Francia
Ópera de París¿Quién dijo que la ópera estaba muerta? Nixon in Paris
Francisco Leonarte

Esto de la ópera es curioso. En el siglo XVII, poco después de que haya sido oficialmente creada en las cortes principescas italianas, nace la voluntad de una ópera para el ciudadano de a pie, para el que paga su entrada. Y así surge en Venecia la ópera como espectáculo comercial. Al poco, cada país se esfuerza en tener su propia forma de ópera , y van naciendo, con mayor o menor fortuna y continuidad, las escuelas francesa, alemana, inglesa, española, rusa, checa... Y cuando ya en el siglo XX el modelo operístico, después de haber sido el espectáculo por excelencia, parece que va perdiendo fuelle, comienza a nacer la voluntad de una ópera contemporánea. En efecto, desde mediados del siglo XX, las casas de ópera hacen regularmente intentos para renovar más o menos el género. Intentos que no suelen cuajar, y que se quedan en la primera (y corta) serie de representaciones y punto.
Y es que, tras la muerte de Puccini, después
de las obras maestras de Berg , y a pesar de Britten y de otras excepciones tan
notables (y tan difíciles de poner en pie) como Die soldaten, parece que
las obras presentadas hayan perdido lo que hacía la particularidad de la ópera,
la mezcla entre favor del público y prestigio intelectual.
Las casas de ópera, acorraladas entre gustar
al público (con creaciones de gentes salidas del pop como Nacho Cano) y gustar
a la intelligentsia (con creaciones de Luis de Pablo y otros nombres del
establishment musical), sólo recogen escarnio para las primeras y aburrimiento
para las segundas.
¿Dónde están los continuadores de Britten?
¿Quién sabrá hacer un producto que guste al público y a la vez sea reconocible
como una música de su tiempo y no un mero remedo post-pucciniano?
A este problema fundamental se añaden dos. El
primero, la ceguera de los programadores de ópera, que sólo se atreven a hacer
lo que sus colegas ya han hecho, circunscribiendose muy obedientemente a los
sendero trillados. El segundo, la mano de hierro con que ciertos popes de la música seria
han circunscrito la música actual de prestigio a sus propias composiciones
y las de sus apesebrados (véanse el citado Luis de Pablo o ese hombre de poder
llamado Pierre Boulez). Personajes como los citados han hecho mucho daño a la
música experimental de nuestro tiempo, ocultando y ninguneando todo lo que no
saliese de sus mezquinas concepciones.
De suerte que, durante largo tiempo, en
Francia, Cage (al que Boulez tenía además inquina por motivos personales, según
amigos que los conocieron a los dos) y toda la escuela minimal americana,
simple y sencillamente no existían, porque no existía nada que no estuviera
avalado por el marchamo IRCAM (el órgano de poder de Pierre Boulez,
distribuidor de prebendas públicas).
Y a pesar de la riqueza y variedad de la
música experimental de nuestros días (música concreta nacida de Varèse y
Pierre Schaeffer, música aleatoria a partir del citado Cage, poesía
fonética a partir de Schwitters, ruidista a partir de los intonarumori
de Russolo, minimal americano con Johnson, Niblock, La Monte Young o
Reich, amén de inclasificables como Scelsi, Nancarrow y muchos otros) los
programadores de ópera, pusilánimes como es su costumbre, seguían encargando
las nuevas creaciones puntuales a los de siempre.
Y en esas llegó Nixon in China
Pero las cosas van cambiando. En USA la
escuela minimal, nacida a final de los años 60, va haciéndose un hueco. Después
de obras tan jubilatorias como La ópera de cuatro notas (1971), de Tom
Johnson (increíble que ninguna casa de ópera le haya jamás pedido al compositor
una versión para orquesta, cuando desde el 1971 ha conquistado a todo aquel que
la escucha), o de obras que exigen una cierta inmersión místico-intelectual
(pero cuya originalidad es innegable) como Einstein on the beach (1975),
de Philip Glass, llega Nixon in China (1987), una obra nacida de una
idea de Peter Sellars (gran director de escena), con libreto de Alice Goodman y
partitura de John Adams, para la ópera de Houston.
Y John Adams, nacido en 1947 (unos diez años
más joven pues que Glass y Johnson pero también seguidor de la corriente
minimal) logra el milagro : una música a la vez moderna (en el sentido de
no sonar a naftalina) y a la vez atractiva para cualquier oyente.
Las casas de ópera (¡por una vez!) parece que
poco a poco van cayendo en la cuenta de que, a lo mejor, la famosa renovación
de la ópera pasa por modelos como éste, y la segunda ópera de Adams (The
death of Klinghoffer, 1991) es estrenada en un gran teatro que tiene
una larga tradición de apoyo a la novedad, La Monnaie, de Bruselas, pasando
después por Houston, Lyon o Glyndebourne.
Y es que, al igual que Berg que a partir de
una base dodecafónica conseguía dar emoción, realizando una pintura de
personajes y de situaciones, Adams, a partir de una estructura repetitiva,
consigue crear modelos humanos y situaciones reconocibles por el público, con
momentos de lirismo o de brutalidad que, en efecto, hacen vibrar al espectador.
Cierto, Adams no tiene el rigor experimental
de las obras de sus mayores, pero sí una teatralidad innegable, y una variedad
de sentimientos y de ambientes que hacen, sin duda, de este Nixon in China
una obra única en el momento en el que surje. Vamos, lo que bien puede ser
calificado como una obra maestra.
Intérpretes a la altura
Esta vez la Opera de París se muestra a la
altura de las circunstancias.
Empezando por llamar a dos super-estrellas
americanas del canto, Thomas Hampson y Renée Fleming. Ambos están al final de
sus carreras, cierto, pero sus particelas no les ponen en ningún momento en
peligro, y qué hermosas voces siguen teniendo, qué dominio de las tablas, qué
carisma. Sus respectivas prestaciones resultan admirables y -sobre todo en el
caso de Fleming- hasta entrañables.
Kathleen Kim que canta desde 2008 en el
Metropolitan de Nueva York y que ya ha triunfado en la misma Opera de París
como el hada de Cendrillon de Massenet, tal vez sea la que se lleva el
gato al agua con su retrato enérgico de la señora de Mao Tsé-Tung. Coloraturas
límpidas, agudos segurísimos, intensidad en la interpretación. Su escena final
del segundo acto impresiona.
Emocionante también Xiaomeng Zhang como primer
ministro de Mao, con un bonito color de voz y una preciosa capacidad de emoción
en su monólogo final. Seguro y divertido Joshua Bloom como Kissinger (con quien
la libretista no es nada complaciente, por cierto...). Bonito color de voz el
de John Matthew Myers.
Cumplen con creces las tres secretarias de Mao
en sus papeles de coro sino-griego.
Y hablando de coros, el de la Opera de París
se muestra aquí radiante. No sólo por la potencia (esa ya la conocíamos) sino
sobre todo por la delicadeza (que no está presente en todas las producciones) y
la inteligibilidad (menos frecuente todavía). En ese sentido, todo el inicio
coral resulta muy hermoso.
Es posible que a la orquesta -en la versión
más reducida que personalmente quien esto escriba conozca para la Opera de
París, con sólo dos contrabajos pero también con dos pianos y un sintetizador y
varios saxofones- esta partitura le haya parecido un OVNI, pero no se le nota,
y cumple con precisión y rigor, y sin perder su sonido tan hermoso.
Y es que a Dudamel tampoco le tiembla el
pulso, y consigue llevar a buen puerto la representación, manteniendo el ritmo implícito
en toda música repetitiva y dando la emoción que piden libreto y música. Tal
vez hubiésemos podido desear menor volumen en las primeras escenas,
notablemente en la larga escena de diálogo entre Mao y Nixon, que ya de por sí
es muy densa y en que la orquesta por desgracia se comía a las voces. Sin
embargo, poco a poco (especialmente a partir de la escena de Pat Nixon en el
segundo acto), se produjo un mayor ajuste entre escenario y foso, y las voces
volvieron a tener la preeminencia deseada.
Puesta en escena vistosa
La puesta en escena, firmada por Valentina
Carrasco, gira en torno al torneo de ping-pong como metáfora del enfrentamiento
entre las dos superpotencias. Lo cual da lugar a vistosas imágenes. Pero
también a decorados totalmente abiertos que no favorecen a las voces. Hay desde
luego aciertos, como la utilización simbólica del águila estadounidense (bonito
momento de aterrizaje antes de la llegada de los estadounidenses) y del dragón
chino (tierno juego con Pat Nixon), con una buena dirección de actores en
general (aunque creo que Hampson y a Fleming, con las tablas que tienen, poco
necesitan como dirección para crear personajes ricos en matices), o la
utilización simbólica de cerdos y niños fotografiados, siguiendo el sentido del
humor que ya está presente en el libreto.
Hay también meteduras de pata (como esa
sobrecarga de violencia durante el diálogo entre Nixon y Mao, que es densísimo
y que no necesita que le añadan encima imágenes parasitarias). Es también grave
error el introducir un vídeo sobre la Revolución Cultural china justo antes del
tercer acto, fatigando al espectador con informaciones que ya están ímplicitas
en el muy inteligente libreto de Alice Goodman. Y sin duda el tercer acto, el
más intimista, queda desdibujado por culpa de esa obsesión por las tablas de
ping-pong (ya saben, la ideita de la directora de escena que tiene que estar
presente venga o no venga a cuento) que nada tienen que hacer en el último
acto. Y a falta, tal vez también, de una mejor gestión de los movimientos
escénicos.
Exito unánime
Acompañaban a quien esto escribe tres amigos,
dos de los cuales no especialmente melómanas. Los tres quedaron encantados y
sorprendidos. Y el resto del público, que abarrotaba la sala (sí, sí, una sala
de más de 2700 plazas abarrotada para asistir a una ópera de 1987),
entusiasmado también, aplaudiendo a rabiar a todos los intérpretes y al
compositor mismo que vino a saludar después del equipo de puesta en escena.
La ópera de París (con los precedentes de la
de Houston, La Monnaie, el Théâtre du Châtelet y tantos otros, no nos
engañemos) se ha marcado un tanto muy importante a su favor con este Nixon
in China. Público y crítica a sus pies.
¿No sería la ocasión para que los directores de casas de ópera revisaran su política de estrenos ?
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