Francia
Una ópera de aventuras barroca
Francisco Leonarte

Vienen, se van, una hechiza a un guerrero,
pero otra lo deshechiza con un anillo mágico, pero el otro quiere vengarse,
pero el guerrero protagonista que es amigo del otro guerrero entra en un
laberinto mágico, pero sale, pero luego se da cuenta de que no le quieren y se
vuelve loco y se desnuda, y la maga va y resulta que pierde sus poderes y
también está como loca, y alli todo el mundo está hecho un lío.
Si a eso añadimos parajes desoladores, lugares
encantadores, palacios, rocas, laberintos, es casi como una superproducción de Jolivú,
pero en vez de la sopa musical que suele acompañar a este tipo de películas,
estamos ante una de las partituras más sabrosas y variadas de Antonio Vivaldi,
el sacerdote rojo, el veneciano que según Stravinsky había conseguido escribir
cuatrocientas veces el mismo concierto (ay, este Stravinsky y sus boutades ...).
Se trata en efecto del Orlando furioso
de Vivaldi, a partir del best-seller del Renacimiento firmado por
Ariosto.
Y el otro jueves pudimos escucharla en versión
de concierto en el TCE (léase para los que carecen del esnobismo parisino, «Teatro
de los Campos Elíseos»).
Dirigía Jean-Christophe Spinosi su orquesta,
el Ensemble Matheus. Spinosi no se preocupa mucho de que el conjunto suene
bonito. No se puede hablar de uno de esos sonidos límpidos o aterciopelados,
pero tampoco suena a lata vieja, entendámonos. Un sonido correcto, un empaste
correcto de las cuerdas. Pero buena capacidad de reacción, buena adaptación a
los matices pedidos por su director, buenos solistas.
Y su director, Spinosi, les pide cosas muy
bonitas. Cuando, por ejemplo, en el tempo lento de la obertura la orquesta
suena pianissimo, y parece que el tiempo quede suspendido, uno se dice que
«esto va a ser cosa fina». Y así fue. Spinosi logró imprimir variedad a su
conjunto, pendiente siempre de instrumentistas y cantantes, pendiente sobre
todo de los distintos sentimientos recogidos según las arias, y pendiente de
las distintas evocaciones que la partitura contiene (pájaros, torrentes,
tempestades...). De forma que, con tal variedad, evita en todo momento la
monotonía.
Sólido equipo de cantantes
Entre los cantantes, tuvimos de bueno a muy
bueno, y hasta excelente. Adèle Charvet está empezando una bonita carrera. Su
volumen no es excesivo, pero su voz es flexible y su técnica sólida. Margherita
Sala tiene un bonito color, aunque no siempre el volumen suficiente para
sobreponerse a la orquesta durante las coloraturas en la sala (grande para la
ópera barroca) del Teatro de los Campos-Elíseos, caso similar al de Ana María
Labin, que sin embargo sí se lució en su aria lenta, con una voz etérea y
preciosos pianissimi. Brillaron Luigi di Donato, en el que tal vez sea el papel
menos agradecido, con una buena capacidad de coloratura (sobre todo para un
bajo), y Filippo Mineccia, que tenía EL caramelito del concierto, el famoso «Sol
da te mio dolce amore», en el que exhibió una notable mezzavoce y un buen
fiato.
Los dos protas
Pero si hay dos figuras que sobresalieron, por
número de arias y por los cantantes que las encarnaban, estas son la maga
Alcina y el valeroso Orlando.
Al parecer el propio Vivaldi prefirió a una
contralto antes que un castrato para en su día encargarse del papel de Orlando.
Y en efecto, grandes estrellas femeninas como Horne, Podles o la propia
Lemieux, lo han cantado con gran fortuna (la última, bajo la dirección del
propio Spinosi hace unos veinte años). Para el concierto que nos ocupa se
prefirió a un contratenor, el muy solicitado Carlo Vistoli. Y su encarnación
impresiona: coloraturas perfectas, timbre homogéneo, volumen, agudos y graves
bien redondos, capacidad de expresión y variaciones arriesgadas en cada da
capo. Ahí queda la cosa.
En cuanto a Marie-Nicole Lemieux, su emisión
sigue siendo soberana y sus notas extremas emitidas con mucha seguridad. Sus
ornamentaciones no siempre fueron nítidas, pero es que había decidido cambiar
la perfección canora por la entrega. Embarcada en una construcción de personaje
pasional, Lemieux metió toda la carne en el asador y se metió al público en el
bolsillo con una Alcina que fue, según los momentos y las arias, coqueta,
imperiosa, cariñosa, sensual, suspicaz, ingeniosa, desesperada, brutal,
terrible y hasta simpática. Toda una paleta de emociones en que Lemieux vibró e
hizo vibrar al auditorio.
El público, que había acudido hasta casi
llenar la sala, se lo pasó en grande. Servidor de ustedes, también.
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