Francia
Roméo et Juliette en Bastille: la ópera como vistoso entretenimiento
Francisco Leonarte

Entre los aficionados a la ópera, uno acaba
por distinguir dos categorías esenciales. Por un lado aquellos que buscan en la
lírica la íntima conjunción entre teatro y música, para terminar encontrando en
uno y otra una especie de reflejo de la realidad, la lírica como
espejo del mundo.
Por otro lado, y sin duda igual de legítimos
en su afición, están quienes buscan ante todo un espectáculo, entendido éste
como un aparato creativo que saque al espectador de la realidad para llevárselo
hacia otros mundos. La Lírica como evasión.
En el primer caso las actualizaciones,
portadoras de paralelismos con la sociedad en la cual el público vive, pueden
ser bienvenidas, pero toda incongruencia chirría y saca de quicio.
En el segundo las actualizaciones suelen ser
rechazadas precisamente porque dificultan la citada evasión, pero las
incongruencias no son redibitorias con tal de que produzcan efectos visuales o
musicales placenteros.
Los primeros suelen apreciar las puestas en
escena de Robert Carsen, por ejemplo, o incluso de Peter Sellars aunque a
priori puedan parecer feas. Los segundos tenderán a apreciar las puestas
en escena estetizantes como las de Robert Wilson.
Desde luego se trata de una esquematización
que no impide que haya matices, y personalidades más complejas, pero la
adscripción en general a una u otra de las dos categorías de aficionados a
la ópera puede explicar ciertas disensiones entre distintos sectores del
público.
Quien esto escribe ha tenido la suerte de
asistir, con dos meses de intervalo, a dos producciones muy distintas de una
misma ópera, Roméo et Juliette, de Gounod/Barbier y Carré/Shakespeare,
en los dos casos con el mismo tenor, el magnífico Benjamin Bernheim.
En la producción de la Ópera de Zurich, con
dirección escénica de Ted Huffman y musical de Robert Forés Veses, primaba ante
todo la identificación del espectador con los personajes, cuidando la
inteligibilidad, el fraseo, el sentido de cada gesto y de cada palabra, para
que el espectador viese y oyese a dos jóvenes enamorados hasta la médula
en un mundo que es completamente hostil a su amor. Los dos directores buscaban
(¡y conseguían!) transmitir emoción.
En la producción de la que se trata en esta
crítica, la de la Ópera de París, con dirección escénica de Thomas Jolly y
musical de Carlo Rizzi, lo que primaba era el llamado sentido del
espectáculo. Los dos directores buscaban que nadie se aburriese, que todas
las melodías sonaran bien, que todo fuese bonito.
Acto I: Julieta y los epilépticos
En su afán de hacer fuego de toda leña, Thomas
Jolly (que debe haber leído en algún sitio que había peste en la Italia del Trecento)
empieza por mostrar un cuadro de gente apestada durante los trágicos primeros
compases del preludio. Tras ese cuadro inventado por Joly, nada ni nadie
volverá a hacer alusión a la peste (entre otras cosas porque ni Barbier ni
Carré ni Gounod hacen tampoco la más mínima alusión al asunto), pero el
director de escena ya puede estar satisfecho de haberse sacado de la manga una ideíta
que no existe en otras producciones y que puede que haya impresionado a
alguien. Exit la peste.
Después de la peste vemos una especie de gran
escalera, inspirada en la escalera del edifico de la Ópera creado por Garnier.
No nos pregunten ustedes qué hace esa escalera en el Romeo y Julieta,
pero el mamotreto impresiona (aunque sólo sea por la pasta gansa que aquello
debe de haber costado), y Jolly toma el partido de enseñárnosla por todos los
costados haciendola girar y girar (adiós pues al posible efecto sorpresa: ya
nos lo ha enseñado todo en los primeros dos minutos). La cosa no parará de
girar (cansinamente y sin sentido aparente) durante toda la representación.
En cuanto la fiesta comienza en casa de los
Capuleto, se planta allí el cuerpo de baile, y ya no sueltan el escenario. Unos
movimientos como de epilépticos, inspirados del tecno y el hip-hop, acompañan
pues al Conde Capuleto, con una coreografía un poco como del «Madison» pero en
más modernete (algo así como la que puedan preparar las quinceañeras del Centro
de Actividades de Madroñales de Arriba sobre una canción de Beyoncé). Por
supuesto, los epilépticos están ahí, acompañando a Julieta en su famosísimo «Je
veux vivre dans ce rêve», atacado por Elsa Dreisig como un bonito vals con una
bonita voz y unos bonitos agudos. Todo muy vistoso aunque no tenga mucho
sentido.
Eso sí, como los espectadores somos
perfectamente idiotas, ahí está Jolly para explicarnoslo todo, y así cuando
Dreisig canta que «todo la embriaga», pues hay uno al lado haciendo el
borracho. Y cuando Mercutio habla de la reina Maab, sale de no-sé-dónde una
señora envuelta en tules que se mueve alrededor de los cantantes con ademanes
como de fantasma que tiene el baile de San Vito.
A Florian Sempey no se le entiende muy bien,
pero hace gestos y de cuando en cuando le pega a las consonantes -sobre todo si
hace como que está enfadado- … huy, pero ya estoy anticipando el acto tercero.
Volvamos a los bailarines, digo, volvamos al acto primero.
El bonito dúo de enamoramiento, los cantantes
lo bailan con una coreografía como de pavana o danza similar. Todo muy película
de Zefirelli. Y cuando Julieta queda sola, enterada de que se ha enamorado del
heredero de la familia enemiga de toda la vida, los epilépticos están ahí,
moviéndose desenfrenadamente mientras Dreisig recita trágicamente.
El balcón de la escalera o la escalera del
balcón
Y así llegamos a la escena del jardín, que
tiene lugar ... en un hueco de la escalera. Bueno, en un momento baja una tela
translúcida y se ve la silueta de Julieta, pero luego la tela se va y volvemos
al hueco de la escalera pero como la cosa no para de moverse, luego vamos al
centro de la escalera, pero antes ha aparecido gente por todas partes en la
escalera que se han vuelto a ir por todas partes (y aunque andaban buscando a
Romeo no lo han visto porque deben de estar ciegos). Vamos, la escena del
balcón de toda la vida pero sin balcón y con escalera y yendo de un sitio para
otro.
Eso sí, qué bien canta Bernheim. Qué agudos
tan limpios. Y qué timbre tan bonito. Y qué inteligencia para decir lo que
tiene que decir y hacérnoslo sentir. Y qué fraseo. Y qué mezzavoce, … bueno,
cuando Rizzi apiana la orquesta, en los lugares convenidos, para que la mezzavoce
pueda escucharse ....
El paseo en barca
Sale entonces una barca de debajo de la
escalera, rodeada de luces de neón, y en la barca va el hermano Laurent, y
aunque se supone que la barca va por el agua, Romeo no tiene problema en
subirse a la barca, y Julieta y Gertrudis tampoco, porque seguramente pueden
andar sobre las aguas, como tantos otros, ¿verdad?
El caso es que en la barca hay unas flores («¡Como
en todas las barcas del mundo cuando va dentro un fraile!», me dirán ustedes) y
con esas flores Romeo decora la barca como si fuese una tarjeta postal de
Venecia para turistas de Bollywood, y Gertrudis (la gran Brunet-Grapposo, en
quien cada nota es oro) hace una cruz con dos palos, y allí que se instalan
Romeo y Julieta como si se tratase de una visita guiada del tren de la bruja
pero en tren de enamorados, a distraerse mirando el paisaje mientras el cura
dice sus cosas. La inmensa música de Gounod ilustrada por imágenes
cursilísimas.
Y volvemos a 1940
Cuando se va la barca, sale el paje Stéphano
(Marina Viotti, que canta con volumen y que se merienda su aria) que se mueve
mucho. Tanto es así que poco a poco va saliendo gente con trajes de los años
treinta o cuarenta del siglo XX (¿pero no estábamos en el XIV?), pero todos en
negro, como vestidos para un funeral, que le ríen las gracias al paje.
Y el paje se encuentra con Julieta (que no
dice ni mu porque ni Gounod ni Barbier ni Carré ni Shakespeare ni nadie salvo
Jolly había previsto que saliera aquí, porque además no tiene sentido) y le
cuenta las verdades del barquero. Y cuando Julieta entra en casa sin haber
dicho ni pio, empieza de verdad la escena. Ahí es cuando Sempey (haciendo de
Mercutio) le pega a todas las consonantes para que se note bien que está enfadado:
y como el chaval tiende al histrionismo, pues se nota. Y sale Naouri, que es un
gran señor del canto, y aunque su voz ya no sea la de sus años mozos, tampoco
hace el papel de un mozo sino de un señor mayor.
El coro canta muy fuerte (y a veces tan fortissimo
que el sonido deja de ser hermoso). Y sale Boutillier haciendo de Duque (un
lujo, voz tan templada para papel tan corto). Y Bernheim/Romeo empieza su
hermosísima frase del concertante final (sólo que en vez del maravilloso tempo
lento, pleno de incertidumbre, que le imprimía Fores Veses en Zurich, Ricci le
da un tempo más rápido para que la melodía suene enseguida y todo quede «más
bonito»).
Una cama en el hueco de la escalera
Ahí están, rodeados de tubos de neón bajo la
escalera, Romeo y Julieta para cantar su hermosísimo 'Dúo de la alondra'. Sólo
que cuando cantan a dúo, Bernheim intenta una mezzavoce tiernísima, mientras
que Ricci y Dreisig prefieren seguir con voce entera, con lo cual a Bernheim se
le adivina lo que no se le oye. De todas formas el dúo es muy hermoso. Aunque
no necesariamente muy emocionante.
Se va Romeo (desaparece entre neones y neblinas, como si se tratase de un concurso de la tele) y llega el papá Capuleto con Gertrudis y el hermano Lorenzo (encarnado por Jean Teitgen, de voz robusta). Este último intenta apianar en la descripción de los efectos del narcótico, pero Ricci sigue a la suya. De nuevo la cosa resulta bonita sin emoción.
Emoción que sí da esta vez Dreisig poniendo toda la carne en el asador
para su segunda aria, «Amour ranime mon courage». Aprovecha Jolly que en el
aria Julieta habla de fantasmas, para meter en escena a los bailarines haciendo
de novias fantasmagóricas (¿Se habrá confundido Jolly entre Romeo y Juieta
y La monja sangrienta, también con música de Gounod?). De suerte que
cuando Julieta termina su aria, ahí están los bailarines vestidos ya de novias
para atacar la música de ballet.
Dos escenas que se suele cortar
El gran mérito de esta producción (al César
lo que es del César), es en efecto volver a introducir la escena de la boda
entre Julieta y el conde Paris con la música de ballet que fue compuesta ex professo
para esta misma institución cuando se llamaba Académie Impériale de Musique.
Música más que apreciable, tanto como la compuesta para el Faust para su
entrada, también en el repertorio de la Ópera de París, de la que Ricci consigue
dar toda la «bonitez» y sobre la que el coreógrafo Josepha Madoki, alias
Princess Madoki, construye una danza singular, muy inspirada del waacking, de
movimientos rápidos (sobre todo de brazos), bien resuelta escénicamente, con un
trabajo de grupo atractivo y no exento de humor. Sin duda uno de los mejores
momentos de la función.
La escena de la boda no tiene una música esencial,
pero es interesante escucharla, tiene sentido, y hay emoción (aunque haya que
deplorar que la dirección de actores de Jolly imponga a Dreisig rodar hasta
casi al final de la escalera, porque se nota que las dos últimas volteretas son
de pega).
Tras el interludio -que por supuesto Jolly
aprovecha para enseñarnos un sinfín de cosas que no sabíamos como por ejemplo
que el padre de Julieta está triste, que Gertrudis está triste, o que el conde
Paris también está triste- ...)- y mientras Julieta sigue en su barca (que no
ataúd) rodeada de velas como si fuera la Virgen de la Macarena en paso de
Semana Santa, transcurre la breve escena, a menudo cortada, en que el hermano
Lorenzo (y el público también) aprende que la carta contándole a Romeo la
verdad no ha llegado a destinatario. Una escena cortita pero que es meritorio
no haber cortado porque tiene su sentido y su música es apreciable.
Y la emoción llegó (aunque un poco tarde)
Y hay que esperar pues el último cuadro, el de
la cripta... ¡Huy perdón !, el de la barca iluminada por los cirios
bajo la escalera (que es sin duda como se entierra a las vírgenes de buena
familia en Italia), para que Dreisig y Bernheim puedan por fin dar emoción
(Ricci decide acompañarlos).
Y colorín colorado...
A la función del jueves 6 de julio fui acompañado por dos amigos neófitos. Y les gustó el espectáculo (buena cosa), aunque cuando les preguntaba, sólo sabían hablarme de lo buenos que eran los bailarines y lo espectaculares que eran los trajes: ni un sólo comentario sobre los cantantes, el argumento, la música... ¿Será que el argumento y la música eran lo de menos?
Todo muy bonito. El público aplaudió mucho en
las dos funciones a las que asistí (lunes 3 y jueves 6 de julio). Creo que los cantantes sinceramente lo
merecían. Y servidor, desde que estuvo allí, no ha parado de tararear las melodías
de Gounod. Aunque no soltara una puñetera lágrima.
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