España - Galicia

La Agencia Coruñesa de Inteligencia Musical

Alfredo López-Vivié Palencia
miércoles, 15 de febrero de 2023
Markus Stenz © Kaupo Kikkas | markusstenz.com Markus Stenz © Kaupo Kikkas | markusstenz.com
A Coruña, sábado, 11 de febrero de 2023. Palacio de la Ópera. Sharon Kam, clarinete. Orquesta Sinfónica de Galicia. Markus Stenz, director. Wolfgang Amadè Mozart: Concierto para clarinete y orquesta en La mayor, K. 622; Anton Bruckner: Sinfonía nº 7 en Mi mayor. Ocupación: 70%
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Como saben ustedes, el pasado mes de diciembre A Coruña fue designada como sede de la futura Agencia Estatal de Supervisión de Inteligencia Artificial. No tengo opinión al respecto, más allá de lo inquietante de la materia y la eterna cuestión acerca de quién supervisa al supervisor. Pero pongamos que esa designación es algo bueno para la ciudad: de otro modo, munícipes y vecinos no hubieran saludado con agrado dicha decisión, y mucho menos se habría puesto a su disposición un hermoso palacete ubicado en pleno centro para albergar ese organismo.

Por otra parte, desde hace ya más de treinta años Coruña cuenta con una agencia de inteligencia musical de primer orden –compuesta por dos entidades, la Orquesta Sinfónica de Galicia y un público fiel como el que más-, que sin embargo permanece encerrada en un establecimiento a todas luces -a todos oídos- inadecuado. Propongo, pues, que una parte de los recursos financieros que traiga la AESIA (la sigla me suena igualmente inquietante) se destinen a que la OSG disponga de un auditorio en condiciones. Para ello basta una sola razón: la excelencia de lo que se escuchó esta noche en el Palacio de la Ópera y la calurosa recepción del respetable tienen mucho de inteligencia y nada de artificial. Dicho queda.

Un paréntesis antes de la crónica. Al comienzo de la temporada se anunció que en este concierto se tocaría en primer lugar la obertura Mar en calma y viaje feliz de Mendelssohn; pero se cayó del cartel y nadie ha explicado el motivo. Bien está, porque la función era larga de por sí; mal está, porque todas las oberturas de Mendelssohn son preciosas y merecen escucharse; y está todavía peor porque, visto lo visto esta noche, quitarle horas al sueño no ha supuesto ningún sacrificio.  

Es curioso que, siendo el clarinete un instrumento tan agradecido, haya tan pocos conciertos que se mantengan en un repertorio que sigue dominado por el de Mozart (con permiso de Aaron Copland). La israelí Sharon Kam (Haifa, 1971) y el renano Markus Stenz (Bad Neuenahr, 1965) se encargaron de demostrar por qué. Kam no sólo exhibe una técnica infalible y un fuelle inagotable, sino que pone ambas virtudes al servicio de la expresión, gracias a un sonido cálido y a un fraseo elegantísimo: de ahí sale la profundidad del Mozart último, traducida sobre todo en la contención del drama del Adagio. Stenz hizo dos cosas fundamentales: comprender que aquí la parte orquestal es mucho más que un mero acompañamiento, y olvidarse de zarandajas historicistas para no desentonar con la expresividad de la solista.

Al público le entusiasmó la interpretación, y sus aplausos se vieron correspondidos con la mejor de las propinas. George Gershwin no compuso ningún concierto para clarinete, pero cuantos se dedican a este instrumento le deben gratitud eterna; así que Kam -con Stenz y la orquesta- se arrancaron con la celebérrima Walking the dog, tocada con el mismo nivel de buen gusto por una y otros.

Es posible que la Sinfonía en Mi mayor sea la que mejor aceptación tiene en general entre la colección de Anton Bruckner. A pesar de cierto desequilibrio estructural: los dos primeros movimientos son grandiosos, el tercero un tanto facilón, y el último bastante desigual y sorprendentemente breve. Hace falta un maestro con experiencia y con ideas claras para sacar adelante la famosa “boa constrictor”. Y Stenz las tiene; vaya si las tiene. La experiencia la demuestra pasando las hojas de la partitura de cuatro en cuatro, de forma que amplía la ocasión de dedicar su gesto nervioso pero rectilíneo al tiempo, al fraseo y al detalle.

Las ideas claras se traducen en una edificación compacta y coherente de la interpretación. Los tiempos generales fueron los más habituales (la cosa duró algo menos de setenta minutos), pero en el interior de cada movimiento Stenz se las ingenió para que jamás sonase un pasaje más pesado de lo que es: no hablo de flexibilidad, sino de verdadero impulso gracias a un empleo  intencionado -casi diría contumaz- tanto de los accellerandos como de los rallentandos (aquellos en las subidas a los clímax, estos en las transiciones, sabiamente dichas no tanto para tensionar cuanto para provocar expectación; pero no sólo: cada cambio de tema, cada paso a un bloque distinto se transitaba en tiempo diferenciado). No fue una versión con profundidades abisales ni con fervor religioso (ponga aquí cada cual sus ejemplos preferidos), sino una versión que apostó por una emoción de carácter jubilosa. Opción muy arriesgada, pero esta noche ganadora. 

Ganadora porque fue una interpretación novedosa: el primer movimiento discurrió con aliento más que suficiente y con variedad de contrastes; en el Adagio hubo serenidad pero también excitación al alcanzar la cumbre (por supuesto con la percusión extra), y el homenaje a Wagner fue más de admiración que de funeral; el Scherzo salió más rotundo que folclórico; y para el Finale Stenz reservó una fuerza imparable. Ganadora, también, porque los músicos de la Sinfónica de Galicia agradecieron la novedad y no les importó sudar el frac (Stenz no perdonó ni una): la cuerda sacó el empaste de las grandes ocasiones, la madera se hizo oír (qué buenos son la primera flauta y el primer clarinete), a los metales por una vez les dejaron tocar a pleno pulmón (¿para qué, si no, quiere uno quince fanfarrias?), y la timbalera Laura Melero aguantó como una jabata su kilométrico redoble en la conclusión del primer tiempo.

Que una sinfonía de Bruckner sea recibida por el público no ya con ovaciones, sino con gritos de “bravo!” e incluso con silbidos yanquis de aprobación, quiere decir que algo está cambiando al sur de los Pirineos, y para bien. Porque eso significa que a ambos lados del escenario se ha educado una inteligencia sin necesidad de artificios. Al fin y al cabo, hace más siglo y medio que esto se hace así, y -de momento, y ojalá que por mucho tiempo- no necesitamos de ordenadores para disfrutarlo.  

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