España - Galicia

Tres angustias y tres silencios

Alfredo López-Vivié Palencia
viernes, 26 de enero de 2024
Andrea Tarrodi © 2023 by Anette Nantell (DN) Andrea Tarrodi © 2023 by Anette Nantell (DN)
A Coruña, viernes, 19 de enero de 2024. Palacio de la Ópera. Andrè Schuen, barítono. Orquesta Sinfónica de Galicia. Roberto González-Monjas, director. Andrea Tarrodi: Ascent; Gustav Mahler: Kindertotenlieder; Arthur Honegger: Sinfonía nº 3 “Litúrgica”. Ocupación: 90%
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A primera vista pudiera parecer que las tres obras del programa de esta noche están elegidas al azar, y sin embargo conforman un cartel tan atractivo como coherente. Es buena idea juntar una obra relativamente nueva, otra que no lo es tanto pero que nunca había sonado aquí, y una tercera que a pesar de su fama es rara de ver en atriles. Además, las tres tienen en común un componente angustioso, ya sea meramente imaginativo (Tarrodi), premonitorio (Mahler), o empírico (Honegger). Así que vayan de entrada mis felicitaciones al programador, y de salida a la Sinfónica de Galicia y a Roberto González-Monjas por su excelente desempeño en hacerlas realidad.

Aunque se esconda bajo el apellido de su madre, basta saber que Andrea Tarrodi (Estocolmo, 1981) es hija de Christian Lindberg para esperar una pieza que no esté escrita contra el público. Ascent, estrenada en 2015, es un concierto para orquesta de algo más de un cuarto de hora de duración, escrita para plantilla sinfónica convencional y arpa –con percusión extra, pero sólo con un par de trompas-. Según su autora, pretende representar un arco de sensaciones que nacen en las profundidades del mar, pasan por el caos urbanita, y arriban a un cielo estrellado.

No deja de sorprenderme que el género orquestal que inventó Franz Liszt hace casi dos siglos sea el predominante en la música que se compone hoy. Aunque, seguramente por mi escasa imaginación, el programa de las obras se me olvide en cuanto empiezo a escucharlas. Como en este Ascent, cuyo lenguaje no se avergüenza de querer conmover a la audiencia, y a partir de ahí lo que me seduce es el maravilloso empleo de los recursos tímbricos de la orquesta: al comienzo la ondulación de la cuerda y el poderío de la percusión mientras los contrabajos –espléndida, por cierto, esta sección de la OSG- se abren paso; el guirigay explícito pero no estruendoso entre maderas y metales en la sección central; y al final el rumor apenas perceptible de toda la orquesta acompañando al solo de violín en su registro más agudo.

En cambio, en los Kindertotenlieder de Gustav Mahler el texto es fundamental: sólo en el último de los poemas (“In diesem Wetter”) se alude expresamente a la muerte; y por eso sólo al final de la obra Mahler resuelve una angustia que su música deja en suspenso al acabar cada una de las cuatro canciones anteriores. Ahí está la clave de una buena interpretación de esta obra.

El barítono italiano Andrè Schuen (La Val, 1984) no tiene un instrumento potente, pero su voz presenta un registro oscuro de gran seguridad, recurre al falsete cuando debe hacerlo, y sobre todo frasea sin dejar ningún cabo suelto en el trasunto del texto (por no hablar de una dicción alemana impecable, que por algo es tirolés). No me atrevo a opinar sobre sus armónicos, porque en esta sala no hay forma de escucharlos. Sí, por suerte, se pudo escuchar un acompañamiento acertadísimo de orquesta y maestro tanto en transparencia como en atmósfera, con mi enhorabuena particular a la primera trompa.

No sólo esta noche la OSG tocó por primera vez en su historia la Sinfonía “Litúrgica” de Arthur Honegger, estrenada en 1946. Era la primera vez que un servidor –y apuesto a que el resto del público también- la escuchaba en vivo. Aquí sí el programa de sus tres movimientos es obvio: después de la II Guerra Mundial sólo cabe expresar el dolor, la súplica postrada, y la esperanza de la paz. Qué obra tan impresionante, y qué suerte haber estado presente: la experiencia de la escucha en vivo supuso ese reparto de dividendos emocionales que ninguna grabación puede ofrecer.

González-Monjas no se arredró ante la violencia insoportable del “Dies irae” e hizo sonar grande a su orquesta, con un metal poderoso y una percusión lacerante. En el Salmo 130, el empaste de la cuerda dio sentido a la oración contenida. Y el “Dona nobis pacem” sonó con más exigencia que petición gracias a que el maestro pucelano atinó con el implacable fondo de marcha, de nuevo en percusión y contrabajos, incluso tras la escalofriante disonancia en “fortissimo” de toda la orquesta que precede a la conclusión en calma.

Por eso, esta vez la aprobación del público no sólo se midió en aplausos –que por supuesto-, sino sobre todo en los tres largos silencios al acabar cada una de las tres interpretaciones.   

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