España - Madrid

Una joven orquesta a la sombra del Teatro alla Scala

Madrid, miércoles, 9 de octubre de 2002. Auditorio Nacional de Música. Orquesta Sinfónica de Milán Giuseppe Verdi. Riccardo Chailly, director. G. Martucci: Concierto para piano y orquesta número 1 en Re menor. Simone Pedroni, solista. O. Respighi: La boutique fantasque y Pinos de Roma. Orquestas del Mundo de Ibermúsica. Serie Arriaga, día 9. A. Mossolov: La fundición de acero, Op. 19. Concierto para piano y orquesta número 2 en Do menor, Op. 18. Nelson Freire, solista. S. Procofiev: Romeo y Julieta, suite del ballet. Serie Barbieri, día 10
0,0002134 La sombra del Teatro alla Scala es densa y alargada, de modo que parece impedir que florezca cualquier actividad musical milanesa al margen de este templo (o factoría, para los que prefieran las metáforas desacralizadas) de la ópera. Por otro lado, es de sobra sabido que la cultura musical italiana está tan dominada por el melodrama romántico que casi no quedó espacio en ella para el desarrollo de una tradición sinfónica, fuera propia o importada.La historia del concierto sinfónico en Italia, una de las cunas de este género fundamental en la alta cultura occidental, está ligada a la actividad de los teatros líricos y a sus orquestas, pues apenas si existen salas de conciertos y orquestas sinfónicas. Así, el Teatro alla Scala, el más emblemático de la ópera italiana, ha sido también el centro de la historia interpretativa (que no de la de la composición) del gran repertorio sinfónico occidental en el susodicho país.Por Milán han pasado los grandes maestros de la batuta y los más renombrados solistas para ofrecer inolvidables conciertos, bien con la orquesta de la Scala, bien con las mejores formaciones europeas y americanas. A pesar de ello, el ciclo de conciertos del coliseo milanés era siempre el hermano menor de la gran temporada lírica. Tal vez para acabar con esta situación y relanzar el sinfonismo en la Scala, Claudio Abbado creó en 1982, a partir de la orquesta del foso, la Orquesta Filarmónica della Scala, según el modelo de los Filarmónicos de Viena.Posteriormente, y un poco a pesar de los tiempos que corren, en los que a juzgar por todos los indicios asistimos al declinar del concierto sinfónico y de las salas de conciertos según los conceptos y formas clásicas y tradicionales, se creó en Milán, en 1993, la Orquesta Sinfónica Giuseppe Verdi, cuyo nombre es de por sí un reconocimiento del peso enorme que tiene la lírica en la vida musical italiana.En 1999, con el nombramiento como director titular de Riccardo Chailly y con la inauguración del Auditorium di Milano, la nueva sede de la orquesta (en 1998 se había creado el coro, dirigido por el maestro Romano Gandolfi, uno de los pilares artísticos de la prestigiosa Scala de la época directorial de Abbado), se aportó un gran impulso a este proyecto sinfónico de gran interés (en el que participan las autoridades culturales locales y regionales junto con el patronazgo de empresas privadas a través de la Fondazione Orchestra Sinfonica e Coro Sinfonico di Milano Giuseppe Verdi) que viene avalado además por el prestigio de Carlo Maria Giulini como director emérito y del compositor Luciano Berio como director honorario.Los conciertos de Madrid, dentro del ciclo de Ibermúsica, que son objeto de este comentario, forman parte de la primera gira de esta orquesta por fuera de su territorio patrio, una especie de prueba de madurez consistente en exponer a la agrupación instrumental al criterio de audiencias de otras ciudades europeas, tournée que siguen de cerca y con interés un buen número de críticos y periodistas italianos.Lo primero que llama la atención, al menos desde la perspectiva española, es que de los 120 músicos que constituyen la orquesta en esta gira, solamente 15 tienen partida de nacimiento no italiana. Es fácil establecer una relación muy directa entre este hecho y la calidad de las enseñanzas que se imparten en los conservatorios italianos, algo que deberíamos intentar imitar en nuestro país lo antes posible. A renglón seguido hay que destacar la extraordinaria juventud de esta agrupación, cuya edad media debe andar entre los 22 y 24 años.La característica común de los programas ofrecidos en días sucesivos en Madrid es que están constituidos por una obra muy poco e incluso totalmente desconocida para las audiencias españolas, y otras de las llamadas piezas de exhibición orquestal. De las primeras, esto es, de las menos conocidas, hasta el extremo que casi me atrevería a asegurar que no se había estrenado aún en España en público, es sin duda el Concierto para piano en re menor de Martucci (de 1878), un excelente compositor italiano de música pianística en la tradición del pianismo cosmopolita de los autores que a su vez fueron notorios virtuosos de este instrumento.La obra, de cuyo estreno absoluto en vida de Martucci incluso se duda, permaneció olvidada hasta su publicación en 1973 (sólo tengo noticia de una grabación del sello ASV de este concierto, con Francesco Caramiello al piano). En la interpretación del joven pianista italiano Simone Pedroni, acompañado con atención y riqueza de colores y matices por Chailly y sus instrumentistas, destacaron los momentos más líricos y cantables (excelente el segundo movimiento), lo que no demerita el sentido de la gran forma, de gran concierto tardo-romántico, que solista y orquesta supieron exponer en todo momento con el virtuosismo adecuado, siempre subordinado a los valores expresivos, y en espléndida conjunción.Al día siguiente, otro concierto para piano de gran formato y aliento melódico, lleno de episodios de enfático virtuosismo, el Segundo concierto para piano de Rachmaninov, interpretado por el pianista Nelson Freire. El solista brasileño antepone la elegancia y la musicalidad al efectismo del virtuosismo huero que prima en tantas interpretaciones de este concierto (las cadencias, aunque no técnicamente perfectas, resultaron muy musicales, con sonido de perlada morbidez y muy refinado, fruto de un pianismo de aparente facilidad y naturalidad). Asimismo, el maestro y su orquesta, con sonido transparente e incisivo, sazonado de ligeros tintes del eslavismo rítmico y cosmopolita à la Diaghilev, resaltaron más la belleza, la línea melódica y los contrastes entre el lirismo efusivo y esa vehemente melancolía que parece evocar la decadencia fin du siècle, que el relumbre de una rica y a veces pirotécnica orquestación.De las piezas de exhibición, la más brillante fue sin duda la segunda y última propina del segundo concierto (la primera pertenecía también a la misma composición), la ‘Danza guerriera’ del ballet de Respighi Belkis, regina di Saba, tocada con enorme alegría, viveza y energía, con casi impecable precisión instrumental, ataques nítidos y unísonos, gran brillo y colorido, y sobre todo, con la implacable firmeza rítmica que requiere esta danza cadenciosamente salvaje, obstinada y obsesiva, mas sin perder la libre flexibilidad inherente a la música bailable (¡qué fácil es atropellarse en este fragmento cuando no se plantea y se ejecuta con escrupuloso y estricto control de ritmo y dinámica!).De las obras incluidas en los programas destinadas a mostrarnos la calidad y brillantez de la orquesta italiana y el magisterio de Chailly tal vez se pueda considerar la serie de fragmentos de Romeo y Julieta de Procofiev como lo más destacado de estos dos conciertos. Los músicos de la orquesta milanesa tocan con un fervor y una disciplina a las indicaciones del maestro que contagian al atento espectador el entusiasmo por la música que interpretan. Cada gesto, vivo, expresivo, ágil y no exento de cierta elegancia y destacada personalidad del maestro Chailly tiene su reflejo en la música que producen los atentos instrumentistas. Se establece así una espléndida comunicación entre director, orquesta y audiencia que da como resultado el disfrute de unas músicas coloristas, brillantes, de gran vivacidad y atractivo (el final de Los pinos de Roma, por ejemplo, sin llegar a la orgía de filigranas sonoras claramente distinguibles unas de otras y las expansiones dinámicas sin fin del añorado Celibidache, fue grandioso, de espectacularidad de buena ley y destacada belleza de sonido). La orquesta parece, en manos de Chailly, un instrumento dúctil, versátil, con un sonido algo ecléctico (aunque a veces se adivinan ecos del sonido cálido y de articulación fluida y cantable que obtenía el gran Carlo Maria Giulini en los dorados años de la Philharmonia o de la Sinfónica de Londres).Más que la potencia, la orquesta destaca por la redondez de su sonido, por su empaste, por el equilibrio realmente notable de sus varias secciones instrumentales (como ejemplo, el penetrante y bello sonido emitido por ocho trompas puestos en pie en el curso de la interpretación de La fundición de acero, apenas sobrevoló por encima de una orquesta entregada a producir con ardor y calidad enormes cantidades de decibelios; claro que la sección de cuerdas contaba con la proporción correspondiente a la presencia en el entarimado orquestal de diez contrabajos). Tal vez se eche en falta en esta orquesta cierta personalidad, un estilo sonoro propio que es fruto de una tradición interpretativa particular (lo cual no es de extrañar, dado lo joven que es la orquesta y la tendencia a la unificación sonora que impera hoy día en los conservatorios de todo el mundo, donde prima la técnica sobre la idiosincrasia de estilos y escuelas); mas para juzgar sobre ello habrá que esperar a futuras visitas, que ojalá se realicen lo más pronto posible, con programas de obras claves de las principales escuelas y períodos del gran repertorio sinfónico europeo.
Comentarios
Para escribir un comentario debes identificarte o registrarte.