Barcelona, domingo, 16 de marzo de 2003.
Gran Teatre del Liceu. Il viaggio a Reims, de Gioachino Rossini. Dramma giocoso in un atto. Libreto de Luigi Balocchi (estreno, 1825). Director de escena: Sergi Belbel. Escenografía: Estel Cristiá y Max Glaenzel. Vestuario: Javier Artinano. Iluminación: Albert Faura. Coreografía: Keith Morino. Elena de la Merced (Corinna), Paula Rasmussen (Marchesa Melibea), Mariola Cantarero (Contessa di Folleville), María Bayo (Madama Cortese), Josep Bros (Cavalier Belfiore), Kenneth Tarver (Conte Libenskof), Simón Orfila (Lord Sidney), Nicola Ulivieri (Don Profondo), Enzo Dara (Barone Trombonok), Angel Odena (Don Alvaro), Stephen Morscheck (Don Prudenzio), José Ruiz (Don Luigino), Claudia Schneider (Delia), Mireia Pintó (Maddalena), Mercé Obiol (Modestina), David Alegret (Zefirino), Alex Sanmartí (Antonio), Jordi Casanova (Gelsomino). Flauta: Joan Renart. Arpa: Margarita Arnal. Orquesta y coro del Gran Teatre del Liceu. Maestro del coro: William Spaulding. Director musical: Jesus Lopez Cobos. Aforo: 3200 localidades. Ocupación 100%
0,0002521Il viaggio a Reims de Rossini, definido en el libreto de Lugi Balocchi como "dramma giocoso in un atto", en realidad es una 'cantata de circunstancia' compuesta por el inefable pesarés para la consagración en Reims de Carlos X como rey de Francia en 1825. Tras su recuperación del olvido, en el Festival de Pesaro en un ya lejano 1983, esta ópera, dividida por conveniencia teatral en dos partes, no ha dejado de viajar por el mundo, atracando anclas, por fin, en el glorioso Gran Teatro del Liceo.Poco importa que fuera fruto de un encargo político. Su inicial función propiciatoria, para afirmar la fama de un autor interesado, en su etapa parisiense especialmente, en integrarse en una sociedad burguesa y bien reaccionaria y el mero interés económico, aspecto práctico del 'Gran Gioacchino', nada sacan a la genialidad compositiva. Poco importa que esta música fuera posteriormente transportada casi integralmente en Le comte Ory, ópera francesa de Rossini que, curiosamente, ha llegado a ser obscurecida por la difusión de este Viaggio que continua imparable su camino hacia una estable presencia en el llamado repertorio.Aun rozando continuamente lo absurdo y manteniéndose muy en línea con la precedente y más elaborada follia organizzata que Rossini había sarcásticamente y de forma más corrosiva expuesto en sus óperas bufas, la acción teatral del Viaggio, lejos de ser dramática, tiene sin embargo muchas situaciones supuestamente serias por la formulación de la forma, por ejemplo, de recitativo, aria y cabaletta o la del típico dúo tripartito en adagio, cantabile y stretta final. Pero precisamente por eso ofreció en su subterránea double face irónica, estímulos al autor que supo, una vez más, componer unas músicas de las que brotan, como de un manantial, frescos y jugosos, la melodía y el contrapunto.Desde un principio, es decir desde Pesaro, con la genial y alusiva dirección escénica de Luca Ronconi, hasta la más reciente edición producida por el Teatro de Helsinki, que confió la puesta en escena al dramaturgo, nobel de literatura y regista italiano Dario Fo, Il viaggio a Reims es una ópera en la que se miden los más prestigiosos directores de escena; se requiere una formulación dramatúrgica personal para resolver la inconsistencia teatral de un texto poblado por la friolera de dieciocho personajes cuya única finalidad es organizar el viaje desde la localidad de Plombiers a Reims. La acción se desarrolla en el Hotel del Lirio de Oro, un balneario de lujo donde se da cita lo más encumbrado de la aristocracia europea, dispuesto a emprender el fatidico Viaggio con tal de rendir pleitesía al nuevo monarca francés.Sus percances, sus líos, sus manías, sus amores, sus inevitables celos, sus debilidades humanas finalmente, encuentran ecos en la hacendosa administración del Hotel por parte de la dueña, 'Madama Cortese' (un nombre que es una garantía, como lo fue la presencia de María Bayo que hizo muy convincentemente la labor de ama de casa, tanto en lo escénico cuanto en lo musical) y por su ejército de criados. Pero la larga espera, amenizada por Rossini con su música electrizante y sabrosísima, termina con la imposibilidad de llegar a Reims por falta de caballos y con una apoteosis, muy sospechosa aunque celebrativa, de la figura, al parecer históricamente de perfil bastante bajo, del mencionado rey Carlos.Comprensible, por parte de la dirección artística del Gran Teatro barcelonés, la preocupación de encontrar una lectura que fuera al mismo tiempo innovadora y que garantizara el nivel regístico al que nos hemos ido acostumbrando en las ediciones pasadas del Viaggio. Apostando sobre el valor en alza de un dramaturgo catalán, autor, traductor y regista teatral de clara fama internacional se arriesgaba un camino ya recorrido recientemente con las producciones de Bieito, que han dividido público y crítica y que, sin embargo, han tenido la indiscutible fuerza de provocar una reacción, a menudo desproporcionada por el mero hecho teatral, de la crítica y del respetable.También la actitud modesta, hasta el extremo de parecer una pose, pero que personalmente considero sincera, de Sergi Belbel en declararse totalmente ajeno al mundo de la ópera, podía revelarse un arma de doble filo. Pero el regista catalán ha trabajado larga y honradamente sobre el aspecto teatral, con un respeto sincero a las razones de la dramaturgia musical, subrayando con un instinto envidiable, señal de una experiencia en el teatro que no le viene de segunda mano, logrando un resultado que no se exagera en definir exaltante.El merito principal de su puesta en escena, sin baches ni carreras en las mallas de un ritmo sostenido con un perfecto crescendo de situaciones brillantes y no convencionales, fue la de acertar en lo que debería ser siempre el primer logro en una acción teatral: la total complicidad del público, que se le entregó sin reservas desde un principio, aun en un espacio tan inmenso como es el del Liceo, con una participación subrayada, además que con fervientes aplausos, con sonoras y liberatorias carcajadas.La preciosa escena, de hecho fija en su estatuaria plasticidad: el interior del balneario dominado por una serie de columnas en fuga perspectiva que contorneaban una piscina termal de verdad, con agua y chorros de sugestivo efecto y donde se zambullían no solo los figurantes extras, sino incluso algunos de los solistas (un cantante que aceptara ser tirado al agua y, sobre todo, continuar cantando: ¿dónde se ha visto antes?), se debió a Estel Cristiá y a Max Glaenzel. El vestuario oportunamente llamativo en los trajes de baño, cada uno de nacionalidad definida (genial el del 'Lord Sidney', cuyos boxer componían la bandera británica, que correspondió a la voz de Simón Orfila, el mismo que cantó en ... ¡remojo!), fue firmado por Javier Artinano, otro colaborador habitual de Belbel, mientras que la perfecta iluminación fue realizada por Albert Faura. Discretos, pero eficaces, los movimientos coreográficos, de Keith Morino.Pero lo que pasó en escena fue mucho y exigiría una larga descripción escena por escena: por todas se ilustra la del dúo entre la poetisa 'Corinna' (una espectacular Elena de la Merced, toda una sorpresa por belleza de voz y habilidad en el canto) y el donjuanesco 'Cavalier Belfiore' (el impagable Josep Bros, que cada día canta mejor y que escénicamente se reveló sabrosísimo divirtiéndose y divirtiendo), comenzado en una bañera de mármol con dos esculturales masajistas y terminada en un autentico lodazal por el uso extemporáneo e incontrolado del barro terapéutico. No menos intensa la actividad regística fuera del espacio escénico: el foso transformado en una piscina, Jesús Lopez Cobos, que además de dirigir con acierto y con buen pulso la óptima orquesta del Liceo y el partícipe coro, instruido a las mil maravillas por el maestro William Spaulding, de controlar admirablemente a los 14 -digo ¡14!- solistas del concertante a capella, se prestó a entrar en bata y a bajar por una escalera al foso. La entrada por la platea de la 'Condesa de Folleville' (una autoirónica e inapreciable Mariola Cantarero que supo aprovechar magníficamente su exuberancia física y vocal definiendo un personaje inolvidable, por lo deliciosamente histérico y por la pizca de ninfomanía, subrayada por el magistral uso de una voz que está en su pleno apogeo), los saltitos del 'Barón de Trombonok' (un mito en la personificación de Enzo Dara, justamente festejado como el rossiniano de autenticidad más controlada y que este rol lo lleva en la sangre desde hace veinte años, es decir ¡desde la primera función de Pesaro!), los amores incontrolados del ruso 'Conde Libenskof', confiado a la voz del tenor negro, sin embargo blanquecina y apretada en la terrible tesitura de su parte, Kennet Tarver y de la polaca 'Marquesa Melibea', la mezzo americana Paula Rasmussen, cuya fama internacional, francamente, pareció desmesurada comparada a los limites evidentes de su vocalidad, las proezas del italiano 'Don Profondo', Nicola Ulivieri de timbre indeciso, pero suficientemente extrovertido escénicamente, y del español 'Don Alvaro', el barítono tarraconense Angel Odena, fueron todos subrayados por la minuciosa y detallista dirección de escena, en la que encontraron posibilidad de emerger también los llamados personajes menores -todos muy comprometidos en el canto- confiados a Mireia Pintó ('Maddalena'), Claudia Scheneider ('Delia'), Stephen Morscheck ('Prudenzio'), Jordi Casanova ('Gelsomino'), destacando entre ellos al barítono Alex Sanmartí ('Antonio') y, sobre todo, la mezzo Merce Obiol, bien caracterizada 'Modestina' y el veterano tenor Josep Ruiz, 'Don Luigino': un autentico lujo en cualquier reparto.Si algo hay que reprochar a la inocencia operística de Sergi Belbel fue la didascálica rebelión final de las masas, supuestamente revanchistas frente al dominio de una clase aristocrática en plena crisis de identidad. La acción fue traspuesta a los tiempos de la dorada 'Belle Epoque', a principios del siglo XX, en un clima de anteguerra (la Primera Mundial); lo que no fue molesto, todo lo contrario. Pero el uso de las proyecciones, escasamente visibles por buena parte del público, de hechos históricos a partir de la Revolución Francesa hasta la época actual, resultó un pegote que, en una auspiciable reedición del espectáculo, habría que obviar, dando un sentido a lo que muchos no entendieron. Estoy de acuerdo en la duplicidad de 'Madama Cortese', que como Rossini -segun Belbel- está a mitad de camino entre la nobleza y el pueblo, alabando a la primera y buscando la comprensión del segundo, pero es una idea que, en esta peculiar situación dramática y con esta música, debería tener otro arreglo y solución. Lo que no deja de mantener alto el interés de conocer otras producciones de Belbel, que además de haberse revelado como autentico protagonista de este Viaggio, se anuncia como uno de los más creativos directores de escena entre los dados a conocer en los últimos tiempos.
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