Bruselas, jueves, 29 de mayo de 2003.
Teatro de La Monnaie. Jovanchina (estreno, San Petersburgo, 21.02.1886), libreto y música de Modest Musorgsqui. Intérpretes: Willard White (Ivan Jovansky), Pär Lindskog (Andrei), Glenn Winslade (Golitzin), Ronnie Johansen (Chaclovity), Anatoli Koscherga (Dosifei), Elena Zaremba (Marfa), Hélène Bernardy (Emma), Robbin Leggate (escriba), Marten Smeding (Kushka) y otros. Dirección escénica: Stein Winge. Escenografía: Chloë Obolensky. Vestuario: Claudie Gastine. Orquesta y coro (director: Renato Balsadonna) de la Monnaie. Dirección de orquesta: Kazushi Ono
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Tercera reposición de un título fundamental del arte lírico, el póstumo de su autor, cuya orquestación es uno de los casos más notables de la historia de la ópera. Se eligió como siempre la versión de Shostacovich con un final de J. David Jackson que insiste en la visión pesimista, de desdicha, un poco a la manera del final de Stravinsky. Quizás la más correcta, porque finalmente, si el poder de Pedro el Grande sale reforzado y vencedor, aquí, en la música y el texto de Mussorgsqui parece haber sobre todo vencidos.Y si el nuevo reino triunfa (aunque las trompetas resonantes quedan para el final del cuarto acto y punto; poco se las oye, y en sordina, en la escena final) lo hace sobre una enorme cantidad de cadáveres entre los que -en esta inteligente puesta de Winge- aparecen los esbirros del nuevo régimen comandados por el boyardo 'disidente' Chaclovity para asegurarse de que no quedan ya enemigos con vida. Si unos (Golitzyn el europeísta y europeizante, pero presa de todos los prejuicios y de las arrogancias y ambiciones de su clase) parten al exilio, otros son asesinados (el príncipe Jovanski, representante del viejo poder atomizador y brutal de los boyardos) y los fanáticos religiosos, los 'viejos creyentes' comandados por el ex aristócrata Dosifei -un 'iluminado' fundamentalista pero que no es ningún tonto- cometen un suicido colectivo, en el que encuentra finalmente paz el amor turbulento y poco correspondido de Marfa -esa singular mezcla de maga, profetisa, sectaria religiosa y mujer enamorada- y del príncipe débil, el Jovanski joven, Andrei. En el medio, el pueblo espectador, escéptico, cínico (¡qué figura la del escribano, casi más estremecedora que Chaclovity!), los 'guardianes del orden' -unos borrachos forajidos-, las esclavas persas.Esta ópera tiene la rara virtud -o el pecado, según se mire- de aparecer cada vez más contemporánea. Por el simple hecho de que a su autor le dolía su país como les ha dolido a otros el suyo, y de esa materia prima tan peculiar e intrasferible ha logrado hacer algo universal, que hoy por momentos francamente espanta en cuanto uno se pone a hacer algunas reflexiones o comparaciones. Las dejo para el lector que quiera hacerlas y me concentro en la presente representación.De la puesta en escena, moderna, despojada, funcional, clara y despiadada ya he hablado (lástima que en el camino se le han ido agregando elementos explicativos que a veces están de más y otras no, pero en nada la mejoran, y cuando algún cantante se 'deja ir' en alguna escena, las cosas se desequilibran un tanto). De la dirección de Ono, diré que no me convence: mejor que su Verdi, pero no llega ni de lejos a su Strauss o su Mahler. Una mirada gélida, donde todo suena preciso y claro y detallado (la orquesta estuvo magnífica), pero donde ni hay visión de conjunto, ni participación, ni siquiera demasiado lirismo aunque sea la nota que mejor suena (aunque el famoso preludio nunca me pareció tan privado de alma).La marcación del ritmo es lo contrario de la libertad y la espontaneidad del autor, y puede estar bien para algunas escenas (el final del acto IV), pero la invocación de Marfa carece de la oscuridad telúrica (o acuática, ya que adivina por el agua) y así podría seguir. El coro pareció tener algunos problemas de encuentro con el foso, aunque su labor fue sobresaliente (incluso como actores) y fue justamente premiado por el público.De los cantantes que 'repetían', tres -a siete y cinco años de distancia- han incluso mejorado una labor que ya entonces era sobresaliente. El 'Dosifei' de Kocherga es inmensa, y justamente lo ha monopolizado prácticamente: la voz es enorme, oscura, timbrada en todo el registro, y ahora utiliza más mátices e inflexiones que antes, lo que hace de sus intervenciones, y particularmente de su plegaria final del primer acto, un auténtico hecho artístico. Prácticamente lo mismo cabe decir de la mezzo Elena Zaremba en ese personaje totalmente inventado y fundamental de 'Marfa', a la que ahora le da no sólo el furor de la mujer despechada, los tonos épicos de la fanático, sino que utiliza mejor los pianísimos para los pocos, pero fundamentales, momentos líricos. Robin Leggate sigue siendo un escribano extraordinario por matices y construcción del personaje del 'Escribano'.Lamentablemente, Willard White (siempre un excelente 'Jovanski') junto a un agudo tenso demuestra una tendencia a la autocomplacencia escénica, y el extraordinario 'Chaclovity' de Johansen (una pura amenaza desde que se presenta en escena) sigue exhibiendo un enorme poderío vocal, pero canta en forte todo el tiempo y con algunos sonidos abiertos y rígidos que no se le notaban antes.'Andrei' es esta vez el sueco Pär Lindskog: una gallardía escénica ideal, una buena interpretación y buena técnica, pero timbre ingrato y agudo poco fácil. El 'Golitzyn' de Glenn Winslade es excelente, pese a que recordaba el color de su voz mucho más bello, pero supo frasear y cantar su difícil aunque no larga parte de manera inmejorable. Como las escenas de la vieja Susana y del pastor luterano fueron cortadas, sólo cabe citar la muy buena labor en el difícil y brevísimo rol de 'Ema' de la interesante soprano, de agudos bien colocados, Hélène Bernardy y el simpático 'Kushka' de Marten Smeding. Los demás cumplieron muy correctamente con sus breves cometidos.En fin, que en esta época globalizada, el dolor y la perpetua búsqueda de sí misma de Rusia, traducida en la música del gran Modesto, se han convertido -ambiguo elogio- en los de toda la humanidad.
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