España - Galicia

Trato sin truco

Alfredo López-Vivié Palencia
martes, 5 de noviembre de 2024
Diego Martín-Etxebarría © 2020 by Wikipedia Diego Martín-Etxebarría © 2020 by Wikipedia
Santiago de Compostela, jueves, 31 de octubre de 2024. Auditorio de Galicia. Emilia Pérez, soprano; Lucía Iglesias, soprano; Lucas López, barítono. Real Filharmonía de Galicia. Diego Martín-Etxebarría, director. Gioachino Rossini, El Barbero de Sevilla: Obertura, Una voce poco fa, Largo al factotum, Dunque io son; Wolfgang Amadè Mozart, Las Bodas de Figaro: Obertura, Dove sono, Deh vieni non tardar, Sull’aria, Susanna or via sortite; Domenico Cimarosa, El Matrimonio secreto: Obertura, Udite tutti udite, Se son vendicata, Cosa farete? Via su parlate; Johann Strauss, El Murciélago: Obertura, So muss allein ich bleiben. Ocupación: 95%
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El concierto comenzó con un minuto de silencio en memoria de las víctimas de tragedia ocurrida esta semana en Valencia. Bien está el gesto por su valor simbólico, y por lo que anticipó sobre la actitud del respetable durante la función. Esta noche de disfraces y caramelos el público no era el de siempre: el Auditorio registró aforo prácticamente completo -imagino que parte serían familiares y amigos de los protagonistas- y por una vez el silencio se mantuvo sin interrupciones de ningún tipo -conste que hoy vi a muchos niños en el patio de butacas-, más que para aplaudir con ganas al final de cada número.

Se trataba de presentar esta noche a tres jóvenes cantantes gallegos, las sopranos Lucía Iglesias (Lugo, 2000) y Emilia Pérez (O Carballiño, 1999), y el barítono Lucas López (Monforte de Lemos, 2000). Muy buena idea y muy feliz realización. Los tres mostraron excelente dicción y buenos instrumentos -naturalmente, siendo “millenials”, sus voces aún no están hechas del todo-, una educación cursada con aprovechamiento -la proyección de la voz todavía ha de mejorar, pero nadie intentó nada que no pudiese hacer-, y sobre todo ganas de agradar -venciendo los lógicos nervios de quien no está acostumbrado a cantar con una orquesta detrás-.

Lucía Iglesias tiene voz de soprano ligera, que acentúa con su actitud pizpireta en las tablas, ideal para la Adèle straussiana. Por eso, acostumbrado a escuchar a Rosina en tesitura de mezzosoprano, al principio me chocó que Iglesias escogiese ese papel, aunque también es cierto que el personaje lo agradece. También me chocó que introdujese tantas y tan extremas ornamentaciones en la famosa aria “Una voce poco fa” -en mi gusto, demasiadas, aunque reconozco que musicológicamente esto es un terreno muy resbaladizo-. No obstante, Iglesias se contuvo en sus intervenciones mozartianas y cimarosianas.

Emilia Pérez, por el contrario, posee un instrumento más redondo y con mayor color -más maduro-. Cantó “Dove sono” con una elegancia y con una serenidad impropias de alguien tan joven (es decir, comprendió el personaje de la condesa, atribulada pero condesa al fin y al cabo). Otro tanto regaló al público en el dúo “Sull’aria”, dicho con esa belleza inefable que hace de este número una de las joyas de la ópera de Mozart, en una preciosa aleación de voces con su compañera Iglesias.

Lucas López parece que apunta a eso que los expertos llaman “barítono Martin”, aunque tal vez esa impresión sea fruto sólo de su juventud. En cualquier caso, defendió estupendamente el celebérrimo “Largo al factótum” sin dejarse ni una de sus innumerables y vertiginosas sílabas, y alcanzando con solvencia a los extremos de su tesitura. También me gustó, como contraste, el aplomo con que cantó “Udite, tutti udite” de la pieza de Cimarosa. Por cierto, qué alegría reencontrarse, aunque fuera en una pequeña ración, con esta ópera deliciosa.

La Real Filharmonía hizo mucho más que acompañar, no sólo porque a la orquesta le correspondió dar las oberturas de las cuatro óperas, sino sobre todo porque las cuatro exigen una delicadeza extrema en el apoyo a los cantantes. Para eso estaba a la batuta Diego Martín-Etxebarría (Bilbao, 1979), quien demostró que ha aprendido el oficio en la mejor escuela del mundo, que son los teatros alemanes de provincias.

Escuché alguna dureza en los números rossinianos, tal vez porque la orquesta aún no estaba caliente, o -más probablemente- porque la levedad y el pulso de la música de Rossini están reservados a unos (muy) pocos elegidos. Pero todo lo demás fue como una seda: Martín-Etxebarría no sólo supo mimar a sus cantantes -siguió su respiración y nunca les tapó- con un tejido orquestal cálido y empastado, sino que trabajó las oberturas a fondo. Valga como ejemplo la de El Murciélago, sin grandes dosis de rubato pero también sin ápice de vulgaridad, con la inteligencia suficiente como para que sonase brillante, limpia y auténtica (qué bien articulada la cuerda en el vals).

Y hablando de la genial opereta de Johann II, el trío de la despedida del primer acto salió divertido pero contenido (como debe ser, con sonrisas pero sin carcajadas, porque de otro modo no se escucha esa música maravillosa). Lo mismo que el brindis en honor del champán del segundo acto, que todos ofrecieron como propina a un público que hizo patente con sus aplausos que cantantes, orquesta y maestro se habían ganado su favor.  

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