Reino Unido
De dioses y mujeres: Una magistral versión de Diálogos de Carmelitas
Agustín Blanco Bazán

“Para un judío ateo como yo esta es una obra muy
interesante para hacer. Porque se trata de hacer
creer a la audiencia lo que los personajes creen. Yo personalmente no creo y ello me pone en una muy buena
posición para dirigir una ópera en la cual los personajes creen en algo. A mi
no me pueden acusar de caer en una rosada sentimentalidad católica.” Estas
reflexiones de Barry Kosky registradas en el programa de mano del Festival de
Glyndebourne me recuerdan las de aquel empresario londinense que alcanzó fama
organizado mega-festivales navideños: “¡Se necesita un judío para organizar
buenos festivales de navidad!” Verdad.
Tan imborrable es la religión del disco duro de los que
nos hemos criados en el catolicismo, que nos resulta difícil separar la obra de
Poulenc de la ritualidad eclesiástica anidada en nuestro subconsciente. Pero al
conseguir su propósito en esta, su primera versión de una obra que, confiesa, no
se había animado a hacer, este genial regisseur logró lo que nadie, a saber, el
incorporar a la ritualidad católica de la obra una conmovedora visión
existencial.
“En qué creen los que no creen” interroga un maravilloso
ensayo de Umberto Eco. Tal vez creer religiosamente es creer en el miedo, la
debilidad, y el destino. Sin ellos es imposible cruzar las fronteras de la vida
y la muerte con dignidad y aceptación. Buda lo expresa mejor cuando pide que no
crean en él, sino en lo que él representa.
Los diálogos que las carmelitas desarrollan bajo las
instrucciones de Kosky tienen lugar en un opresivo contorno donde,
literalmente, el claustro es claustrofobia. Todo transcurre entre muros de
concreto y sin ventanas.
Contra ellos vemos al comienzo al viejo Marques de la Force inclinarse
contra una pared de sólido cemento que lo oprime como sus angustias del pasado
y del porvenir. También “contra” los mismos muros se agolpan ocasionalmente las
monjas, en manos de Kosky no seráficas en su fe sino todas ellas tan apasionadas
como esa Madre Superiora que después de haber imprecado contra Dios muere en
brazos de la sorprendida y asustada Blanche de la Force.
La pasión y la claustrofobia
parecen ahogar a todas estas mujeres en las cuales la religiosidad no obsta a
la exhibición de una humanidad rebelde. Como los sacerdotes de la película De dioses y hombres, lo humanamente más formidable de estas religiosas son las contradicciones
y las neurosis que cargan hasta el momento de su entrega final.
Kosky no sólo ha anticipado su intención de hacer de ellas mujeres tan
verdaderas como las que viven fuera de los claustros sino de abrir la acción a
todos los tiempos: Los de la Force, padre, hijo e hija aparecen al comienzo
vestido como en la época de la Revolución Francesa, pero en el convento
Constance y Blanche se quejan de las dificultades de una plancha eléctrica. Y
también es eléctrica la pequeña lámpara adosada al lecho de muerte de la
primera madre superiora.
Y la contemporaneidad irrumpe brutalmente con una policía con cascos
antimotines que derrumban la pared izquierda y frente a la cual las carmelitas
se agrupan como corderos desesperados frente a un lobo. Esta aglomeración de
las unas con las otras que Kosky repite en los momentos más amenazadores y en
la escena final, es la más tierna y conmovedora alusión a la comunidad
religiosa de las condenadas que recuerdo haber visto en esta obra. Y es través
de la apertura del muro en ruinas que el rebaño desaparecerá oveja por oveja,
cada una realmente como ese cordero de Dios aludido en el libreto, al final de
la obra.
La abstracción y el minimalismo escénico
permiten elevar la ejecución de las ovejas a una especie de símbolo de martirio
universal y de todas las épocas: las condenadas se despojan mansamente de sus
pequeños crucifijos, sus ropas exteriores y, zapatos en mano, van cruzando
mansamente el muro en ruinas. Imposible dejar de pensar en las víctimas de
campos de concentración antes de pasar a las “duchas”.
En esta producción los implacables golpes
de la guillotina invisible son ilustrados con los pares de zapatos, uno por
cada golpe, arrojados a la escena con magistral sincronización por los verdugos
invisibles. Kosky: “Es muy fácil descender en el kitsch en los diez minutos
finales, cuando estos deben en cambio ser horrorosos y terribles. La audiencia
debe quedar agotada con el final de Carmelitas.”
Y así quedó la audiencia después del último
telón de esta première legendaria por
la magia de transmitir la ficción teatral al alma de esos espectadores. Porque
en estos casos no hay cortina final frente a la persistente vitalidad de un
drama de alguna manera tan existencial como la realidad de quienes lo
presencian. Finalmente todos nosotros dejaremos zapatos vacíos.
Similarmente lograda fue la dirección
orquestal de Robin Ticciati, el director artístico de la casa. Con la magistral
Orquesta Filarmónica de Londres, Ticciati logró desde los primeros compases
imponer con enfática claridad esa atmosfera de premonición e incertidumbre, de
religiosidad llena de dudas que Poulenc y sus religiosas predican como
verdadero “mensaje” de esta confrontación de vida y muerte ya desde las escenas
iniciales. Y los silencios que se permitieron Ticciati y Kosky fueron de una
intensidad verdaderamente al borde de lo que podía soportarse. En el medio de
uno de ellos, una carmelita rompe a llorar en un ataque de histeria que el
rebaño logra aplacar con conmovedora delicadeza.
Tal fue la ósmosis del elenco con la
orquesta y la escena que estoy tentado de remitirme a la ficha técnica sin
nombrar a alguien en particular, pero no: tal vez es necesario aludir a la asustada
e vibrante Blanche de Sally Matthews cuyo rostro es en algunos interludios
iluminado en medio de las sombras para destacar su protagonismo central.
Frente a ella Florie Valiquette interpretó
con un lirismo tan luminoso como su timbre a Constance, y Katarina Dalayman desarrolló
una histriónica Madame de Croissy, la prioresa aniquilada por lo que cree ver como una deserción de Dios en
medio de su enfermedad. Karen Cargill fue una similarmente apasionada Mère
Marie, tan intrusivamente arrolladora. Valentin Thill un Chevalier de la Force
ferozmente desesperado, casi con la frustración de un amante, frente a la
empedernida mezcla de timidez e intransigencia de su hermana Blanche.
El resto de estas carmelitas que zapatos en
mano terminan marchando literalmente descalzas a su calvario fue
conmovedoramente capitaneado por la nueva Madre Superiora, Golda Schultz cantó
con una voz tan espontánea como la sonrisa final con que trata de confortar a
sus religiosas antes de desaparecer, ella primera, a través del hueco de esa
muerte que por no verla la sentimos más que nunca y que como si fuera poco aquí
nos devuelve uno por uno los pares de zapatos que terminarán poblando una
escena finalmente desierta.
Como los zapatos que vemos en Auschwitz, el testimonio de vidas y destinos termina siendo finalmente representado por objetos que solo adquieren algún significado cuando pueden asociarse con testimonios de vidas truncadas y por ello mismo aleccionadoras; en todos los tiempos y para todas las religiones. En esto, supongo, creemos todos, incluso “los que no creen”.
Comentarios