España - Galicia

Un gatillazo imperdonable

Alfredo López-Vivié Palencia
jueves, 20 de junio de 2024
Dima Slobodeniouk dirigiendo la OSG © 2023 by Ovidio Aldegunde Dima Slobodeniouk dirigiendo la OSG © 2023 by Ovidio Aldegunde
A Coruña, viernes, 14 de junio de 2024. Palacio de la Ópera. Orquesta Sinfónica de Galicia. Dima Slobodeniouk, director. Edvard Grieg: Peer Gynt, suites 1 y 2, opp. 46 & 55; Jean Sibelius: Sinfonía nº 5 en Mi bemol mayor, op. 82. Ocupación: 90%
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Muy buen aforo para el último concierto de la temporada de la Orquesta Sinfónica de Galicia, en esta ocasión con su anterior titular Dima Slobodeniouk. Dos obras fundamentales de la música escandinava configurando un programa breve (sesenta minutos de música) que atrajo a la fidelísima audiencia de la orquesta por encima de acontecimientos futbolísticos, y particularmente a un servidor que tenía verdadera curiosidad por ver cómo se desenvuelve Slobodeniouk -finlandés de adopción y de formación- con la música de Sibelius.

Pero antes, Edvard Grieg. Reconozco que considero Peer Gynt como una música intrascendente, agradable de escuchar y poco más. Hasta esta noche en la que Slobodeniouk me hipnotizó -a mí y al resto del público- con una interpretación que convirtió estas breves piezas incidentales en una obra tan seria como hermosa. Está claro que Slobodeniouk no dejó nada al azar en los ensayos: la naturalidad con la que se despertó la célebre “mañana”, la elegía serena en “la muerte de Aase” y en “la canción de Solveig”, o el pulso exquisito en la “danza de Anitra”.

La orquesta -hoy capitaneada (y no por primera vez) por la concertino invitada irlandesa Mairéad Hichey- tocó como en sus mejores noches. Precisamente es de justicia destacar la labor de la cuerda en su conjunto, por su empaste intachable y por su delicadeza en tantos momentos como los que esta música requiere, lo cual se cobró el premio en uno de esos silencios del público que denota que algo mágico está ocurriendo. La única tacha hay que ponerla al final de “en la cueva del rey de la montaña”: ahí Slobodeniouk no midió bien el equilibrio de fuerzas de la orquesta y no pudo escucharse la madera, ahogada por metales y percusión.

Para la Quinta Sinfonía de Jean Sibelius se mantuvieron únicamente los cinco contrabajos que habían intervenido en la primera parte. Mal augurio, pensé para mis adentros, porque la música orquestal del maestro finlandés exige un espesor sonoro que ha de sustentarse en la cuerda grave. Aunque también es cierto que in illo tempore escuché esta misma sinfonía de la mano del gran Paavo Berglund con cuatro contrabajos y el resultado fue más que satisfactorio. Felizmente se disiparon mis temores, y Slobodeniouk hizo un Sibelius a lo grande, pastoso y redondo, con una orquesta que exhibió todo el cuerpo del que es capaz.

“Mientras la mayoría de compositores contemporáneos se afanan en preparar cócteles de todos los colores e ingredientes, yo ofrezco al público pura agua fría”. Son palabras del propio Sibelius que no han de llevar a equívoco: el agua fría no significa frialdad en la interpretación -como parece ser la norma en la mayoría de los directores finlandeses actuales-; al contrario, el agua fría es sinónimo de la intensidad de un compositor -en acertada expresión de Glenn Gould- “apasionado pero antisensual”.

Para mi alegría, Slobodeniouk también lo entendió así, y no le restó un ápice de expresividad a una obra que desborda esa cualidad. Hubo en su versión esa constante inquietud que impulsa el primer movimiento hasta que encuentra el luminoso motivo de las trompas (por cierto, espléndido el quinteto de la OSG que lidera con seguridad y valentía Marta Montes); como también hubo técnica batutera y virtuosismo orquestal del mejor en la complicadísima carrera que lleva a su abrupta conclusión (tres hurras para el timbalero Fernando Llopis). El Andante salió impecable, ni moroso ni atropellado, con ese lirismo en las maderas al que Slobodeniouk acertó en darle su carácter interrogante, entre lastimoso y contemplativo.

Es decir, los dos primeros movimientos no son resolutivos, y es preciso esperar al tercero para despejar la cuestión. Es más, hay que esperar hasta el mismísimo final de ese movimiento, que, de nuevo, discurre de manera sinuosa mientras llega, de nuevo, el glorioso tema de las trompas, que después se desarrolla lentamente con una tensión insoportable hasta los acordes finales. Slobodeniouk lo comprendió también así, construyendo con fuerza y paso a paso esa conclusión. Hasta que tan súbita como incomprensiblemente aceleró al triple el tiempo en los siete últimos compases antes de llegar a esos últimos acordes, diluyendo la tensión antes de hora.

No es que en la partitura haya nada -que no lo hay- que indique semejante apresuramiento donde Slobodeniouk lo aplicó; es que si Sibelius necesitó hasta seis acordes para resolver -y además separados por pausas que deberían resultar eternas- es porque la tensión debe ser creciente hasta el penúltimo de ellos. Como es tristemente lógico, el deliberado gatillazo discursivo y emocional de Slobodeniouk provocó que dichos acordes finales sonasen superfluos (por no hablar de alguien del público que comenzó a aplaudir tras el primero de ellos), arruinando por completo el efecto de la obra.

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