Francia
Irregular Misa en do de Mozart
Francisco Leonarte

La cosa
empezó con la famosa Júpiter de Mozart. La cosa empezó con
los tres forti de la orquesta, seguidos de un silencio (sí, un
verdadero silencio) antes de la respuesta amable de los violines. Ya
con eso, Spinosi estaba dando el color de toda su interpretación,
una interpretación muy teatral, asumiendo silencios, preguntas,
respuestas, diálogos entre pupitres y entre frases musicales,
diminuendi, crescendi, forti, piani, y toda clase de matices y
sorpresas que fueron trufando la partitura.
Dicho así pudiera parecer que aquello fue un festival de efectos orquestales sin más. Sin embargo, como decíamos, todos esos efectos correspondían a una visión teatral, una visión con sentido, en que la música discurría como discurre una buena conversación entre varios amigos, con momentos de intimidad, momentos de alegría, instantes de transcendencia, informaciones valiosas puntuadas por comentarios frívolos... Siempre poniendo de relieve la fabulosa imaginación de la partitura mozartiana, una de las más queridas por el público.
Tal fue la libertad de gesto que, a quien esto escribe, la partitura mozartiana le hizo pensar en el trazo espontáneo y generoso de las pinturas de Fragonard.
Spinosi no hubiese podido hacerlo sin la enorme complicidad que tiene con su conjunto, el Ensemble Matheus, una formación sin un sonido especialmente bonito: la flauta por ejemplo tenía ese no-sé-qué un punto agridulce de los instrumentos de época, las cuerdas esa falta de brillantez típica de las cuerdas naturales, los fagots el sonido un tanto apagado... Todo ello iría en su detrimento si tenemos en mente tantas grandes interpretaciones por grandes orquestas y con directores míticos. Pero también le daba una frescura, un color particular. Por seguir con los símiles pictóricos, la orquesta tenía los colores pastel de un Quentin de la Tour o de las porcelanas de Sevres de la misma época. Notable, por cierto, el impecable trabajo de las trompas naturales...
Después de la Sinfonía nº 41, las expectativas eran pues altas para la Misa en do menor. No todas fueron cumplidas.
Nina Maestracci, de nazareno y plata («¡pero quién la habrá vestido así, con la mala suerte que da el morado!» me susurró un amigo al verla entrar), tiene una voz bastante bonita, con coloraturas muy correctas, pero muy pequeñita y un pelín gatuna en los agudos, Daba la impresión de ser «una alumna aventajada», pero todavía verde para la difícil(ísima) particella que le es encomendada en esta obra maestra.
Krystian Adam, también de voz pequeña, se las apañó con un buen fraseo. Luigi de Donato se encargó del ingrato papel del bajo, que interviene poco y tarde.
Quien mejor se las arregló fue Ana María Labin, de voz un poquito más grande, de bonito color, con unas coloraturas admirables, aunque la falta de graves sonoros hiciera que su voz se perdiera en los conjuntos.
Spinosi mimó a todos los solistas, intentando -y no era tarea fácil- no cubrir sus voces.
Pero no sabemos si por su culpa, o por culpa del propio coro, o por culpa de quien lo preparó, los dos coros unidos, Vox 21 y Ensemble Vocal Lili Boulanger, no estuvieron a la altura de la difícil partitura. A pesar de sonar bastante empastado y con bonitos colores en general, en diversos pasajes le faltó fuerza con relación a la orquesta, y sus distintas líneas sonaron confusas y las coloraturas a menudo emborronadas.
Lástima. Nada para tirar a la basura, pero tampoco nada para guardar en memoria, salvo esa bonita versión de la Sinfonía nº 41...
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