Francia
Un Castillo ruidoso
Francisco Leonarte
El castillo de Barbazul
es una de esas obras que no tienen igual en la historia de la música,
singularísima porque aun teniendo visibles influencias de muchas corrientes
distintas, al fin y a la postre no se parece a nada de lo que se escribió ni
antes ni después.
Alentada por un libreto
rico en símbolos, la música de Bartok propone sonoridades, ritmos y armonías
que solo más tarde serán explotados realmente por el propio Bartok o por otros
colegas suyos como Stravinski o Prokofiev. Todo con un perfume finisecular que
emborracha al más templado.
Quien esto escribe tuvo
la suerte de escucharsela en directo hace unos cuantos años a Pekka-Salonen
dirigiendo la Orquesta Philarmonia con John Tomlinson y Michele De Young en
TCE, y aquello fue una auténtica experiencia sonora y artística.
Lo del sábado pasado en
Bastille fue … otra cosa.
Una operación
Cuando toda una orquesta
se desplaza, estamos evidentemente ante una operación de prestigio o una
operación crematística. Financieramente, con más de 800 plazas sin vender (de
un total de 2600), y un buen número de invitaciones, el viaje de la Orquesta
simfònica del Gran Teatre del Liceu tal vez no fue un gran negocio, pero como
se trata de dinero público ...
En cuanto a la operación
de prestigio, los medios oficiales ya se encargarán de glorificar la velada,
con lo que la cosa está también cubierta desde ese punto de vista.
Cantantes de muchos
quilates
Para atraer al público -El
castillo de Barbazul es una obra maestra, pero eso no implica que sea
taquillera- se había llamado a dos cantantes de mucho prestigio, conocidos por
tener un buen volumen, Bryn Terfel (cuyo prestigio de hecho ya ha recuperado la
corona británica para hacerse publicidad nombrándole Sir) e Iréne Theorin, una
de las más ilustres wagnerianas de su generación.
Ambos, en efecto,
exhibieron un volumen importante. Pero sobresalieron, ante todo, por crear
verdaderos personajes, con matices, con teatralidad, con cuerpo.
Cuando la orquesta les
dejaba, escuchábamos a la niña temerosa que va ganando terreno y haciéndose
dueña, imperiosa, de la situación, o al hombre que de tenebroso pasa a radiante,
y de verdugo a víctima. Voces bien timbradas, con sutilezas vocales que no
siempre se le presuponen al brioso Terfel (en mucha mejor forma que en su
última Tosca en esta misma casa) ni a la wagneriana Theorin.
Decimos bien, «cuando
la orquesta les dejaba».
Cierto, Bartok no
escribió una obra de cámara, la orquesta es importante; la sonoridad de la sala
Bastille es complicada, y Pons no estaba en su casa.
Pero es lástima que en
buena parte de la obra, y aun sabiendo que estamos ante voces de buen volumen,
no pudiéramos oír a los cantantes -aunque les viéramos mover los labios- porque
la orquesta sonaba desmedida.
Es lástima también que
el director musical, falto de poder de evocación, no supiera rendir justicia a
la partitura, que de ser una fascinante sucesión de cuadros a cada cual más
rico y sorprendente, se convirtió en una sucesión de forti y de fortissimi
alternados con piani (sí, era en los piani cuando por fin podíamos oír a los
cantantes).
Lástima porque la
orquesta sonaba bien, tanto cuerdas como vientos, con algún que otro solista
notable (pienso en las arpistas, por ejemplo, o también en el trompa solista,
que mostró su capacidad de apianar cuando el director se lo pedía -que no era
precisamente cuando los cantantes intervenían...).
El público, se aburriera
o no, aplaudió cortesmente. Incluso se oyó algún tímido bravo, tal vez de algún
invitado agradecido.
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