España - Cataluña
‘Un monumento musical extraordinario con un reparto vocal de lujo’
Jorge Binaghi

El largo
título es como, modestamente, se presenta este espectáculo en la red del Liceu.
Lo de ‘monumento musical extraordinario’ es verdad indiscutible si se refiere a
las dimensiones (siempre recordando lo del tiempo que se hace espacio … o al
revés) de la obra. Por lo demás, basta con citar a Nietzsche y decir que se está
de acuerdo con él (así terminó abruptamente su idilio con Wagner) para decir
que todo es opinable, y también este caso. A mí solía indignarme, y son varias
las veces en que me he propuesto hacer mutis, pero ahora que estaba cerca y se proponía
de nuevo una puesta no demencial (como suelen ser las de Guth, por ejemplo en
su desnortada Bohème que se vuelve a
ver estos días en París) que ya conocía, pues …
Eso sí,
recuerdo que cuando la pandemia se estaba por dar un Lohengrin, cuyas pruebas habían comenzado. Supongo que lo más
adecuado era recuperar aquellos contratos y espectáculo pendientes, pero la
lógica parece ser otra. Personalmente, además, prefiero de lejos lo que inspiró
a Wagner el hijo que no el padre.
Con
respecto al espectáculo me había librado yo de hacer la crítica en 2011, de
modo que diré que, como de costumbre, todo reinterpretado y cambiado de época.
Parecemos estar entreguerras, dicen que en una clínica como la de La montaña mágica de Thomas Mann, pero
los pacientes son muy otros. Se proyecta al principio de cada acto un vídeo de
pies desnudos caminando que en el tercero calzan botas; son los de Parsifal que
de ‘loco puro’ (o parecido) termina de líder carismático un tanto nazi mientras
Amfortas y Klingsor reanudan su buena amistad, y el único que muere es Titurel
(no sin provocar una disputa y largas disquisiciones filosóficas sobre su
muerte).
Kundry,
que en su origen también moría, quema sus ropas de pecadora y se va con su
maleta a otros destinos (siempre muy sabia conociendo lo que se preparaba). Las
muchachas flores son unas alocadas démimondaines (alguna gritó bastante, pero
no de placer), Klingsor vaya uno a saber y el insoportable Gurnemanz que todo
lo sabe y todo lo dice diez veces (hasta lo importante que es el Viernes Santo)
parece un predicador de Biblia en mano, aunque al final reconoce al nuevo rey y
se declara dispuesto a servirlo.
Aunque
la lanza es fundamental y creo que sabemos qué tipo de heridas inflige a
Amfortas y Klingsor, ni texto ni dirección escénica lo especifican demasiado.
Buenas luces, buenos decorados y trajes para todos los gustos (que sean
adecuados o no es otra historia), una coreografía que no habría hecho falta
pero quizás había que explicar la presencia de un bailarín absolutamente
innecesario (Joaquín Fernández, buen trabajo).
Como
tantas veces se repite lo del Cid y su rey, ‘buen vasallo si tuviera buen
señor’: nadie vea una alusión a tiempos más recientes. Los intérpretes parecían
convencidos de lo que hacían, y me alegro por ellos y por los que se los creyeron.
Los
coros de niños y adultos estuvieron muy bien y la orquesta demostró -la
partitura es complicada- que ha logrado un muy buen nivel técnico. Mérito sin
duda del trabajo de Pons, que en Wagner y otros autores alemanes consigue
muchos mejores resultados que en Mozart u óperas italianas como ha podido
demostrarlo este mismo año. Como interpretación la encontré un tanto plana al
principio y más bien inclinada al forte, pero los artistas se oían casi
siempre y salvo en dos casos no es que tuvieran un volumen enorme.
Pasemos
al “reparto vocal (¿y qué otro había? ¿no era bueno?) de lujo” (una palabra que
se me ocurre poco adecuada a lo que pretende presentarnos este ‘festival
escénico sagrado’ … Nunca ópera, por Dios). La primera vez que la vi aún se
seguía la directiva de no aplaudir, y no era para evitar protestas. Además: ¿a
quién le quedarían fuerzas?
Así
Shuckoff compuso un protagonista más que correcto, con un agudo seguro (que era
algo que no siempre tenía). La voz está más oscura, fea y rígida, pero aquí eso
importa menos que, digamos, en Don José, y salió airoso incluso de pasajes
temibles como ‘Amfortas! Die Wünde!’ en el segundo acto (que sigue siendo el
mejor de los tres y el único donde hay verdadero teatro y drama).
Pankratova
estuvo vocalmente estupenda aunque la figura tal vez no la ayude. Hizo una
buena escena de la seducción aunque sin medias voces o piani seductores, y el
timbre es más para Ortrud o la Tintorera straussiana, pero entra dentro de las
posibilidades de la tradición. Su caudal es imponente y probablemente fue la
que obtuvo mayor ración de aplausos (había una buena asistencia, incluso
inocentes niños de escuela que espero no hayan salido disparados para no volver
a entrar nunca más. Al menos resistieron hasta el final). A mi lado dos jóvenes
claramente más interesados por los resultados electorales -tienen toda mi
comprensión- consultaban sin parar móviles y relojes, pero también siguieron
hasta el final. La mayor parte de las ausencias anticipadas se observó luego
del segundo acto. Una dama preguntaba: ‘¿todavía falta más?’, y la respuesta no
parecía ilusionarla.
Pape
está aún en más que sobradas condiciones de afrontar la agotadora (por muchos
motivos) parte de Gurnemanz y no pareció cansado y su voz resiste bien el paso
del tiempo. Esperemos lo mismo de su Felipe II próximo en Milán. Como actor
hizo lo que se le pedía y puso todo de su parte para hacer creíble su
personaje.
Goerne
fue un buen Amfortas con más volumen del que creía, pero sigo creyendo que es
mucho más para el lied que para la ópera (digamos que no es una voz tipo George
London, que me parece que es lo que se necesita para la parte).
Notable
el Klingsor de Nikitin, con poderío vocal y suficiente maldad (nunca creí que
esperara con tanto interés que apareciera alguien malo de veras en una ópera,
porque aunque Kundry sea la pecadora por excelencia, y de resultas de su abrazo
fatal lo contagia a Amfortas, en el fondo no es mala, o no del todo. Vaya, casi
seres humanos).
Los
demás estuvieron correctos en general en sus diversos niveles. No logro
comprender a quién se le ocurrió traer a un Burchuladze sin siquiera el volumen
y el color de otros tiempos (su afinación no fue nunca famosa) para cantar al
otro insoportable de turno, Titurel, que al menos muere tras el primer acto
aunque sigue dando guerra como cadáver en el tercer acto como he dicho.
Yo debo
de estar muy viejo porque apenas me indigné con el texto como antes, aunque
sigo comprendiendo a Nietzsche en su rechazo total. Pero sobre todo, como me
aburrí salvo en el segundo acto, el tiempo se me hizo espacio (o al revés),
pero no creo que ese sea el sentido oculto de la máxima wagneriana: ‘Zum Raum
wird hier die Zeit’ que citado en alemán queda como más fino y culto. Ya sé que
es más corta que Los maestros cantores,
pero sin ser un wagneriano acérrimo, qué diferencia...
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