción. Había asistido ya a dos
representaciones dirigidas por Dudamel: Una Turandot de la que me salí
en el entreacto porque la orquesta sonaba demasiado fuerte y la estúpida
dirección escénica de Bob Wilson mataba todo sentido teatral, y unas Bodas
de Fígaro en las que en los recitativos todos cantaban apresuradamente de
suerte que allí no había ni gracia ni personajes ni ná de ná. Eso sí, como
Wagner fascina ‘al más templao’ y que ‘el vicio es el vicio’,
compré entradas para dos representaciones seguidas de este Tristán, no
fuera a ser que milagrosamente me gustase y me mordiese los dedos por no haber
comprado más.
Cuando hace dos semanas leí que, en la primera
representación la soprano había sido silbada, pensé que todos mis malos
presagios se iban a cumplir...
Asistí pues el jueves como perro que no quiere
salir de paseo, a regañadientes. El jueves 26, la inteligencia y sensibilidad
con que Dudamel atacaba el preludio me sorprendieron muy gratamente. Pero en
cuanto se levantó el telón se disipó buena parte de la magia: la orquesta
sonaba en efecto un punto demasiado fuerte para los cantantes, a pesar de que
estos tenían bastante volumen. Cierto, había muchas cosas interesantes, y
momentos espléndidos, pero en total la cosa no acababa de resultar.
Volví pues el domingo siguiente con más
ánimos. Aunque sólo fuera por escuchar de nuevo los momentos hermosos.
Y el domingo 29 ... La cosa empezó con ese
preludio, iniciado como una pregunta casi dolorosa y llevado por Dudamel como
un largo crescendo que así resultaba absolutamente evocador. Y en cuanto se
alzó el telón, vimos a Isolda maldiciendo con furia: ya estábamos dentro y no
salimos hasta ..., hasta el día siguiente si me apuran, porque fue difícil
bajar de la nube wagneriana.
Mérito, como decíamos, de Dudamel controlando
el volumen de la orquesta para adecuarlo a los cantantes.
Mérito también de la puesta en escena de
Peter Sellars
Peter Sellars es ya uno de los nombres señeros
de la puesta en escena al mismo nivel que -por ejemplo- Patrice Chéreau o Peter
Brook. Sus actualizaciones del Don Giovanni o de Las bodas de Fígaro
han permitido que decenas de miles de melómanos veamos estas óperas mozartianas
como obras de rabiosa actualidad. Y su obra como cineasta también es valiosa y
personal.
Cuando en 2005 presentó la puesta en escena
que nos ocupa, poco se habló de su labor, que podía pasar desapercibida ante el
gigantismo de las imágenes de Bill Viola que se ven como telón de fondo,
dejando un tanto arrinconados a los cantantes, como si la obra de Wagner
tuviera tan sólo como fin crear una música de fondo para las imágenes del
videoartista.
Por suerte la producción parece que ha sido
revisitada, de forma que en 2023 se percibe mucho mejor el estupendo trabajo de
Sellers, concentrándose en lo esencial: los trajes de Martin Pakledinaz son muy
sobrios; aparte de la pantalla de vídeo, la escenografía se reduce a una suerte
de cama-plataforma; las luces de James F. Ingalls se concentran también en lo
esencial, creando espacios escénicos que los personajes raramente abandonan; no
hay prácticamente attrezzo, no hay espadas ni pistolas y un simple gesto con la
mano da a entender que Melot o Kurwenal hieren a sus adversarios... Y, sobre
todo, la dirección de actores es clara y precisa, parte del texto mismo y da
sentido a las frases musicales.
El trabajo con Mary Elizabeth Williams como
Isolda es notable. Y muy bueno también el trabajo con Owens como Marke o
Weinius como Tristán. Pero tal vez lo sea aún más el llevado a cabo con Ryan
Speedo Green, Kurwenal vibrante de fidelidad, emocionante en su amistad casi
perruna...
Mérito también de Sellars, puesto que ya
estaba presente en 2005 cuando se presentó la producción, la espacialización de
ciertos momentos: Brangäne no canta su advertencia en bambalinas sino en la
sala, desde uno de los palcos, lo mismo que el marino del primer acto o el
corno inglés en el tercero. Y sobre todo, cuando al final del primer acto el
barco llega a tierra, las luces de sala se encienden, el coro entra en la sala,
al igual que el rey Marke, y todo el espacio se convierte en escenario que
acoge a los llegados, creando en el público un efecto de emoción musical y
escénica difícilmente igualable.
Voces importantes
En el elenco figuraban tres cantantes que
todavía no habían hecho su debut en la Opera Nacional de Paris, los citados
Mary Elizabeth Williams como Isolda y Ryan Speedo Green como Kurwenal, y Okka
von der Damerau, una de las pocas intérpretes que logró salvarse de la quema en
el reciente Anillo de Bayreuth.
Al parecer, si Mary Elizabeth Williams fue protestada en la primera (e incluso el jueves hubo todavía algún espectador que manifestó su descontento), fue porque su voz no era 'suficientemente wagneriana'. Cierto, sus graves no son contundentes pero los da, y sí son contundentes sus agudos, con un bonito medio también, y su fraseo es hermoso, y su timbre de voz también, con una impostación que en algo recuerda a las grabaciones de Leontine Price o a Grace Bumbry, con un buen volumen, y sobre todo con una excelente comprensión del personaje. El momento en que le cuenta a Brangäne cómo la mirada de Tantris-Tristán se posó en sus ojos en vez de en la espada, cantado en piano -momento en que todos entendemos que nace el amor entre ambos- nos arrancó las lágrimas a más de uno.
Personalmente, sea su
impostación de tradición italiana o germánica o americana, lo mismo me da.
Wagner no dispuso en su testamento que sus óperas sólo las cantasen intérpretes
de la escuela nórdica y por ejemplo la Isolda grabada por Margaret Price
con Kleiber me parece descomunal. Si la voz tiene siempre sus armónicos, si alcanza
las notas señaladas por la partitura, si tiene sentido con relación a su
personaje teatral, abrámonos a otras interpretaciones aunque no se ajusten a la
tradición o a lo que hemos mamado en las grabaciones. No hagamos de cada ópera
ni de cada compositor un coto cerrado.
Notabilísmo fue también el Tristán de Michael
Weinius. Voz wagneriana al uso, no especialmente grave como se espera a veces
del Tristán, pero tampoco blanda como la de un Vogt por ejemplo,
valiente en sus agudos, capaz de piani (no todos los tenores wagnerianos lo
son) y sobre todo entregado, generoso, y con buen sentido del personaje.
Okka von der Damerau me soprendió por su color
de voz, no especialmente oscuro, como de soprano dramática en papeles de mezzo.
Tal vez la más wagneriana del elenco (y por lo tanto la preferida por el
público aferrado a la tradición wagneriana), fue también tal vez la que menos
sutilezas vocales desplegó. Pero su sentido del personaje, más joven
acompañante que "vieja celosa" como sugiere Isolda en un momento
dado, fue bueno. Y su volumen, su fiato, su legato, importantes.
Eric Owens nos dio un buen Marke. Su voz no es
imponente por volumen ni por graves, y tiene un vibrato muy pronunciado -que
por otra parte puede corresponder al personaje de « viejo rey ». Pero
el timbre es hermoso, y supo dar mucha emoción, merced también a una buena
dirección de actores, como señalábamos unas líneas más arriba.
Pero tratándose de emoción, la palma se la
llevó sin duda Ryan Speedo Green (habrá que retener el nombre). Buen volumen,
muy bonito timbre oscuro -leo después que ha abordado más papeles de bajo que
de barítono, aunque sus agudos fueron excelentes- Ryan Speedo Green hizo un
tercer acto vibrante, de esos en que el público se identifica con el personaje
al tiempo que admira y disfruta la prestación musical y actoral. Carrera que
empieza (nació en el 1986). Vale la pena seguirlo.
Excelentes en sus pequeños papeles Neal Cooper
como Melot, Tomasz Kumiega como timonel en el tercer acto y Maciej Kwaśnikowski
como marino en el primer acto y como pastor en el tercero. Los tres, con apenas
unas pocas frases, supieron componer cuatro personajes creíbles y sin
desentonar de sus colegas en los papeles principales.
En resumidas cuentas
Después de varios días desde que asistí a la
representación del domingo he ido bajando de mi nube wagneriana. Pero no ha
disminuido mi entusiasmo ni mi admiración.
Un equipo de cantantes relativamente joven
pero muy sólido, algunos, como Mary Elizabeth Williams o Ryan Speedo Green, con
poco curriculum a sus espaldas (en ese sentido la apuesta de la frecuentemente
timorata Opera Nacional de París ha sido valiente). Un director escénico
inteligente. Un director musical en estado de gracia (especialmente el domingo
pasado).
Y la obra que a muchos les puede parecer ‘pesadísima’
se convierte en la obra maestra que conquista a quienes con ella se topan: la
amiga que me acompañó el domingo venía sólo porque es fan de Bill Viola, y
salió diciendo que por fin entendía a Wagner, que por fin le gusta y hasta le
entusiasma.
Y al comentarle yo la diferencia entre la
representación del jueves y la del domingo, resumió la situación con una simple
frase : "Tal vez sea que para interpretar a Wagner haga falta más
mesura que desmesura..."
¡A meditar...!
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