Obituario

La inolvidable Reina Lear

Agustín Blanco Bazán
viernes, 16 de junio de 2023
Glenda Jackson © 2023 by BBC One Glenda Jackson © 2023 by BBC One
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Y de repente, murió. A los 87 años, después de una corta enfermedad y habiendo terminado hace unas semanas su ultima película, con Michael Caine. Alrededor de sus cincuenta abandonó una carrera artística que le había permitido acumular todos los premios internacionales posibles para una artista de cine, teatro y televisión para actuar por un cuarto de siglo como miembro del Parlamento británico. Después volvió a las tablas, a los ochenta, para unos meses como protagonista del Rey Lehar en el Old Vic. 

Y también para ganar su último gran premio en una obra televisiva, Elizabeth is missing que conmovió tanto como los grandes personajes que llevó a la pantalla, desde Isabel I de Inglaterra hasta Carlota Corday y Madre Coraje. Cuando le preguntaron porqué no había ido a las ceremonias hollywoodenses donde se le otorgaron sus dos óscares contestó: “¡porque estaba trabajando en otra cosa!” Y en su última entrevista, en respuesta a la pregunta de como conservaba incólume su energía de siempre, reflexionó: 

Tal vez por haber sido educada en un hogar donde cada día había que trabajar para comer a la noche. 

Con Glenda Jackson me topé personalmente cuando como ministro de transporte del gobierno de Tony Blair visitó la organización de Naciones Unidas en la cual yo trabajaba para disertar sobre política marítima. El protocolo no permitió más que un formal apretón de manos pero, ¡qué sufrimiento para mí no poder cruzar siquiera un comentario sobre alguna de sus películas! De cualquier manera, también entonces su actuación fue perfecta: no se separó siquiera en una coma del discurso anticipado por su oficina, que declamó con esa voz tan suya: seca, intensa y enfática donde debía serlo.

Y nadie que haya presenciado sus discursos parlamentarios habrá notado una disminución del histrionismo utilizado en el teatro y la pantalla: sólo en un país donde el arte teatral está al centro de la cultura nacional fue posible gozar de estas funciones extras, ese conocido histrionismo cinematográfico en combate con la hipocresía diaria de la política, viniera de donde viniera. Porque Jackson era uno de esos miembros de Parlamento que apoyaba, cuestionaba o se oponía a su propio gobierno de acuerdo a convicciones de acero, implacables en su asertividad e imbatibles en su sentido común. Pocos lograron ser tan convincentes como ella en la minoría que se opuso a la guerra contra Irak.  

Y nunca brilló más su estrella que el día en que la Cámara de los Comunes se reunió a rendir homenaje a la recientemente fallecida Margaret Thatcher. Luego de una serie de discursos incómodamente zalameros, Jackson destrozó el falso decoro de los demás parlamentarios con un formidable anatema contra la destinataria del supuesto homenaje, autora “del más atroz daño social, económico y espiritual infligido a este país, y el distrito y los ciudadanos que represento.” Después de espetar una serie de datos concretos sobre el thatcherismo como la causa de la ruina social que había deshecho la solidaria fábrica de escuelas, viviendas y hospitales que había caracterizado la solidaridad británica de postguerra, Jackson concluyó: 

Todo lo que aprendí a considerar vicios eran para el thatcherismo virtudes: avaricia, egoísmo, desprecio por el más débil, abrirse paso a los codazos,…todo esto era considerado como la única forma de salir adelante. 

Y en lo que respecta al cacareado mérito de haber sido Thatcher la primera mujer que había llegado a ser Jefa de Gobierno, Jackson concluyó: 

las mujeres que he conocido, que me criaron a mí y a millones de personas mientras trabajaban en nuestras fábricas y en nuestros negocios, y debían apagar las luces cuando caían las bombas no hubieran reconocido en su definición de feminidad a Margareth Thatcher como un modelo icónico. OK, si se trata de rendir tributo al primer Primer Ministro de género femenino: ¿pero a una mujer? No en mi opinión.  

Glenda Jackson se negó a presentarse a nuevas elecciones después del 2015, según ella para dar paso a gente más joven, pero en lugar de retirarse volvió a su rutina de siempre. Es así que en diciembre del 2016 me dirigí al Old Vic para verla precisamente con ochenta años en el rol protagónico de Rey Lear. ¿Una mujer en este rol? Bueno, sí, porque en el país de Shakespeare son tantos los experimentos que se hacen con sus obras que no faltan antecedentes en este sentido. Pero, aún cuando la vejez de Jackson era ideal para el rol, ¿tendría la energía suficiente para hacer “de hombre”?  

Para derrumbar estas aprensiones bastaron solo las primeras líneas: una vez en posesión de las mismas Jackson no parece haberse preocupado por su sexo sino por proyectar una convicción tan andrógina en sus alternativas de autoritarismo, desesperación o piedad como solo Shakespeare podía inspirar. Interrogada sobre su visión del personaje, esta gran artista por entonces recientemente emergida de la política simplemente comentó: “para mí lo más importante fue presentar a Lear como alguien a quien nadie había contradicho jamás en nada.” Solo así podía explicarse el despotismo inicial como el comienzo de su calvario.

Hacia el final la anciana Jackson apareció arrastrando a su Cordelia y exponiendo su extrema flaqueza sólo ocultada por un ligero camisón blanco. ¿Trataría de ocultar la inevitable decrepitud de sus años? ¡No!, el camisón, corto hasta la rodilla permitía admirar esas piernas casi esqueléticas sobre las cuales se apoyaba con una energía capaz de desafiar las leyes de la física mientras vociferaba su lamento con una dicción arrolladora y milagrosamente proyectada a la sala. Todo ello sin el más ínfimo amaneramiento porque Jackson sabía que para Shakespeare no se necesitan adornos. Basta con la claridad y la desnudez. Dos años después Jackson decidió volver a la TV interpretando en Elizabeth is missing a una anciana con Alzheimer en busca de una amiga desaparecida. Y también aquí llovieron los premios por una actuación de inolvidable convicción.

El resto es una vida como cualquiera. O por lo menos así insistía en contarlo ella a a cualquiera que osara acercársele para tratar de mostrarla como algo especial: nació en una familia muy pobre, trabajó como empleada en una mega farmacia inglesa y se fue a Londres para comenzar su carrera artística becada por la Academia de Artes Dramáticas.  Después siguió un rol tras otro en el teatro, la televisión y el cine.  ¿Y los premios? Pues se los pasaba a la madre, que de tanto lustrar los óscares les hizo perder el color original: 

Pero lo fundamental es entender que los premios no lo hacen mejor a uno. Si, claro que facilitan más contratos pero yo siempre acepto buenos libretos… 

Cuando después de varias colaboraciones con él, su admirado Ken Russell le pidió que participara en Los demonios, le dijo que no: 

se ofendió mucho y no me habló por mucho tiempo pero lo cierto es que ya estaba harta de tener que interpretar mujeres histéricas. 
En el caso de Isabel I me leí todos los libros que pude y el que más me ayudó fue el de una de sus ayudantes de cámara que una vez describió a esta reina durmiéndose sentada con un gesto tiernamente infantil: ¡un dedo en la boca! Y me dije, ¡ésta no me la pierdo! 

Quienes pretendían lucirse con declaraciones iluminadas sobre el arte teatral siempre se desilusionaban con una Jackson que todo lo reducía a la simplicidad de un trabajo cotidiano. ¿Cómo preparaba en general sus roles? Pues entregándose a ellos con el incomparable sentido de rutina con que los británicos atacan el arte que los ha hecho más famosos. Una observación suya hecha muy a la pasada es para atesorar: trabajando con George Segal para A touch of class, la película por la que obtuvo su segundo Óscar, le impresionó la intensidad puesta por los norteamericanos para sus roles. 

¡En cambio en Inglaterra, nos piden que hagamos tal o cual rol y simplemente dejamos el diario o el libro que estamos leyendo y nos ponemos a ensayar sin demasiado drama!

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