Francia
Duro destino ser tan amado
Francisco Leonarte
Luis XIV tenía
una prima, hija de Gastón de Orléans, quien fue hermano de Luis XIII y eterno
complotista. Esta prima de Luis XIV que ha pasado a la historia como La Grande
Mademoiselle («La Gran Señorita»), se distinguía por su carácter más bien
rebelde (hasta el punto de oponerse militarmente a su propio primo el rey
cuando este era un adolescente). Poseedora de una inmensa fortuna, se decía que
el único partido a su altura en Francia era el propio monarca, Pero Luis XIV
volaba más alto (se casó con la infanta María Teresa de Hasburgo), así que
intentó casar a su hermano Felipe con La Grande Mademoiselle. Pero ni una ni
otro estaban por la labor, y la prima rebelde se negó en redondo (otro acto de
rebeldía).
Y cuando ya
todo el mundo pensaba que la famosa prima se quedaba para vestir santos, la
dama se enamoró del llamado Péguilin (futuro duque de Lauzun), noble bastante
insolente y mujeriego apreciado por el propio Luis XIV y muy en boga en la
corte versallesca. Al parecer el propio Lauzun al principio no estaba muy por
la labor, pero luego, viendo que la cosa iba en serio, se rindió a los encantos
de la Gran Señorita («encantos» que según las malas lenguas consistían
únicamente en la enorme fortuna y la altísima posición cuasi-real de la dama en
cuestión...)
Sólo que
Lauzun, aun siendo noble, estaba muy lejos de la categoría social (y económica)
de la Grande Mademoiselle, y eso, en la muy jerarquizada sociedad del siglo
XVII, suponía un enorme problema, un problema de estado puesto que se trataba
una «nieta de Francia», como se llamaba a los hijos y nietos de reyes. Así que,
después de haber dado en un primer momento su consentimiento, Luis XIV cambió
de opinión y a los tres días mandó prender a Lauzun. Esto sucedía en 1670.
Lauzun pasó
diez años de su vida en prisión, purgando la osadía de haber puesto sus ojos en
una prima del rey (los historiadores también aventuran la inquina que le tenía
la favorita del rey Mme. de Montespan, o la posibilidad de que Lauzun hubiera
revelado secretos de alta política a los holandeses).
Sin embargo
Lauzun seguía teniendo amigos en la corte (aunque sólo fuera la famosa Grande
Mademoiselle que no cejaba en su empeño y que más de diez años después
terminará por casarse con él, … y una vez casados se separarán en menos que
canta un gallo. Pero eso es otra historia). El caso es que en 1676, cuando
Lauzun estaba pudriéndose de aburrimiento -y puede que de rabia- en prisión,
Quinault y Lully, respectivamente el libretista y el compositor creadores de la
ópera francesa, estrenaron Athys. Athys es la historia de un apuesto
noble griego de quien se enamora la diosa Cibeles. Athys no le corresponde,
pero tampoco puede desairarla. Al final Cibeles se dará cuenta de que no es
amada y, despechada, matará a la novia de Athys provocando así el suicidio del
propio Athys. Cibeles, arrepentida, decidirá transformar el cadáver de su amado
en un árbol: el pino.
Parece casi
evidente que en el lenguaje de metáforas y alusiones de la corte francesa, el
noble de quien se enamora la diosa era el pobre Lauzun, que había tenido
la mala fortuna de que una dama de demasiada alcurnia fijara su ojos en él,
manera esta de exonerarle de culpa y de discretamente defenderlo ante la
opinión real (no olvidemos que el propio Lully había llegado a la corte de Luis
XIV gracias a la Grande Mademoiselle...).
Sin embargo,
según varias fuentes el tema habría sido escogido por el propio Luis XIV, que
al parecer se identificaba con Athys, identificando a su (muy mansa y
consentidora) mujer María Teresa con Cibeles ... No hay más ciego que un
egótico.
Lo cierto es
que al monarca francés le encantó y que Athys constituyó uno de los
grandes éxitos del tándem Lully-Quinault, con una «escena del sueño», uno de
los mejores y más tempranos ejemplos de música imitativa en el repertorio
operístico, que rápidamente se convirtió en uno de los momentos preferidos por
el público.
Varios siglos
después, en los años ochenta del pasado siglo, en el momento de la «Baroque
Renaissance», la representación de Athys por las huestes de William
Christie con puesta en escena del especialista del barroco francés Villégier,
fue admiradísima, siendo hoy casi legendaria.
Al caso
Alexis Kossenko
encaraba la obra después de un intenso trabajo de depuración histórica,
investigando, gracias al Centro de Música Barroca de Versalles, con Benoît
Dratwicki, cuáles serían los ornamentos (o no) adecuados en los recitativos, el
tipo de fraseo, la orquestación (con intervenciones puramente puntuales de los
vientos), la composición de los coros...
Kossenko
dirigía la Grande Écurie (el conjunto creado en su día por el fallecido
Jean-Claude Malgoire) fusionado con Les Ambassadeurs (el conjunto creado por el
propio Kossenko).
Las
prestaciones de Kossenko siempre sorprenden gratamente. En este caso, aun
tratándose de una versión de concierto, optó por situar a la orquesta en el foso
(que sólo estaba semi-enterrado para la ocasión) y dispuesta en torno a él.
Kossenko, de pie, se giraba tan pronto hacia el público (o más bien hacia los
instrumentistas que daban la espalda al público) tan pronto hacia la escena
cuando los cantantes entraban.
De forma
bastante espectacular, no sólo entraban los cantantes cuando les correspondía a
cada uno, sino también en su caso el coro (cuya composición variaba según los
momentos), o incluso los instrumentistas de viento, creando así un movimiento
escénico que dió variedad visual al concierto. Además de variedad sonora, por
supuesto.
Kossenko es de
gestos muy muy amplios. La orquesta le sigue al dedillo, y hasta el más lego
(servidor de ustedes, por ejemplo) es capaz de seguir la música con sólo ver
los gestos del director. Sin embargo nada más lejos del efectismo o de la pose.
Los amplísimos gestos de Kossenko tienen auténtica correspondencia sonora,
consiguen galvanizar a la orquesta, funcionan.
No sólo eso, es
que además el resultado sonoro (que es de lo que se trata, ¿verdad?) es
magnífico. Brío, dulzura, divertimento intranscendente, momento decisivo,
contrastes, el espectador (ante todo auditor) no se cansa, y la música siempre
acompaña las intenciones del libreto.
La orquesta
suena pulcra, muy dinámica, con un continuo acertadísimo que no intervienen en
los momentos de danza, estupenda labor la de la clavecinista por cierto. Los
vientos sorprenden, divierten (al parecer se han realizado también
investigaciones sobre el tipo de instrumentos concretos en 1676, oboes y
cromornos, siendo particularmente llamativo el cromorno bajo). La percusión
relativamente sobria pero variada y siempre eficaz (máquina de truenos
incluida, por supuesto).
Estupenda
también la labor de Les Pages et les Chantres du Centre de musique baroque de
Versailles, en formaciones diversas según los momentos, y por tanto con colores
vocales diversos según las distintas intervenciones, variando en número y en
composición, resaltando en particular la utilización de voces blancas (los
pajes), y desde luego siempre inteligibles.
Plantel de solistas prestigioso
Comenzando por
Véronique Gens, un lujo siempre por su buena dicción y su voz carnosa y única
que no es ni de mezzo ni de soprano sino todo lo contrario. Encarna con
autoridad natural a la diosa Cibeles (por cierto, con un muy elegante vestido
rojo carmesí que venia que ni pintado para el papel), y con sensibilidad a la
mujer-diosa enamorada y despechada.
Otro lujo,
Thassis Christoyannis, el más francés de los cantantes griegos. Su
pronunciación es más que impecable, su volumen importante, su fraseo hermoso. Y
su capacidad de expresión, grande. Y siempre elegante.
De Gwendoline
Blondeel hemos a menudo alabado la bonita y fresca voz, el buen volumen, el
buen fraseo, y criticado una inteligibilidad deficiente (sin ir más lejos en el
David y Jonathas de Charpentier justo una semana antes en el mismo
Teatro de los Campos-Eliseos). Pues bien, quien esto escribe no sabría decir si
es trabajo llevado a cabo con Kossenko o si es esfuerzo de la propia Blondeel,
pero el caso es que en este Athys de Lully se le entendía todo, todo, todo.
Brava.
El papel
protagonista recaía en Mathias Vidal, tenor sólido especializado en el
repertorio barroco y en la opera-comique francesa del XIX. Buena capacidad de
expresión, buena inteligibilidad, Vidal sin embargo tiene a veces la costumbre
de negociar algunas notas con una suerte de gemido marca de la casa que puede
cansar a algunos auditores. En cualquier caso, muy implicado, tuvo un éxito
importante.
Completaban el
reparto en diversos personajes más o menos episódicos o decorativos, siempre
cantados con inteligencia por los distintos intérpretes, Hasnaa Bennani
(Doris), Virginie Thomas (Flore, une divinité de fontaine), Eléonore Pancrazi
(Melpomène, Mélisse), David Witczak (Le temps, un songe funeste, le fleuve
Sangar), Adrien Fournaison (Idas, Phobétor), Antonin Rondepierre (un zéphyr,
Morphée, un Grand Dieu de fleuve), Carlos Porto (le Sommeil, un Grand Dieu de
fleuve), Marine Lafdal-Franc (Iris, une divinité de fontaine) y
François-Olivier Jean (Phantase).
El público, que
había acudido bastante numeroso (digamos un ochenta y cinco por cien de las
butacas) respondió entusiasta a la versión de Dratwcki-Kossenko, a la dirección
de este último, a los distintos solistas y a todos los instrumentistas.
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