Reino Unido
Aigul Akhmetshina, una Carmen en busca de un buen regisseur
Agustín Blanco Bazán
Hace
algunos años, Aigul Akhmetshina, una alumna del programa Jette Parker para
jóvenes cantantes del Covent Garden, cantó allí Mércedès en un reparto de Carmen.
Y al mismo tiempo se las arregló para que la contrataran en el papel
protagónico de La Trágedie de Carmen, uno
de los estudios experimentales sobre la obra de Bizet de Peter Brook, que se
reponía en el Wilton Music Hall. En esta joya de sala alternativa, la única que
queda en el Este de Londres de los tiempos de Jack el Destripador, Akhmetshina
nos permitió augurarle una carrera que -aparte de haberla llevado a destacarse
en Salzburgo, Londres y otras capitales- parece haberla transformado en la
Carmen ideal. No sólo su voz es pareja, voluminosa y a la vez flexible y
maravillosamente intencionada en los fraseos; su presencia escénica es de esas
que pisan fuerte e inmediatamente atraen la atención de cualquier espectador.
Pero
ocurre que una cantante como ésta pide más que la fallida nueva producción
presentada recientemente por la Metropolitan Opera House de New York. Y esta
también nueva producción del Covent Garden tampoco le hace justicia.
Damiano Michieletto ubica la acción en
un contemporáneo pueblucho andaluz, con un puesto de policía alojado en un
edificio cuadrangular. Esta estructura sirve en el segundo acto como un bar nocturno;
en el tercero es un contenedor abandonado a los contrabandistas y en el cuarto
el camarín de Escamillo. El escenario giratorio permite que los interiores de
esta gran estructura alternen con un exterior descampado y desolador. Entre uno
y otro espacio transitan solistas y coro con cinematográfica agilidad. Tal vez
demasiado cinematográficas, porque Michieletto es un regisseur que no deja quietos a los
personajes o las comparsas ni un solo instante, confundiendo así el género
operístico que requiere momentos reflexivos para arias, dúos o quintetos con
una peli estilo Netlix. Es así que el público no puede fijar un minuto la
atención sobre los sentimientos de un personaje sin ser interferido por niños,
chicas y guapotes corriendo de aquí para allá todo el tiempo.
La regie
de personas incluye un momento de original dramaturgia. Al final del tercer
acto, Carmen parece dispuesta a aceptar los intentos de Don José de apaciguarla
con mimos amorosos. ¿Se quedará con ella? No. La noticia de que la madre está a
punto de morirse produce en este amante siempre indeciso el mismo efecto que el
clarín de la retirada al cuartel en el acto anterior. Esta vez Don José se va
con Micaëla y Carmen queda
sola y frustrada en medio de la escena. Nuevamente rechazada por emociones para
ella desconocidas, Carmen terminará optando por Escamillo.
Como ocurre frecuentemente en
Michieletto, sus buenas ideas terminan luchando contra intentos de originalidad
forzados y, por ello mismo, fallidos. En este caso el regisseur nos presenta una manola de negro, que no bien suena el
tema del destino después del preludio inicial se planta en medio del escenario
para mostrarnos con banal patetismo la carta de la muerte que previsiblemente,
terminará arrojando sobre el cadáver de Carmen al final. ¿Es la muerte o el
destino esta hembra que tan hieráticamente se cuela entre las comparsas durante
toda la ópera? No. Según Michieletto, se trata de … la mamá de Don José, que se
ha mudado desde Navarra para vivir más o menos cerca de ese hijo que quiere
controlar con la ayuda de Micaëla.
Aigul Akhmetshina repitió su Carmen de
voz oscura y expresivo fraseo. Esta producción la presenta como una emancipada
extremista, tanto en sus equivocadas entregas al amor como en la violencia, que
con la ayuda de la pistola amenaza a los policías que quieren evitar su fuga en
el acto primero. Piotr Beczala cantó un Don José de voz radiante pero pocos
matices de fraseo en un aria de la flor que coronó con un agudo que le salió
algo inseguro, con un semi-falseteado hilito de voz. Pero ni uno ni otro
alcanzaron a crear ese erotismo apasionado y contradictorio que finalmente termina
destruyéndolos. En otras palabras: hubo muchas idas, venidas o escarceos, pero,
tal vez por falta de más ensayos o instrucciones más detalladas, los
principales no se mostraron comprometidos con la atracción sexual y pasión
pedida por la obra.
El ingrato papel de Escamillo fue
representado por Kostas Smoriginas con unas coplas de Toreador espetadas con
todo el glamour y la bravura requeridas para rescatarlas de cualquier
mediocridad. Olga Kulchynska (Micäela) cantó estupendamente un aria que coronó
con un agudo de pasmosa espontaneidad, algo así como un suspiro. Fue una
Micäela de armas llevar; literalmente, hasta el punto de tratar de defenderse
con un rifle cuando es descubierta dentro del contenedor.
Antonello Manacorda comenzó empaquetando
la partitura con un vibrante preludio inicial, pero, a lo largo de una
interpretación a veces apresurada, no pareció prestar demasiada atención a las
posibilidades de los cantantes para desarrollar todos los matices
interpretativos requeridos en sus roles y malogró con sus apuros el quinteto
del segundo acto, que de cualquier manera fue maravillosamente cantado por
excelentes comprimarios.
La versión incluyó diálogos hablados, entre
ellos uno inventado por el regisseur,
como lo fue la novedad de mudanza de la mamá de José de Navarra a Andalucía. Otra
puerilidad fue la ilustración de los preludios a los últimos tres actos de unos
simpáticos parvulillos, cada uno con una enorme letra para formar carteles
indicativos del tiempo de la acción teatral: “al día siguiente” para la taberna
de Lilas Pastia, “la noche siguiente” para que el público interrumpiera con
risas la sugestiva introducción al acto tercero, y “días después” para el
españolísimo preludio final. Con ello los tiempos teatrales fueron alterados
con una arbitrariedad similar a los de la orquesta.
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