Italia
Poesía cargada de simbolismo
Anibal E. Cetrángolo

En Italia, territorio sísmico por excelencia, la gente se
sorprende menos que en otros lados ante los caprichos telúricos, pero el que
afectó a la ciudad de L’Aquila en 1703 fue tan tremendo que se lo recuerda
todavía como “el gran terremoto”: murieron seis mil personas. Lejana
consecuencia de esto fue que, durante un tiempo, no se representaron óperas en
Roma en signo de penitencia.
Esto no impidió, de todas maneras, que el arte representativo,
aun aquel más sofisticado, hubiese de encontrar refugios en los palacios de los
principes de la Iglesia. La ciudad era un cosmos tan abierto que podía acoger a
un Cardenal como Pietro Ottoboni, sobrino del Papa, que alternaba su misión en
la Curia con la fundación de academias que suponían el perfeccionamiento en la
esgrima, la equitación y el baile. Ottoboni no era un frívolo, poseía una
sensibilidad notable ya que se preocupó por dotar a la parroquia de San Lorenzo in Damaso de una farmacia que
distribuía gratuitamente medicamentos a los pobres, quienes también eran
asistidos por un médicos.
Pero lo esencial para él
era reunirse con sus amigos y con ellos organizar fiestas, espectáculos de
marionetas, banquetes y serenatas. Su interés por la musica era central. El Cardenal escribió numerosos libretos de óperas, lo que no
debe sorprender si se piensa que antes que él, Giulio Rospigliosi, un colega
suyo que llegó a ser Papa, fue uno de los más relevantes libretistas de su
tiempo. Ottoboni escribió libretos para Alessandro Scarlatti -la ópera La Statira- y Bernardo Pasquini -Colombo overo L'India scoperta- que es
una de las primeras operas dedicadas al descubrimiento de América. Uno de los
amigos del Cardenal fue nada menos que Arcangelo Corelli que estuvo a su
servicio como violinista.
Descrito este ambiente de refinada cultura es ahora posible
imaginar la llegada a este círculo de un cierto jovencito del norte no
especialmente pulido. Un interesante contraste. Winton Dean, importante musicólogo, subrayaba hace tiempo
que cuando aquel joven Handel llegó a Roma carecía de cualquier refinamiento: “awkward
and unpolished”. Por ese motivo afirma Dean que los tres años y medio
que Handel paso en Italia fueron los que mayormente marcaron su vida.
Cuando el sobrino del Papa tuvo delante a este muchacho
protestante no pensó en inquisiciones sino en su talento musical y le encargó
una obra. Por lo que antes se decía, el encargo de Ottoboni no podía ser una
ópera, sino un oratorio, precisamente este Trionfo.
El texto fue de otro Cardenal, también libretista y mecenas de Handel,
Benedetto Pamphili
La música que compuso Handel contiene momentos sublimes,
tantos que el compositor pudo aprovechar esta música de juventud mucho tiempo
después. En sus años maduros llegó a traducir al inglés este trabajo de su
época italiana y además hubo de reciclar algunas arias en trabajos sucesivos,
como la tan celebre “Lascia la spina” que es el origen del aria más famosa del
compositor: la célebre “Lascia ch’io pianga” que será acogida en el Rinaldo que subió a las escenas del
Queen’s Theatre de Londres con texto de Giacomo Rossi.
En esta obra no hay personajes, hay alegorías, lo que es muy diferente. Las alegorías son entidades fuera de la historia, fuera del tiempo. La intención de la obra es ética más que religiosa.
Al tratarse de un oratorio, por cierto, no se prevé
escenificación alguna pero nosotros, como bien se sabe, damos centralidad a lo
que se ve por encima de lo que se escucha. La tentación de llenar este vacío
representativo, aunque lejanísima de la filología, es demasiado fuerte. Me
imagino el regocijo de cualquier director escénico de nuestros días al toparse
con esta obra. Sobre ella tienen la posibilidad de hacer cualquier cosa sin
temor alguno a la crítica de los pesados conservadores.
Fue así fue que esta música
fue presentada en los escenarios de Zurich y Milán con un decorado que remedaba
la cervecería La coupole de París.
Algo de ese tipo sucedió en Berlin donde todo sucedía en un restaurante de los
años 1950, pletóricos de borrachos y de monjas.
Después de estos avatares el oratorio desembarcó en
Venecia. La propuesta de La Fenice en el
Teatro Malibran presento dos protagonistas de gran experiencia en cada uno de
sus ámbitos.
La dirección musical fue confiada a un excelente
especialista del repertorio barroco y en especial handeliano, Andrea Marcon, quien
ofreció una lectura eficaz, dinámica, generosa en claroscuros caravaggiescos.
El grupo instrumental -un compromiso entre la filología y la necesidad de
emplear las fuerzas de la orquesta “tradicional” del teatro- fue de altísimo
nivel.
Algunos de sus
componentes fueron llamados a una prestación holística de gran compromiso como
fue el caso del excelente oboísta NIcolò Dotti que hubo de concertar con la
soprano en el aria “Ío sperai trovar meò vero” de la segunda parte. El primer
violín también mostró no pocos momentos de excelencia en las partes de
virtuosismo que prevé la partitura. Miriam dal Don estaba en la ocasión
remedando nada menos que a Arcangelo Corelli, quien fue el violinista de la
primera presentación de la obra.
También la concepción escénica fue acertadísima. Lejos
de connotar con improbables pretextos cuanto propone el cardenal Pamphili, el
factótum teatral de la ocasión, Saburo Teshigawara, consideró con extrema
inteligencia que lo que el libreto proponía no era un relato sino poesía, una
poesía cargada de simbolismo. Teshigawara no se preocupa de lo circunstancial y
esto coloca el trabajo del artista japonés en la antípodas de la propuesta de
sus colegas quienes, temerosos de aburrir al público, concentraron su labor en
lo que precisamente Teshigawara dejó de lado. El artista japonés no realizó homenaje alguno a la circunstancia. Su trabajo fue poesía pura, poesía
esencial.
Los agentes de su
acción coreográfica eran solamente cuatro estupendos bailarines, uno de ellos
el mismísimo Teshigawara. Son ellos los que con gran elegancia jugaron con un
único practicable: una estructura en forma de cubo que era movida en total
concierto con la gestualidad de los cantantes y la acción del otro gran
protagonista de esta sobria propuesta: la luz. El resultado fue sencillamente
bello, memorable.
El cuarteto vocal
en la ocasión fue integrado por profesionales solventes y de alto nivel. Eso
sí, parecía que su origen estilístico fuese heterogéneo. La soprano del grupo
posee las típicas características del cantante especializado en este
repertorio: gran disponibilidad, claridad de timbre, excelente afinación,
volumen limitado. En el otro extremo del espectro se mostraban los artistas que
representaron el Disinganno y el Tempo. Ellos no mostraron limitaciones en su
caudal vocal pero evidenciaron menor afiliación al ambiente filológico. El
mejor compromiso entre ambos limites, resultó, por ello, la prestación ofrecida
por Giuseppina Bridelli, quien personificó el Piacere con voz pastosa,
envolvente.
La parte de soprano prevé momentos de gran compromiso como las
extremadamente virtuosísticas arias “Un pensiero
nemico di pace” y “Voglio tempo” que Silvia Frigato resolvió a la
perfección incluso con los tempi muy exigentes que ha pretendido el director
musical. No siempre la soprano consiguió superar el volumen del foso y esto es
muy posiblemente debido al tipo de instrumentos empleados en esta ocasión.
Creo que la parte
del Piacere fue la tratada con mayor fortuna por el compositor. El personaje
ofrece por cierto oportunidades al juego expresivo y al conflicto interior. Lo
cierto es que Il Piacere canta, además de la mencionada “Lascia la spina”, la
estupenda aria “Tu giurasti” cuyo dramatismo fue robustecido por la propuesta
incisiva de Marcon. Otro momento del Piacere que fue muy bien resuelto en esta
ocasión fue la última aria del personaje, “Come nembo che fugge dal vento”.
El papel del Disinganno
es más sacrificado. Forzosamente la parte debe mostrar reproches, agobios y
esto no da gran pie ni a la expansión melódica ni a voluptuosidades en lo
teatral. De todas maneras fue muy digno el desempeño de Valeria Girardello.
La partitura
prevista para Il Tempo reserva momentos de interés como el aria final del acto
I. El intérprete del rol, Krystian Adam, mostró su capacidad vocal y expresiva en
toda su labor. Nos ha permitido gozar de sus hermosas mezze voci y de su
cantabilidad flexible.
Este oratorio
prevée algún momento de conjunto. En este sentido resulto muy hermoso el dúo
que compromete la Bellezza y el Piacere. En tal sentido, otra situación central
de este título convoca a los cuatro interpretes vocales: el estupendo número
que empieza con la participación de la Bellezza en la frase “Voglio tempo per
risolvere” que fue muy bien apoyado desde el foso.
El teatro casi al
completo con un público entusiasta.
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