Obituario

El respeto a los mayores

Alfredo López-Vivié Palencia
lunes, 12 de febrero de 2024
Seiji Ozawa © U.S. Department of State from United States Seiji Ozawa © U.S. Department of State from United States
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En agosto de 1988 la Orquesta Sinfónica de Boston organizó en Tanglewood un concierto para festejar el septuagésimo cumpleaños de Leonard Bernstein. Uno de los fragmentos interpretados aquella noche fue el final de Don Quijote de Richard Strauss, con Mstislav Rostropovich al violonchelo y Seiji Ozawa dirigiendo. Al terminar, el homenajeado saltó de su asiento y fue corriendo a abrazarse y besarse con ambos. Apenas un año después, en julio de 1989 la Filarmónica de Viena improvisó un concierto en Salzburgo en memoria de Herbert von Karajan, fallecido unos días antes. Sir Georg Solti dirigió la “marcha fúnebre” de la Eroica, James Levine los dos últimos números del Requiem alemán, y Ozawa -hecho un mar de lágrimas- el “aria” de la Tercera Suite de Bach. Vi ambos conciertos por transmisión directa de la televisión pública española: eran otros tiempos.

Seiji Ozawa (Schenyang, China, 1 de septiembre de 1935 - Tokio, 6 de febrero de 2024) no habría llegado hasta donde llegó de no haber sido gracias al apoyo de esos dos gigantes de la batuta (en 2008 la Filarmónica de Berlín le eligió para dirigir el concierto conmemorativo del centenario de Karajan). También es verdad que fue Charles Munch quien le abrió las puertas americanas tras ganar el concurso de dirección de Besançon en 1959, accediendo primero a la Sinfónica de Toronto y después a la de San Francisco (mi primer contacto con Ozawa fue a través de su grabación con esa orquesta de Street Music, una pieza de William Russo que me resultó irresistible). 

Se pueden distinguir tres etapas en la carrera de Ozawa: Boston, Viena y Japón. Es posible que su llegada a la Sinfónica de Boston en 1973 se debiera al hecho de que para entonces tanto Karajan como Bernstein ya estaban explotando exitosamente con sus filmaciones la faceta más visual de la música, y que en consecuencia allí quisieran apuntarse a esa corriente contratando a un director joven (aún no había cumplido cuarenta años), exótico (por su procedencia y por su atuendo), y precisamente muy visual. En el podio, Ozawa clavaba los pies en el suelo pero de cintura para arriba mostraba la flexibilidad propia de un bailarín (vean el DVD del concierto de la Filarmónica de Berlín de 2003 en la Waldbühne, en el que Ozawa se lo pasó en grande con la música de Gershwin). 

Que se mantuviese en el puesto hasta 2002 sólo me lo explico por la alargada sombra de Bernstein en la ciudad, por la permanencia de la orquesta bajo el amparo de Deutsche Grammophon (donde con toda probabilidad llegó de la mano de Karajan), y -según Peter Andry (ex-presidente de EMI) en sus memorias Inside the Recording Studio- por la aún más alargada sombra de Ronald Wilford (mandamás todopoderoso de la agencia de representación CAMI). No obstante su maestría técnica y una memoria prodigiosa (solía dirigir los conciertos -y las óperas- con la partitura cerrada en el atril), los críticos en Boston reprocharon la falta de carisma de Ozawa así como un cierto deterioro en la personalidad de la orquesta: “pocos lamentaron su marcha a Viena”, escribe José Antonio Bowen en el Cambridge Companion of Conducting.

En esos veintinueve años -y coincidiendo con la aparición del disco compacto- Ozawa grabó todo tipo de repertorio, si bien con una clara preferencia por la música de ballet (Chaicovski, Prokofiev, Ravel), como por la música francesa, desde Berlioz a Dutilleux, y desde Debussy hasta Messiaen (cabe recordar que en ya 1967 grabó en Toronto nada menos que la Sinfonía Turangalȋla, y que en 1983 estrenó en París su ópera Saint François d’Assise). Por elegir sólo uno de esos discos, me decanto por el álbum que une el Romeo y Julieta de Berlioz con el de Chaicovski (“Feliz idea, feliz realización”, dijo en su día Ángel Mayo al reseñar ese registro): por una parte, el pulso finísimo que requiere la música de Berlioz; por otra parte, el dramatismo desgarrado de Chaicovski. Aunque también grababa con las Filarmónicas de Berlín y de Viena, y con la Sinfónica de Chicago (con esta última dejó en EMI un Concierto para orquesta de Bartók como no he escuchado otro igual).

De esa época -eran los primeros años noventa- recuerdo vivamente la primera vez que le vi presencialmente, con la Filarmónica de Berlín en la Philharmonie de la capital alemana: Una pieza de Toru Takemitsu (compositor del que Ozawa fue su mayor divulgador), la Primera Sinfonia de Mendelssohn, y justamente el Concierto para orquesta de Bartók. Estaba sentado en los bancos del coro, así que pude observarle de manera privilegiada: una variadísima e inequívoca expresión corporal y facial que estaba atenta al detalle pero que también dejaba tocar a la orquesta, y un resultado sonoro tan seductor como brillante.

Su etapa en la Staatsoper de Viena (2002-2010) se entiende -al menos en parte- por la poderosa influencia japonesa que por entonces llenaba el teatro un día sí y otro también. Influencia que tal vez vino de lo más alto, porque la Filarmónica de Viena (cuyos miembros son todos músicos en el foso de esa casa) actúa con cierta frecuencia en el palacio del Emperador del Japón. El Concierto de Año Nuevo de 2002 fue la culminación del orgullo patrio nipón a ambos lados del escenario del Musikverein. En la ópera asistí a una función de El Holandés errante: Ozawa no tuvo ningún remilgo a la hora de desatar el maremoto sonoro -es la ópera más ruidosa de Wagner- y a un ritmo vertiginoso que hizo que el espectáculo (versión en un solo acto) se me pasara en un suspiro. 

Ozawa llevó a su orquesta de Boston al Japón en más de una ocasión. Invariablemente, al terminar la gira -incluso cuando él no era ya su titular-, Ozawa pagaba de su bolsillo a todos los músicos unos días de descanso en un “resort” de lujo. Pero lo de ser profeta en su tierra le costó aún más. Estos días todos los obituarios en honor de Ozawa mencionan su libro de conversaciones con Haruki Murakami, que el famoso novelista escribió mientras Ozawa se recuperaba de un terrible cáncer de esófago: ahí se deja caer -sin explicar los motivos- que la Orquesta de la NHK (la principal agrupación del país) había vetado a Ozawa. De manera que tuvo que empezar de cero, fundando en 1984 la Saito Kinen Orchestra, en honor a su primer maestro, Hideo Saito. 

Su tardío éxito en Japón lo atribuyo a la buena costumbre que tiene el pueblo de ese país de respetar a sus mayores. Ozawa ya lo había demostrado con Bernstein y con Karajan (busquen por ahí una fotografía impagable de Dieter Blum en la que aparece el salzburgués hierático en un sillón mientras Ozawa, sentado en el suelo, le mira con arrobo). Después hizo lo propio con Saito. Y finalmente, cuando su orquesta japonesa ya había madurado lo bastante como para organizar sus propios festivales, mostró su respeto por los más mayores -Beethoven, Bach, Brahms o Mozart- en un tiempo en el que Ozawa ya tenía edad como para merecerlo él también.

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