España - Madrid
El arte que purifica el alma
Marianna Prjevalskaya
Los rayos
dorados del sol iluminaron el Auditorio Nacional aquella tarde, mientras el
público se dirigía a la entrada de la sala de conciertos más destacada de
Madrid. Hay que subrayar que es todo un gusto ver que los conciertos de música
clásica siguen generando tanto interés en la capital, y la verdad es que no es
sorprendente, porque todos los conciertos que ofrece la Fundación Scherzo son de
grandísimo nivel y los recitales de Grigory Sokolov siempre son de los más
esperados. Mi corazón sonríe al pensar que el público español aprecia y quiere
tanto a este artista.
Siendo yo
pianista, y con el paso de los años, quise escuchar a Sokolov de otra manera,
quizás más analíticamente y con mucha más atención de lo habitual, para
observar y descubrir más aspectos de su pianismo y su arte. Sin llevarme por
sentimientos y emociones transcendentes, como ocurría con tanta facilidad en
los años de mi juventud, esta vez al escucharle nacían observaciones y
preguntas que me hubiera gustado compartir con el maestro algún día en una
conversación, de músico a músico, de pianista a pianista. Pero de momento
prefiero dejar estas preguntas para mí misma, y mientras tanto expondré aquí lo
que más me impresionó de este recital.
La primera
parte del concierto estaba dedicada exclusivamente a J. S. Bach, en ella una
vez más Sokolov demostró increíble precisión tanto en la articulación como en
la ejecución de la ornamentación. Anteriormente, después de escuchar su recital
en Santander, ya había escrito que para Sokolov el principio y final de cada
nota es de inmensa importancia, igual que la intensidad que existe entre
cada una de ellas. Me permito imaginar que para algunos músicos y pianistas les
parecerá una exageración, pero a mí me gusta así, y es algo a lo que yo siempre
aspiro, porque la calidad se convierte en suprema.
Los cuatro Duettos
BWV 802-805 que Sokolov interpretó al principio del programa son unas
pequeñas joyas originalmente escritas para órgano y que deberían programarse
con mucha más frecuencia en los recitales pianísticos. Sokolov brindó una
interpretación de impecable claridad, diversidad de carácter, y con una
concentración de un oído muy sensible siguiendo cada paso y movimiento del
contrapunto a dos voces.
El Grave-adagio
de la Sinfonia de la solemne Partita BWV 827 en do menor se
presentó con la seriedad y retórica de una obertura francesa, pasando por un
delicado pero algo resonante Andante, y culminando en un Allegro
de carácter y energía de alto voltaje. El registro superior predominaba en la Allemande,
creando un tejido cantado casi transparente con adornos improvisados en las
repeticiones. En la Courante, quizás, me hubiera gustado escuchar un poco
más de variedad dinámica y flexibilidad rítmica, pero Sarabande
impresionó con su discurso sereno e íntimo, en el cual se hubiera apreciado el
silencio absoluto por parte del público. El Rondeaux y Capriccio cerraron
la partita con pulso y una definición polifónica y rítmica; desde luego su
interpretación de la Partita fue muy argumentada y es imposible
discutir sobre ella.
Debo señalar
que su uso del pedal en Bach es muy refinado, lo utiliza profusamente, pero
apenas se nota: la combinación de cambio rápido y frecuente, sin ir demasiado a
fondo, pero con una articulación tan definida, crea el efecto que el piano de
nuestros días tiene todo el derecho de ser el instrumento perfecto para la música
barroca.
Dejando el
mundo barroco aparte, el resto del programa se centró en el repertorio más íntimo:
dos ciclos de Mazurcas Op.30 y Op.50 de Chopin y Waldszenen
(Escenas del bosque) Op.82 de Robert Schumann.
Lo más
frecuente es disfrutar de las Mazurcas de Chopin interpretadas por Sokolov como
propinas, que él ofrece siempre con inmensa generosidad al final de cada
recital. Pero en esta ocasión presentó dos ciclos enteros que nos hipnotizaron con
una mezcla de delicadeza, elegancia, un exquisito rubato y un control y transparencia
de texturas construyendo un Chopin polifónicamente denso y armónicamente rico. Como
siempre, su Chopin es refinado pero profundo, y en él la danza se convierte en un
discurso emocional. Siendo un genial perfeccionista, en el buen sentido de la
palabra, su claridad de articulación y atención a los más minúsculos detalles
que ya hemos observado en la primera parte del concierto también se hicieron
notar en cada nota de estas Mazurcas.
Waldszenen
es una obra relativamente tardía, compuesta entre 1848-1850 y una de las favoritas del compositor. Aunque se parece en algo a los otros ciclos de
Schumann, como Papillons, Carnaval o Kinderszenen, el lenguaje
de las Escenas del Bosque tiene otro tipo de madurez: menos virtuosismo
y más profundidad emocional. Bajo los dedos de Sokolov esta colección de nueve
piezas se convirtió en un ciclo de poemas, desde Eintritt (Entrada), donde
la paz y serenidad reinaron a través de un fraseo equilibrado y fino,
colores cálidos y cuidado de matices, pasando por Jäger auf der Lauer (Cazadores
al acecho), de precisión rítmica, claridad de articulación y de carácter
apasionado incluso algo explosivo, típico de Schumann. Einsame Blumen
(Flores solitarias) destacaron por suavidad, sensualidad y un bello
equilibrio entre las voces, y Verrufene Stelle (Lugar encantado) cautivó
con su dolor, un sentimiento hasta algo siniestro, rigurosidad en las
semicorcheas y expresión retórica. Freundliche Landschaft (Paisaje acogedor)
y Herberge (Posada) inspiraron con su frescura y el Vogel als Prophet
(Pájaro como profeta) cantó misteriosamente en soledad, haciendo vibrar los
acariciados y delicados arpegios, contrastando con la calidez y plenitud de la
parte central como si fuera un dulce recuerdo. Jagdlied (Canción de caza)
destacó por estabilidad rítmica y precisión del ataque, mientras el Abschied
(Adiós) fue
la despedida más poética de este bosque encantado, cerrando así la segunda
parte del concierto.
Pero como es de esperar, el recital no terminó con Schumann. Obsequió el público con seis propinas, alternando Les Sauvages y Le tambourin de Jean-Philippe Rameau, y la Chaconne en sol menor ZT 680 de Purcell con Mazurcas Op. 63 No. 2, Op. 68 No. 2 y el Preludio No. 15 en re bemol mayor del Op. 28 de Chopin. No sé si hace falta describir con detalle cómo interpretó cada una de estas piezas, pero tal vez mencionar que como aquellos rayos dorados del sol iluminaron el auditorio antes del recital, Sokolov brindó esta paz y tranquilidad, purificando el alma e iluminando el interior de cada oyente con su arte, dejándonos a todos con muchas ganas de volver a escucharle en muchas más ocasiones en directo.
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