Austria
Bruckner 200Bruckner claro en Salzburgo
Josep Mª. Rota
Los Berliner Philharmoniker y su director, Kirill Petrenko, se presentaron el
domingo en Salzburgo dentro del ciclo “Orquestas invitadas”. Y lo hicieron con
la Quinta de Bruckner, que vino muy rodada, pues acababa de darse los días 23 y
24 en Berlín, como comienzo a la nueva temporada de
conciertos. Petrenko la había interpretado recientemente en Granada y en Rávena, y la volverá a interpretar en Berlín en el mes de septiembre. No puede hablarse
aquí, pues, de improvisación o de dejarse llevar por el momento y el lugar. La
visión del maestro austro-ruso parece clara y es evidente que Petrenko tiene
algo que decir; otra cosa es que a uno le parezca bien lo que dice o no.
Dispuso la orquesta a la antigua, con los segundos y las violas a la derecha, chelos en el centro y contrabajos a la derecha, detrás de los primeros violines, con las trompas al lado. Los Berliner Philharmoniker son un instrumento fabuloso, que impresiona, no ya de escuchar sino hasta de ver. Los músicos de la sección de madera, que tienen numerosos solos en la partitura, estuvieron estupendos en claridad y presencia; la sección de metal, como bloque, fue colosal; finalmente, la cuerda sonó compacta y brillante. Un conjunto de primerísimo nivel, que produce un sonido bellísimo y redondo.
La visión de Petrenko de la Quinta permite una comprensión casi académica del contrapunto bruckneriano, pero le resta unción y solemnidad. Al maestro le duró la sinfonía una hora y doce minutos. No fue una versión rápida (el primer movimiento se alargó hasta los 25 minutos), pero sí liviana. A pesar de la aparente brevedad, nunca resultó atolondrada. En el primer movimiento, los temas aparecieron siempre expuestos de manera clara, casi transparente, y Petrenko respetó las pausas con calma, aunque la coda resultó a todas luces precipitada.
El segundo movimiento avanzó de manera lineal, sin estira y afloja, bajo la férrea batuta del director (el gesto de Petrenko es claro, preciso, hasta puntilloso), sorteando los numerosos escollos que presenta la partitura. El Scherzo tuvo vigor, pero sonó poco a danza rústica y casi más a elegante baile vienés.
El punto culminante de la sinfonía está su final1. Esto puede parecer de Perogrullo, pues casi siempre es así. Pero no en Bruckner. Por ejemplo, el punto culminante de la Sexta es el primer movimiento, mientras que en la Séptima es el segundo2. Diferente también de los casos en los que el punto culminante es el último movimiento, como la Cuarta o la Octava; en la Quinta, este punto se encuentra en el coral final (a partir del compás 583, con la indicación Chorale bis zum Ende fff). Sin embargo, todo está ya anunciado desde el principio, en la primera intervención homofónica del metal y se reafirma luego en el punto central (compases 338 a 345) del primer movimiento. Como Wagner con su Lohengrin, aquí también Bruckner empezó a componer por el final, empezando con el Finale y el Scherzo en febrero de 1875, para seguir con el primer movimiento y el Adagio en 18773. Ambos lo tenían claro.
Petrenko guio la orquesta con firmeza y seguridad hasta el esperado coral (Bruckner requiere paciencia y su Quinta, más). Sin embargo, a pocos compases del final, un caprichoso doble regulador estuvo a punto de arruinarlo todo. Tras los cinco acordes conclusivos, estalló en la sala una tremenda ovación. Un Bruckner claro, que, a lo que se ve, tiene sus entusiastas, aunque no es mi caso. De todas maneras, un gran concierto.
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