España - Galicia
La Agencia Coruñesa de Inteligencia Musical
Alfredo López-Vivié Palencia

Como saben ustedes, el pasado
mes de diciembre A Coruña fue designada como sede de la futura Agencia Estatal
de Supervisión de Inteligencia Artificial. No tengo opinión al respecto, más
allá de lo inquietante de la materia y la eterna cuestión acerca de quién
supervisa al supervisor. Pero pongamos que esa designación es algo bueno para
la ciudad: de otro modo, munícipes y vecinos no hubieran saludado con agrado
dicha decisión, y mucho menos se habría puesto a su disposición un hermoso
palacete ubicado en pleno centro para albergar ese organismo.
Por otra parte, desde hace ya
más de treinta años Coruña cuenta con una agencia de inteligencia musical de
primer orden –compuesta por dos entidades, la Orquesta Sinfónica de Galicia y
un público fiel como el que más-, que sin embargo permanece encerrada en un
establecimiento a todas luces -a todos oídos- inadecuado. Propongo, pues, que
una parte de los recursos financieros que traiga la AESIA (la sigla me suena
igualmente inquietante) se destinen a que la OSG disponga de un auditorio en
condiciones. Para ello basta una sola razón: la excelencia de lo que se escuchó
esta noche en el Palacio de la Ópera y la calurosa recepción del respetable
tienen mucho de inteligencia y nada de artificial. Dicho queda.
Un paréntesis antes de la
crónica. Al comienzo de la temporada se anunció que en este concierto se
tocaría en primer lugar la obertura Mar
en calma y viaje feliz de Mendelssohn; pero se cayó del cartel y nadie ha
explicado el motivo. Bien está, porque la función era larga de por sí; mal está,
porque todas las oberturas de Mendelssohn son preciosas y merecen escucharse; y
está todavía peor porque, visto lo visto esta noche, quitarle horas al sueño no
ha supuesto ningún sacrificio.
Es curioso que, siendo el
clarinete un instrumento tan agradecido, haya tan pocos conciertos que se
mantengan en un repertorio que sigue dominado por el de Mozart (con permiso de
Aaron Copland). La israelí Sharon Kam (Haifa, 1971) y el renano Markus Stenz
(Bad Neuenahr, 1965) se encargaron de demostrar por qué. Kam no sólo exhibe una
técnica infalible y un fuelle inagotable, sino que pone ambas virtudes al
servicio de la expresión, gracias a un sonido cálido y a un fraseo
elegantísimo: de ahí sale la profundidad del Mozart último, traducida sobre
todo en la contención del drama del Adagio. Stenz hizo dos cosas fundamentales:
comprender que aquí la parte orquestal es mucho más que un mero acompañamiento,
y olvidarse de zarandajas historicistas para no desentonar con la expresividad
de la solista.
Al público le entusiasmó la
interpretación, y sus aplausos se vieron correspondidos con la mejor de las
propinas. George Gershwin no compuso ningún concierto para clarinete, pero
cuantos se dedican a este instrumento le deben gratitud eterna; así que Kam
-con Stenz y la orquesta- se arrancaron con la celebérrima Walking the dog, tocada con el mismo nivel de buen gusto por una y
otros.
Es posible que la Sinfonía en Mi mayor sea la que mejor
aceptación tiene en general entre la colección de Anton Bruckner. A pesar de
cierto desequilibrio estructural: los dos primeros movimientos son grandiosos,
el tercero un tanto facilón, y el último bastante desigual y sorprendentemente
breve. Hace falta un maestro con experiencia y con ideas claras para sacar
adelante la famosa “boa constrictor”. Y Stenz las tiene; vaya si las tiene. La
experiencia la demuestra pasando las hojas de la partitura de cuatro en cuatro,
de forma que amplía la ocasión de dedicar su gesto nervioso pero rectilíneo al
tiempo, al fraseo y al detalle.
Las ideas claras se traducen
en una edificación compacta y coherente de la interpretación. Los tiempos
generales fueron los más habituales (la cosa duró algo menos de setenta
minutos), pero en el interior de cada movimiento Stenz se las ingenió para que
jamás sonase un pasaje más pesado de lo que es: no hablo de flexibilidad, sino
de verdadero impulso gracias a un empleo intencionado -casi diría contumaz- tanto de
los accellerandos como de los rallentandos (aquellos en las subidas a los
clímax, estos en las transiciones, sabiamente dichas no tanto para tensionar
cuanto para provocar expectación; pero no sólo: cada cambio de tema, cada paso
a un bloque distinto se transitaba en tiempo diferenciado). No fue una versión
con profundidades abisales ni con fervor religioso (ponga aquí cada cual sus
ejemplos preferidos), sino una versión que apostó por una emoción de carácter
jubilosa. Opción muy arriesgada, pero esta noche ganadora.
Ganadora porque fue una
interpretación novedosa: el primer movimiento discurrió con aliento más que
suficiente y con variedad de contrastes; en el Adagio hubo serenidad pero
también excitación al alcanzar la cumbre (por supuesto con la percusión extra),
y el homenaje a Wagner fue más de admiración que de funeral; el Scherzo salió
más rotundo que folclórico; y para el Finale Stenz reservó una fuerza
imparable. Ganadora, también, porque los músicos de la Sinfónica de Galicia
agradecieron la novedad y no les importó sudar el frac (Stenz no perdonó ni
una): la cuerda sacó el empaste de las grandes ocasiones, la madera se hizo oír
(qué buenos son la primera flauta y el primer clarinete), a los metales por una
vez les dejaron tocar a pleno pulmón (¿para qué, si no, quiere uno quince
fanfarrias?), y la timbalera Laura Melero aguantó como una jabata su
kilométrico redoble en la conclusión del primer tiempo.
Que una sinfonía de Bruckner
sea recibida por el público no ya con ovaciones, sino con gritos de “bravo!” e
incluso con silbidos yanquis de aprobación, quiere decir que algo está
cambiando al sur de los Pirineos, y para bien. Porque eso significa que a ambos
lados del escenario se ha educado una inteligencia sin necesidad de artificios.
Al fin y al cabo, hace más siglo y medio que esto se hace así, y -de momento, y
ojalá que por mucho tiempo- no necesitamos de ordenadores para disfrutarlo.
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