España - Madrid
Avdeeva: un escrupuloso autodominio
Pelayo Jardón
Avalada por una encomiable trayectoria, presentándose con una sugestiva tarjeta de visita romántica, Yulianna Avdeeva ha colocado muy alto el listón en el primer recital de la temporada de Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo. Avdeeva fue en 2010 la primera mujer después de Argerich que ganó el Concurso internacional de piano Chopin. Empero, y amén de ciertas concomitancias en su repertorio, el parecido entre ambas se queda ahí. Porque, a diferencia de Argerich, visceral hasta la temeridad y la incertidumbre -cuando ganó el concurso Chopin, allá por 1965 en Varsovia, un envidioso la definió como un infierno sobre ruedas- Avdeeva, a la que también caracterizan su inteligencia y pujanza, resulta, empero, un ejemplo de brío encauzado por la certeza de un escrupuloso autodominio.
La primera parte estuvo dedicada a Chopin y como entrante, eligió las Cuatro mazurkas, op. 30, ese Chopin bajo cuya sombra tantas generaciones de pianistas, profesionales y diletantes, han crecido y florecido; y en el que la intérprete no pasó por alto las vaporosas transparencias intervocales que dejan brillar los cantos intermedios ni esas tenues antítesis dinámicas que prestan a tales obras ese enfoque de lirismo recóndito que es como un oasis en el que descansar, una mansión familiar a la que regresar para refugiarse y que, ya en tiempos de Proust, a finales del siglo XIX -cuando a la sazón se consideraba una música algo pasada de moda- hizo murmurar en una soireé a la Princesa des Laumes que, pese a las veleidades ignaras de todos los esnobismos, Chopin siempre sería delicioso. Eso es lo que el público enterado demanda y lo que pianistas como Avdeeva ofrecen: un reencuentro con un pasado que por un momento vuelve a cobrar vida y que es una referencia emocional y ácrona.
Algo similar, por su carácter lenitivo que, trascendiéndolas, hermana épocas y fronteras, puede decirse de la lectura que hizo de esos pasajes de la Barcarola que recuerdan la luz de una acuarela de Turner o del Preludio en do sostenido menor, cuya nebulosidad y vacilación armónica por momentos anticipan a Scriabin. Antes del receso, tocó la Gran polonesa brillante y el Andante spianato que, aunque algo posterior en el tiempo de su composición, la precede; un Chopin menos abstracto que el del Preludio, más narcisista y enjoyado que nos devuelve, como un daguerrotipo, la imagen de un sueño de aristocratismo y evasión, de orgullo y prejuicio.
La segunda parte del recital estuvo consagrada a Liszt. Avdeeva interpretó las tres obras sin solución de continuidad. Todo un acierto por su parte la elección de las dos primeras, crípticas, lóbregas, ambas muy tardías -compuestas en 1885 y 1881 respectivamente-, y que atestiguan, en estos tiempos actuales en los que el edadismo campa por sus fueros, lo que la juventud interior de un compositor que a la sazón era ya un anciano pudo conseguir al proponerse continuar por la senda de la renovación formal.
Dos obras muy alejadas en carácter e intenciones a las de ese Liszt sensual que, junto al Chopin de la Gran polonesa brillante, fascinó a la jeunesse dorée de 1830 y que arrojan luz de cómo supo reciclarse y crecer estilísticamente hasta en sus últimos días sin caer en la complacencia del autoplagio. Tanto en la Bagatela sin tonalidad, una suerte de pesadilla en forma de vals de salón que, como su nombre indica, carece de una tonalidad definida, como en Unstern, todo un ejercicio de disonancias representan las semillas que germinarían en Viena un par de décadas más tarde.
El plato fuerte de la segunda parte del concierto y de todo él en su conjunto fue la Sonata en si menor, obra culmen de Liszt, icono de desafiante originalidad, valiente en su carácter subversivo y orgánicamente congruente dentro de su marcada heterodoxia. Avdeeva brindó una exégesis memorable tanto desde el punto de vista técnico, por su diafanidad sin mácula, como por esa musicalidad imprescindible sobre la que se fundamenta la continua transformación melódica, armónica y rítmica del material temático de la obra: impecable prosodia; acordes graníticos; filigranas que, pese a ser delicadamente murmuradas, se escuchaban hasta en las butacas de la última fila, como deseaba el propio Liszt.
Pero, habida cuenta del punto de vista de la pianista rusa, más analítico e intelectual que plástico y colorista, con un predominio de la línea sobre el color, el punto álgido del concierto tuvo lugar cuando acometió el scherzo fugato, ese momento en el que Liszt nos vuelve a sorprender cuando todo lo que había que decir parecía dicho y que Avdeeva bordó con ese punto de asertividad fatal e inexorabilidad arquitectónica que el pasaje requiere.
Como propinas, en fin, la pianista tocó el quinto Vals de Chopin, en la bemol mayor, op. 42, sobriamente interpretado, rápido y ligero como si se tratara de un frívolo aire de ballet, y la Mazurka n.º 25 en si menor, op. 33.4, también de Chopin, que fue una forma de regresar al punto inicial del concierto.
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