España - Galicia
Un gatillazo imperdonable
Alfredo López-Vivié Palencia
Muy buen aforo para el último
concierto de la temporada de la Orquesta Sinfónica de Galicia, en esta ocasión
con su anterior titular Dima . Dos obras fundamentales de la música
escandinava configurando un programa breve (sesenta minutos de música) que
atrajo a la fidelísima audiencia de la orquesta por encima de acontecimientos
futbolísticos, y particularmente a un servidor que tenía verdadera curiosidad
por ver cómo se desenvuelve Slobodeniouk -finlandés de adopción y de formación-
con la música de .
Pero antes, Edvard
La orquesta -hoy capitaneada (y
no por primera vez) por la concertino invitada irlandesa Mairéad Hichey- tocó
como en sus mejores noches. Precisamente es de justicia destacar la labor de la
cuerda en su conjunto, por su empaste intachable y por su delicadeza en tantos
momentos como los que esta música requiere, lo cual se cobró el premio en uno
de esos silencios del público que denota que algo mágico está ocurriendo. La
única tacha hay que ponerla al final de “en la cueva del rey de la montaña”:
ahí Slobodeniouk no midió bien el equilibrio de fuerzas de la orquesta y no
pudo escucharse la madera, ahogada por metales y percusión.
Para la Quinta Sinfonía de Jean Sibelius se mantuvieron únicamente los
cinco contrabajos que habían intervenido en la primera parte. Mal augurio,
pensé para mis adentros, porque la música orquestal del maestro finlandés exige
un espesor sonoro que ha de sustentarse en la cuerda grave. Aunque también es
cierto que in illo tempore escuché
esta misma sinfonía de la mano del gran Paavo
“Mientras la mayoría de
compositores contemporáneos se afanan en preparar cócteles de todos los colores
e ingredientes, yo ofrezco al público pura agua fría”. Son palabras del propio
Sibelius que no han de llevar a equívoco: el agua fría no significa frialdad en
la interpretación -como parece ser la norma en la mayoría de los directores
finlandeses actuales-; al contrario, el agua fría es sinónimo de la intensidad
de un compositor -en acertada expresión de
Para mi alegría, Slobodeniouk
también lo entendió así, y no le restó un ápice de expresividad a una obra que
desborda esa cualidad. Hubo en su versión esa constante inquietud que impulsa
el primer movimiento hasta que encuentra el luminoso motivo de las trompas (por
cierto, espléndido el quinteto de la OSG que lidera con seguridad y valentía
Marta Montes); como también hubo técnica batutera y virtuosismo orquestal del
mejor en la complicadísima carrera que lleva a su abrupta conclusión (tres
hurras para el timbalero Fernando Llopis). El Andante salió impecable, ni
moroso ni atropellado, con ese lirismo en las maderas al que Slobodeniouk acertó
en darle su carácter interrogante, entre lastimoso y contemplativo.
Es decir, los dos primeros
movimientos no son resolutivos, y es preciso esperar al tercero para despejar
la cuestión. Es más, hay que esperar hasta el mismísimo final de ese
movimiento, que, de nuevo, discurre de manera sinuosa mientras llega, de nuevo,
el glorioso tema de las trompas, que después se desarrolla lentamente con una
tensión insoportable hasta los acordes finales. Slobodeniouk lo comprendió
también así, construyendo con fuerza y paso a paso esa conclusión. Hasta que
tan súbita como incomprensiblemente aceleró al triple el tiempo en los siete
últimos compases antes de llegar a esos últimos acordes, diluyendo la tensión
antes de hora.
No es que en la partitura
haya nada -que no lo hay- que indique semejante apresuramiento donde
Slobodeniouk lo aplicó; es que si Sibelius necesitó hasta seis acordes para
resolver -y además separados por pausas que deberían resultar eternas- es
porque la tensión debe ser creciente hasta el penúltimo de ellos. Como es
tristemente lógico, el deliberado gatillazo discursivo y emocional de
Slobodeniouk provocó que dichos acordes finales sonasen superfluos (por no
hablar de alguien del público que comenzó a aplaudir tras el primero de ellos),
arruinando por completo el efecto de la obra.
Comentarios