Obituario

A la memoria viva de Ángel F. Mayo

didpress.com
martes, 7 de enero de 2003
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0,0020904 A las 20:00 horas del 30 de junio de 2003 se celebró en el Teatro Real de Madrid un homenaje a la memoria de Ángel F. Mayo organizado por un grupo de sus amigos, con la inestimable colaboración del Teatro Real de Madrid y la Asociación de Amigos de la Ópera de Madrid. A la hora de salida a la red de este número, está finalizando el acto, cuyo guión publicamos hoy.Música (a todo volumen): Feb wohl, du kühnes… hasta pasar el clímax justo antes de Der Augen leuchtendes PaarFernando Peregrín: Buenas tardes, y sean ustedes bienvenidos. Ángel era, en muchos aspectos, un hombre libre, ese hombre libre que invoca el dios wagneriano cuando se despide de su hija. Libre porque era un hombre íntegro; libre porque era inteligente, culto, intelectualmente honrado; libre porque era amigo de sus amigos y por el amor y respeto que le teníamos sus amigos; libre porque vivió una vida intensa con desinhibido hedonismo, entrega apasionada a aquello que amaba y respetaba y sana distancia de vanidades y fanatismos; libre porque fue un buen esposo y padre. Por eso, todos nos podemos hoy sentir identificados en mayor o menor medida con esa hija querida de la que, simbólicamente, por medio de la música y la poesía de Wagner, Ángel, con la voz de Wotan, se despide con pasión y ternura. El Teatro Real acoge esta tarde este homenaje a la memoria de nuestro amigo Ángel. Por ello, y antes de proseguir, nuestro más sincero agradecimiento. Mas no sólo son nuestros anfitriones, sino que se han querido sumar a este homenaje. Para hablarnos de Ángel y de su relación con este teatro, contamos con la inestimable presencia de Inés Argüelles, gerente del Teatro RealInés Argüelles: Discurso de presentación sobe Ángel y el Teatro RealFernando Peregrín: Muchas gracias Inés por tus palabras.Ángel tenía especial afecto al Teatro Real y por ello deseaba ardientemente que todo aquello que tuviera que ver con Wagner y otros compositores del gran repertorio alemán en los que él era consciente de su magisterio, fruto de toda una vida de dedicación, estudio y trabajo: traducciones, artículos de los programas de mano, montajes, etcétera estuviera a la máxima altura posible y por ello su ofrecimiento muchas veces desinteresado para colaborar con este teatro. Una de sus últimas alegrías fue saber que el director artístico de Real, Emilio Sagi, deseaba entrevistarse con él para intercambiar ideas sobre futuras producciones wagnerianas. Estaba deseando recuperarse, dejar médicos y hospitales, y quedar con su amigo Sagi para hablar de ópera y de teatro. [Emilio no puede estar esta noche con nosotros, está camino de Trieste por motivos profesionales, pero nos ha dejado estas líneas para que las leamos en este acto.]Emilio SagiAngel era uno de los más eminentes wagnerianos y su pasión la vivía intensamente, tanto en el placer como en el sufrimiento. Sufría cuando no veía realizadas las ideas que él creía sabias y gozaba cuando sobre el escenario, tanto en un concierto como en una representación palpaba la auténtica alma wagneriana.Su libro sobre Wagner es una fuente de saber wagneriano y todas las traducciones del gran compositor nos hacen llegar al pensamiento teatral de este músico alemán.Yo tuve el placer de compartir con él muchas conversaciones en las que me explicaba la desconocida obra Das Liebes Verbot, o me animaba a acercar Parsifal al mundo jacobeo.Hace unos pocos días, ya él muy enfermo, nos habíamos citado para mantener una larga conversación sobre ópera alemana y futuros proyectos; tristemente nuestra cita ha quedado cancelada.Fernando Peregrín: En 1962 Ángel fue a Bayreuth por vez primera. Como era studente povero de verdad, no como se finge el crápula y verdiano Duque de Mantua, se las apañó para que le contrataran en el teatro de los festivales como tramoyista. A partir de aquí, muchas, muchas peregrinaciones a los santos lugares wagnerianos. Varios de sus amigos se iniciaron en su compañía en los viajes a Bayreuth, que bajo su guía y tutela, eran toda una experiencia vital. Entre ellos, Carlos Ginebreda y Alfredo López-Vivié, abogado, wagneriano aficionado, y colaborador de Mundoclásico.com, que ha venido desde Santiago a darnos su testimonio de primera mano. Y como debe partir pronto, le pedimos que intervenga en este momento. Alfredo López Vivié : Ángel y sus viajes a BayreuthCuando Fernando Peregrín me llamó hace unos días para sugerirme que podía hablar de mis experiencias con Ángel Mayo en Bayreuth, inmediatamente salté y le dije: ¡Pero si eso está en el libro! ¡No tengo la misma memoria que Ángel! Él me contestó: ¿y quién ha leído el libro? Hombre, los que hoy estamos aquí, todos. Así que poco puedo contar que no esté escrito ya, y además mucho mejor explicado que lo que pueda hacerlo yo. Por otro lado, Ángel peregrinó a Bayreuth por primera vez en el año 1962 (ya saben, tras pedirle trabajo de tramoyista –o de lo que fuera- a Wolfgang Wagner), y la última el año pasado, con Pili, para celebrar el 40 aniversario de aquella primera vez. Entre ambas, anduvo por allí muchos de esos años. Yo sólo estuve dos veces. Así que esta intervención no debería titularse Ángel y Bayreuth , sino más bien Ángel y los aficionados. Yo sólo soy uno de ellos.De todas formas, en nombre de la amistad de Ángel y por cariño a Pili, no me podía negar a contarles a ustedes algunas cosas, así que lo primero que hice fue refrescar mi propia memoria… repasando el libro de Ángel. Les aseguro que me emocioné releyendo esos dos apéndices de su monografía wagneriana. Por cierto, del primero de ellos, que corresponde al viaje iniciático de 1995, conservo aún como oro en paño el original escrito de su puño y letra, que Ángel me regaló en su momento, una vez que Pili lo hubo retenido en soporte más seguro. Por cierto, habría que preguntar a Carreira si eso es un autógrafo o un manuscrito (no vean ustedes lo puñeteros que pueden llegar a ser estos musicólogos). Sea como fuere, eso es una muestra más –por si hicieran falta ejemplos- de la enorme generosidad de Ángel.He contado ya alguna vez que todo empezó hace muchos años –tendría yo veinte o así- con motivo de una conferencia que dio Ángel en Barcelona. Yo no sabía entonces quién era Ángel Mayo, pero un buen amigo mío, Carlos Ginebreda (por cierto, él me ha ayudado mucho a rememorar anécdotas de las peregrinaciones a Bayreuth que yo ya había olvidado), me dijo que ese señor sabía mucho de Wagner, y que valía la pena ir a escucharle. De aquella ocasión siempre recordaré un momento en el que Ángel sentenció lo siguiente: Que a nadie se le ocurra sublimar sus frustraciones con la trompetería wagneriana. Ni que decir tiene que al escuchar esas palabras, viniendo de un señor tan sabio y tan serio, pensé para mis adentros: Alfredo, lo estás haciendo mal. Pero claro, entonces, ¿qué había que hacer? Al acabar la conferencia, Carlos me presentó a Ángel, y ya pueden imaginarse ustedes la respuesta: estudiar mucho, leer mucho, escuchar mucho.Naturalmente, eso hice, y a partir de ese momento, procuré hacerme con cualquier cosa que llevara la firma de Ángel Mayo, procuré leer algún libro que él recomendara, y procuré escuchar los discos que él comentaba de forma elogiosa. Eran los viejos tiempos de Ritmo; luego vino Scherzo; y a la par, las recomendaciones de grabaciones discográficas, que casi siempre había que buscar fuera de España.Con el tiempo, se fue trabando la amistad, hasta que un buen día, a comienzos del año 1995, Ángel nos llamó a mi amigo Carlos y a mí y nos ofreció la posibilidad de asistir al festival de Bayreuth: ¡A bodas me convidas! No tengo que explicarles la sensación de ese momento: quienes de ustedes hayan estado allí recordarán siempre la ilusión de esa primera vez, y quienes aún no han peregrinado, seguro que se hacen una idea más que aproximada.Por fin, en el mes de agosto, llegó el gran día: Ángel voló desde Madrid a Barcelona, para reunirse con nosotros en el aeropuerto, y desde allí volamos a Múnich. No tienen ustedes idea del maletón inmenso que llevaba Ángel: ¿qué llevas ahí? Bah, nada, unos obsequios para mis amigos de Bayreuth. Esos obsequios consistían en botellas de buen vino de Rioja y muchos discos de zarzuela: Ángel –no les descubro nada nuevo- sabía cuidar a sus amigos (y en aquella ocasión Ángel llevaba siete años sin peregrinar a la Colina Sagrada).Al llegar a Múnich, lo primero que hicimos fue visitar la tumba de Hans Knappertsbusch en el cementerio de Bogenhausen. Después fuimos a Bogner im Tal, donde Kna solía reunirse con sus amigos para beber cerveza y jugar al skat: en aquel tiempo, si bien ya creía que Wagner es grande y poderoso, yo aún no estaba convencido de que Knappertsbusch fuera su profeta (por la sencilla razón de que no soportaba los discos con sofrito). Pero no se me olvidará la expresión concentrada y respetuosa de Ángel ante su venerado Kna. Luego seguimos camino hasta Bayreuth.El primer día en Bayreuth será algo inolvidable por muchos años que viva: por la mañana, el descubrimiento de los nombres de las calles, el ambiente, la visita del teatro y del foso –ésa es la verdadera cueva de la envidia, y no donde Fafner custodia el oro del Rin-, la toalla de James Levine colgada del respaldo de la silla sagrada de Karl Muck (y el consiguiente comentario de Ángel: ¿Pero es que este hombre siempre dirige con toalla?); por la tarde, paseo casi en silencio hasta el Festspielhaus, las fanfarrias, la oscuridad de la sala, y el mi bemol que anuncia la gran aventura: eso hay que escucharlo, y hay que escucharlo allí; es inútil intentar explicarlo con palabras.Bueno, inútil para el común de los nibelungos, porque Ángel sí sabía cómo explicarlo. No les voy a hablar de las virtudes y deméritos artísticos de ese Anillo, porque ahora no hace al caso: el primer Anillo en Bayreuth es bueno siempre. O a mí me lo pareció, tanto que me olvidé de las incomodidades del teatro (la estrechez de los asientos, la falta de apoyabrazos, el respaldo que se clava inmisericorde en los riñones, el calor que se pasa ahí dentro…).Por la noche, cena en Kropf: al mostrar mi extrañeza por la célebre acústica del Festspielhaus, Ángel me explicó cómo era el proceso: el sonido sale del foso y rebota en el fondo del escenario, de tal forma que empuja las voces hacia las gradas del público. A mí no me acabó de convencer… hasta que escuché el coro del I acto de Parsifal, y a lo largo de todo el Tristán: entonces comprobé y comprendí porqué no cualquier director triunfa en Bayreuth. En mitad de la cena apareció el Dr. Franz Braun, presidente de la Sociedad Knappertsbusch de Múnich –un verdadero personaje salido de El Tercer Hombre, calvorota, con los ojos saltones mirando a todos lados como si se sintiera perseguido-; tras corteses presentaciones, el hombre, ni corto ni perezoso, abrió su maletín, y empezó a sacar discos compactos con grabaciones privadas de Kna (así las llamaba Ángel): a Ángel se le salían los ojos de las órbitas y me obligó a comprar al menos uno. Confieso aquí que ése fue mi primer disco de Kna; luego… luego vinieron unos cuantos más. ¡Y los que quedan!En fin, fueron diez días intensísimos, en los que uno llega a dejar de lado el mundo real: los paseos por la ciudad, las visitas –fueron dos o tres- a Wahnfried, las excursiones al Fichtelsee, a Wunsiedel y a Bamberg, las comidas en Die Eule, el rastreo por las librerías, …y Ángel: Ángel en su mejor salsa, disfrutando como si fuera también su primera vez con su generosidad inagotable –y con sus momentos de mal genio, claro, que tantos días dan para que pase de todo-, explicando mil historias de Wagner y otras tantas anécdotas de sus muchas peregrinaciones: Wagner, Wagner y Wagner las 24 horas del día, hasta culminar el 16 de agosto con aquel Liebestod de Waltraud Meier y Daniel Barenboim que mantuvo al teatro callado durante un buen minuto cuando se extinguió la última nota, antes de explotar en la ovación más emocionante que yo he escuchado nunca. Y la más larga: Ángel la cronometró y duró 25 minutos.Mi amigo Carlos y yo tuvimos más suerte que El Holandés Errante y sólo tardamos cinco años en volver a acompañar a Ángel a Bayreuth. Aunque esta vez fue sólo para el Anillo de Sinopoli –ya saben, año 2000, el único que dio-. Y nuevamente se produjo el milagro… o casi. En general, aquel Anillo estuvo peor que el de Levine, en todos los aspectos: Ángel se disgustó de verdad con lo que vio y escuchó, y se marchó airado después del II acto del Sigfrido, maldiciendo a tirios y a troyanos.Ese año, el novato fue Juan Lucas, con quien Ángel, además, compartía alojamiento en casa de Frau Engl (su lugar habitual de pernocta en Bayreuth, en Brünhildestrasse). Es decir, ese año la sobredosis wagneriana le tocó a él. Aunque tal vez tanta intensidad le pillara un poco desprevenido. Recuerdo un momento en que Juan hizo un aparte con Carlos y conmigo y nos espetó con expresión fatigada: ¡Es que venir a Bayreuth con Ángel es como ir a La Meca con Jomeini! (¿Te acuerdas, Juan?). Afortunadamente, la sangre no llegó al río y Ángel recuperó su buen estado de ánimo tras el baño en el Fichtelsee –esta vez sí se bañó, que en 1995 no se atrevió-; tras la pantagruélica merienda en la Gasthaus Fuchs (un establecimiento escondido en algún lugar muy cerca de Bayreuth); … y sobre todo después de las dos funciones, dos, de Los Maestros Cantores de Christian Thielemann.Yo no tuve la suerte de ver esas funciones, pero sí recuerdo muy bien cómo reaccionó Ángel después de aquel maravilloso Tristán de 1995: ¡Esto es Bayreuth! ¡Por cosas como ésta vale la pena venir aquí! Que Ángel me enseñara a compartir y valorar ese entusiasmo es el mejor regalo que me podía hacer, y por eso hoy también ha valido la pena estar aquí. Fernando Peregrín: Muchas gracias, Alfredo por desplazarte hasta Madrid y estar con nosotros esta tarde.Ángel fue un gran conferenciante, un ameno charlista. Para recordar esta faceta qué mejor que pedirle a su amigo Santiago Salaverri que, en nombre de la Asociación de Amigos de la Ópera de Madrid, nos hable de las charlas y conferencias de Ángel. Santiago Salaverri, Angel-Fernando Mayo y los Amigos de la Ópera de MadridUna semana antes de que Ángel nos dejara recibí una llamada suya interesándose por la fecha de su conferencia sobre El Holandés errante. Acordamos con el Teatro Real precisamente la de este mismo 30 de junio en que estamos rindiendo homenaje a su memoria, pero ya no pude transmitirle la respuesta: el mismo día en que la señalábamos, Ángel ingresaba definitivamente en el sanatorio. Pese a su salud quebrantada -y sólo ahora nos damos cuenta de hasta qué punto-, su extraordinario pundonor, su exquisito sentido de la responsabilidad, le impedían desatender la más mínima de las responsabilidades que gozosa, pero también muy trabajosamente (sobre todo en estos últimos tiempos), había asumido. Pili sabe del titánico esfuerzo que le costaron sus últimas conferencias en Barcelona, desde donde me telefoneó con voz casi inaudible para seguir tratando de diversos asuntos pendientes.Los Amigos de la Ópera y, por extensión, los amantes de la música de toda España -de Barcelona y Bilbao, de Sevilla y Albacete, de Baleares y Canarias, de lugares tan insospechados como Buñol o Cullera- estamos en eterna deuda de gratitud con Ángel Mayo quien, con su fecundo apostolado wagneriano de tres décadas, tanto ha hecho por aclimatar en España una visión fidedigna, profunda, actualizada y vital -y recalco los cuatro adjetivos, que me parecen igualmente representativos de su enfoque de estudioso wagneriano- del corpus dramático del autor sajón. Y de modo especial estamos en deuda nosotros, los Amigos de la Ópera de Madrid, con quienes comenzara a colaborar en fecha tan temprana como 1975 con una conferencia sobre Tannhäuser y, al año siguiente, con un ciclo de tres charlas sobre el centenario del Festival de Bayreuth que ese año se conmemoraba, más las correspondientes a El Oro del Rhin y La Walkyria en apertura de la primera Tetralogía aquí representada en más de medio siglo, seguidas, en sucesivas temporadas, de las del resto del Anillo (y cuánto lamentamos que no le haya sido posible culminar la reposición actualmente en curso en este teatro).Desde entonces, y pese a algún episódico y hasta divertido desencuentro -como la sonora indignación que le produjo el que aquel Rheingold del centenario se ofreciera con descanso a mitad de función-, no ha habido un Wagner madrileño que no haya sido glosado por él para nosotros -hasta 28 conferencias suyas tenemos registradas en estos otros tantos años-; y en esta misma sala hemos asistido a sus conferencias sobre los siete títulos del mago de Bayreuth ofrecidos por el Real desde su reapertura. Pero su magisterio se había extendido más recientemente a otros autores y obras; a Der Freischütz o Capriccio vistas en La Zarzuela, o a Peter Grimes y Der Rosenkavalier aquí mismo, es decir, tanto a óperas emblemáticas del romanticismo alemán, desde sus orígenes (Weber) hasta sus frutos más tardíos (los de su admirado Ricardo III, como alguna vez llamó a Richard Strauss), como a la desgarradora tragedia de Benjamin Britten sobre un viejo lobo de mar huraño y marginado.Porque si Ángel nos hechizaba por su inmenso saber, era capaz de conmovernos aún más por su profunda humanidad. Ángel no nos hablaba únicamente -ni, casi diría, principalmente- de ópera o de música, de batutas o de voces; nos hablaba sobre todo de hondos dramas humanos: de las dolorosas renuncias de Hans Sachs o de la Mariscala al amor que devuelve la ilusión de la juventud, del redentor ofrecimiento de la propia vida con el que Elisabeth o Senta consiguen la eterna salvación del amado, de la pasión devoradora de Siegmund por su hermana en desafío de todas las leyes humanas y divinas. Resultaba imposible no sentirse interpelados, emocionados, ante su modo de vivenciar y narrar esos dramas mediante su pluma y su palabra, como resultaba igualmente imposible no sentirse apabullados por la riqueza y la minuciosidad con que, único entre todos nuestros conferenciantes, preparaba la documentación a entregar a los asistentes, o deslumbrados por la exigentísima selección de fragmentos e interpretaciones de sus ídolos...¿He dicho ídolos? ¡No, por favor¡ Aún recuerdo su rapapolvos una tarde de abril del 87 en que coincidimos en el foyer del Liceo con motivo de una Lulú en la que actuaba un Hans Hotter casi octogenario y, al preguntarle cómo había ido su entrevista de aquella mañana con uno de sus más admirados ídolos, me espetó con gesto teatral y voz wotaniana, fingiendo sorpresa ante mi osadía: “¡No son ídolos¡¡Son dioses¡”. Así de apasionado, sensible y cordial era nuestro querido Ángel Mayo. Y así queremos seguir recordándole.Fernando Peregrín: Muchas gracias, Santiago, por este sentido y cariñoso testimonio de Ángel como charlista de raza y donosura. Las asociaciones operísticas o filarmónicas, festivales de música y programadores de la actividad musical de numerosas ciudades españolas invitaban regularmente a Ángel a desplazarse allí para dar conferencias, charlas que nunca repetía sino que trataba de particularizar para los oyentes que esperaba acudieran al reclamo de su - prestigioso, añado yo - nombre y del tema sobre el que iba a disertar. Con una de esas Asociaciones, los Amics del Liceu de Barcelona, guardó siempre una especial relación. Para ellos fueron sus dos últimas conferencias, cuando la enfermedad minaba ya su salud. En representación de esta importante asociación, nos acompaña esta tarde XXXRepresentante de los Amics del Liceu. Fernando Peregrín: Te agradecemos tanto tu desplazamiento ex profeso para este acto como el sentido recuerdo que acabas de dedicar a Ángel.Música: Un pasodoble taurino: Suspiros de España Ángel era un gran aficionado a los toros, algo imprescindible en la biografía de Ángel. Para hablarnos de ello me gustaría invitar a su amiga Pilar González del Valle, Marquesa de la Vega de Anzo, Presidenta de la peña taurina 'Los de José y Juan', a que nos contará cómo era Ángel como socio activo de la peña y conferenciante taurino.Marquesa de la Vega de Anzo: Ángel y su peña taurina Fernando Peregrín : Muchas gracias, Pilar A Ángel gustaba decir de sí mismo que no era musicólogo - pensaba que no tenía la formación necesaria, ni le interesaba, aunque en aquellas materias que eran de su competencia, era mucho más musicólogo, en el sentido pragmático del término, de lo que él reconocía y de muchos con ese título universitario - sino 'ensayista, comentarista, divulgador y ocasionalmente crítico musical con especial atención a la figura y a la obra de Richard Wagner'. Dos publicaciones se llevan la parte de león de su actividad en medios de comunicación. Cronológicamente, la primera fue Ritmo, revista de la que fue subdirector desde octubre de 1976 a abril de 1981. Lamentablemente, Antonio Rodríguez Moreno, el sempiterno director de esta entrañable publicación en la que tantos de los que hoy se dedican profesionalmente o nos hemos dedicado alguna vez a escribir sobre música, en sus diversas formas de crítica, ensayo, historia, divulgación, periodismo, etcétera, hicimos nuestra mili musical, no puede estar hoy aquí con nosotros por motivos profesionales. Nos ha pedido que leamos en su nombre el editorial del número de julio de 2003 de Ritmo:Esta página estaba ya repleta (de palabras, por supuesto) y dispuesta a convertirse en parte de la revista impresa. Pero la máquina hubo de detenerse porque había sucedido algo que nos iba a obligar a vaciarla (de palabras, por supuesto) para intentar llenarla de algo menos tangible pero mucho más importante, el sentimiento que nos había produdido la muerte de un amigo.Escribimos minutos después de que el cuerpo de Ángel-Fernando Mayo Antoñanzas haya sido incinerado; al poco de haber desaparecido para siempre un figura fundamental y singular de la música española. Pero, ¿es este hecho lo que, en estos momentos, provoca que estemos escribiendo sobre el asunto en vez de alejarnos hacia el rincón más cercano a rumiar la pena, a arrojar la lágrima que provoca el injusto misterio de la muerte de una persona a la que se quiere? ¿Es éste el momento en que debemos de recordar la magnífica etapa que Mayo protagonizó en RITMO como subdirector de la revista? ¿ o el de repetir algo tan conocido como que Mayo era quien más sabía de Wagner en este país? La duda nos asalta, y ni siquiera percibimos con claridad que deseemos realizar otro tipo de panegíricos acerca de la multidimensión humana del personaje: de su amor y conocimiento de la Fiesta Nacional; de su 'científica' pero apasionada afición al fútbol, de sus muchas y puntuales facetas culturales que convivían en su extraordinariamente bien amueblada cabeza... Sí o no; será o no el momento para glosar al personaje; no sabemos; todavía estamos demasiado emocionados.Sin embargo, todavía nos queda control para, fríamente, recordar la que probablemente fuera su más demostrada virtud, es decir, la lealtad a ciertos principios, y en primerísimo lugar a la Música, así con mayúsculas: hemos sabido, y el corazón se nos pone a cien por hora sólo de pensarlo, que las últimas músicas que Ángel escuchó antes de fallecer fueron fragmentos de El caballero de la rosa y... el final de El ocaso de los dioses.Y ésta es la imagen, el último recuerdo, que quisiéramos conservar de él: seguramente, desde donde se encuentre y ante le manifiesta obligación de morir, estará de acuerdo con nosotros en que lo ha hecho sintiendo la felicidad de compartir su desaparición con la de una Brunilda consumiéndose entre las llamas. Querido, has conseguido morir como lo hubieras imaginado, lo que, lejos del sufrimiento y la separación de tus seres queridos, supone una virtud, la de, por encima de cuantos mezquinos intereses de todo signo has tenido que engullir en tu vida musical profesional, haber conservado hasta el último hálito de tu vida la capacidad para comprender y disfrutar lo que para muchos, la gran parte, sólo es disfrute sin comprensión: la verdadera dimensión vital de la música. No te olvidamos. Fernando Peregrín: Por razones de las que no viene al caso recordar, Ángel empezó a llamar al boletín de comentarios y crítica discográfica publicado por la empresa Diverdi, la 'Hoja parroquial'. Y para muchos de los lectores de esta publicación, Ángel era el gran párroco de esa parroquia musical. Hablando con Santiago Salaverri sobre la extensión, significado e importancia de los escritos de Ángel que han ido apareciendo durante más de 11 años en esta 'Hoja parroquial', me manifestaba su convencimiento de que darían sobradamente para un libro de más de 500 páginas con parte importante - principalmente en lo relativo al análisis, comentario y crítica de la tradición interpretativa del gran repertorio romántico alemán y centroeuropeo - de esa summa angélico-mayeriana, de ese Magnus Opus de escritos de Ángel que algún día tendrá por justicia, necesidad y demanda que publicarse, posiblemente, en varios volúmenes. Tras esta introducción, no me queda sino pedirle a su gran amigo Juan Lucas, fundador de Diverdi y editor de la 'hoja parroquial' que, con breves pinceladas pues andamos escasos de tiempo para todo lo que nos gustaría recordar sobre Ángel esta tarde, nos de un retrato del párroco de la gran parroquia discográfica de Diverdi (tomado de DRAE: Parroquia: Conjunto de personas que acuden asiduamente a una misma tienda, establecimiento público, etc.).Juan Lucas: Ángel y la 'Hoja parroquial' Diverdi.La primera vez que Ángel hizo su entrada en las oficinas de Diverdi, una tarde allá por el mes de junio de 1990, poco podía imaginar yo –un recién llegado al mundo del disco clásico- que aquel enorme caballero (“una eminencia en Wagner”, me susurraron al oído) iba a convertirse en pocos meses no sólo en uno de los pilares que sustentarían el desarrollo de nuestra aventura común, sino aun más y sobre todo, en uno de mis amigos más queridos y respetados. Recuerdo como si fuera ayer que, tras una rápida ojeada a algunos cds que había por ahí, Ángel agarró uno de ellos y me instó a que lo pusiera en el lector de compactos. Se trataba de una vieja grabación de la Tercera Sinfonía de Brahms. El director, un tal Hans Knappertsbush, me iba resultando familiar gracias a las ediciones HUNT que en ese momento empezábamos a importar. Al cabo de unos compases, Ángel comenzó a señalarnos a los asistentes (recuerdo en particular a Enrique Pérez Adrián, quizá también a Arturo Reverter) algunos detalles en su forma de dirigir esa obra que hacían de esa lectura algo especial, insólito, completamente distinto de todo lo oido hasta entonces; con gestos precisos llamaba nuestra atención sobre una forma peculiar de acentuar una frase, de retener a la orquesta en un momento especialmente delicado para arrastrarla luego al delirio sonoro, dibujaba con sus redondos brazos cada matiz, este dibujo de la flauta, aquel acorde de los cellos... sus ojos brillaban y nos miraban buscando nuestra complicidad con una pasión contagiosa que yo percibía entre atónito y encantado. Unas semanas después Ángel firmaba en Scherzo un artículo titulado “El reino de jauja wagneriano” en el que, con ese estilo inconfundible que hacía de cada artículo suyo una faena de aliño en el arte de la crítica discográfica, celebraba la avalancha de grabaciones de la “edad de oro” que en esos momentos comenzábamos a poner a disposición del melómano español. Desde aquel día que hoy me parece tan lejano, la figura de Ángel, su presencia imperiosa y paternal, su generosa y desinteresada entrega a nuestra causa común, no ha dejado de acompañarnos y protegernos hasta el punto de que ninguna otra persona ha marcado, con su impronta indeleble, la trayectoria de Diverdi en este periplo de nacimiento, desarrollo y consolidación, como don Ángel Mayo. Como ferviente defensor de los valores de la tradición, Ángel era al mismo tiempo un apasionado discófilo: creía en la virtud de la grabación fonográfica como instrumento capaz de restituir, siquiera de forma aproximada, los valores del pasado y de tal manera contrastarlos con las propuestas del presente. Pese a lo que algunos llegaron a creer, nunca fue un dogmático, ni mucho menos un mitómano: su defensa de los grandes artistas de otro tiempo frente a lo que él consideraba una triste decadencia de la interpretación wagneriana en las últimas décadas procedía de un conocimiento profundo y meditado, y sobre todo de horas y horas de apasionada escucha. Me viene a la memoria con especial nitidez el día en que escuchamos juntos la hoy ya legendaria edición GOLDEN MELODRAM del Anillo del 56: por primera vez se podía apreciar en condiciones óptimas de sonido la lectura que de esta magna obra (“la más grande creación artística de la tradición occidental”, como solía decir) realizaba el gran Kna, el sumo pontífice. Su cuerpo vibraba con cada compás, su cabeza se agitaba en gestos de asombro y de sus ojos brotaron espesos lagrimones. Fuimos a celebrar el acontecimiento a uno de sus locales favoritos y esa noche la buena cerveza corrió por nuestros gaznates hasta anegarnos en una gozosa y febril corriente que mezclaba las anécdotas de sus años de juventud como tramoyista en Bayreuth con faenas de Rafael Ortega o Curro Romero e incluso con lúcidas disecciones de películas de Hitchcock. Nadie que haya disfrutado de la amistad de Ángel Mayo olvidará jamás esas veladas en las que, ante una mesa bien surtida de las viandas más selectas y los licores más delicados, la pasión por el arte y el placer de la conversación resplandecían en una sabrosa y excesiva ceremonia de lampreas y pacharanes.Resultaría casi ridículo decir lo mucho que Diverdi debe a don Ángel-Fernando Mayo Antoñanzas. Los artículos por él escritos para su Hoja Parroquial, no precisamente cortos en extensión y no precisamente banales de contenido, rozan la cifra de 240, y puestos uno detrás de otro darían para un volumen de más de 500 páginas. En ellos Ángel sacó a relucir lo mejor de sí mismo, tanto su gigantesco acervo de saberes, que hacían de él una auténtica enciclopedia viviente, como su vibrante y caudalosa humanidad capaz de hilar anécdotas sin fin y convertir a figuras como Richard Strauss o Ferenc Puskas en personajes cercanos al lector, casi de la familia, mediante una prosa bella y elegante que jamás caía en el manierismo y que era un prodigio de comunicación y de gracia. Pero más allá de la profunda congoja y el sentimiento de orfandad que en estos momentos nos embarga al equipo completo de Diverdi, y con él a todos los melómanos, creyentes y parroquianos que con devoción y fidelidad seguíamos mes a mes sus deliciosas homilías, permítanme que les manifieste que con su muerte, con la muerte de mi querido Ángel, el que ahora les habla ha perdido a un maestro, a un amigo y a un padre a la vez. No entiendo mi vida reciente sin su reconfortante cercanía y me aterra pensar que, a partir de ahora, cada vez que tenga una duda o un momento de flaqueza, ya no podré agarrar el teléfono para llamar a Ángel.Cuestionado por algunos, temido por muchos, admirado por los más y respetado por todos, la figura de Ángel se engrandecerá con el tiempo. No podrá ser de otra manera, pues pocos en este pais han logrado fundir con tanta elocuencia la pasión y el conocimiento. A falta -¡ay!- de una obra definitiva salida de su pluma sobre el gran objeto de sus desvelos, sus escritos sobre Wagner (y en general sobre la gran tradición musical alemana) están pidiendo a gritos una revisión, recopilación, ordenación y publicación en su debida forma. Nos toca a nosotros, a todos los que hemos disfrutado de su amistad y de su magisterio, la tarea de realizar, como Dios y Don Ricardo mandan, lo que al final tendrá que ser su obra póstuma, esa Wagneriana que él soñó hacer en su querida Menorca, si las condiciones materiales se lo hubiesen permitido.Por el momento eso es todo. El viejo lobo wagneriano ha cerrado su cueva y se ha introducido en lo más profundo del bosque. Sobre la mesa, una pila de discos. Lebe wohl, Ángel.Fernando Peregrín: Muchas gracias…Para hacernos una idea de lo que puede ser la publicación definitiva en forma de libros del gran legado de escritos de Ángel, basta con leer o consultar su Guía Wagner, de la colección Scherzo-Península. Sobre éste y otros libros y traducciones de Ángel viene a hablarnos desde La Coruña, una ciudad muy ligada a la memoria de Ángel, su entrañable amigo, su huerfanito, como él mismo se declaraba, Xoán M. Carreira, editor y factótum de Mundoclasico.com, en cuyos archivos figuran también artículos que demuestran el gran magisterio de Ángel en múltiples aspectos de la música que despertaban su interés, curiosidad o preocupación. Y a pesar de que solamente sobre la faceta de Ángel como el mejor traductor hispano de todos los tiempos de Wagner y de lo wagneriano (sin olvidar a la gran mayoría de los demás compositores de óperas en alemán y el gran repertorio de lieder) Xoán me asegura que podría estar hablando horas y horas, le hemos pedido que intente resumirlo en unos cuantos minutos para poder dar paso a otros amigos y a otras facetas de la rica y poliédrica personalidad de Ángel.Xoán M. Carreira: Ángel, sus libros y sus traduccionesMe resulta enormemente difícil hablar de cualquier aspecto de la multifacética personalidad de Ángel, sin que se agolpen los recuerdos y las experiencias personales. Creo que no comprendí bien todo lo que significaba para Ángel el acto de la traducción hasta que comencé a encargarle traducciones alemanas y francesas para los programas de mano de la OSG. En el cerebro de Ángel algo aparentemente tan neutro como la traducción se convertía en 'un arma cargada de cultura'.Era un traductor apasionado, idealista, que soñaba con 'recrear' en español no sólo el texto y el contexto, sino también el aroma y la emoción originales. Puesto que Ángel amaba el cine de aventuras, creo que le haría gracia escucharme decir que su utopía como traductor era conseguir un milagro semejante al logrado por John Sturges al 'traducir' Los siete samurais de Akira Kurosawa en un western como Los siete magníficos. Tengo la sospecha, nunca se lo pregunté, de que cuando traducía los libretos de los dramas wagnerianos ubicaba cada frase, cada palabra incluso, en un paisaje sonoro y visual. Sí hablamos mucho sobre la ubicación de determinados dramas en el paisaje gallego y en el paisaje canario, una cuestión que le ilusionaba en los últimos tiempos. Me fascinaba su capacidad para hacer coexistir en su concepción las imágenes visuales, las palabras, la vocalidad y la música a la hora de explicar cómo trasplantar, 'traducir', el drama de Tannhaüser, de Parsifal o del Holandés errante a Galicia, o las historia feéricas de la Tetralogía al mundo vulcánico de Canarias.Ángel otorgaba a la traducción unos valores éticos semejantes a los de la propia creación intelectual, y se irritaba no tanto con los errores conceptuales o terminológicos -aunque fuesen graves- como con aquellos errores que demostraban falta de comprensión y fidelidad al pasaje o a la acción, aunque desde el punto de vista gramatical o terminológico pudiesen ser considerados como simples lapsus. Ángel Mayo incorporaba a sus traducciones el mismo rigor, precisión y veracidad que caracterizaban sus artículos. Quienes tuvimos la suerte de trabajar con él, yo lo hice durante 27 años, conocemos el extremo cuidado con que precisaba los datos y su insaciable ansia de información. Cada vez que escribía un párrafo sobre un tema ajeno a su especialidad, consultaba el más mínimo detalle y era capaz de leerse un par de libros para justificar una afirmación en un párrafo secundario.A pesar de este rigor propio del trabajo científico, Ángel nunca se consideró un musicólogo. Incluso me comentaba a menudo que no entendía bien algunas de nuestras actividades, a pesar de que se había convertido en un lector habitual de las grandes revistas de musicología, especialmente aquellas que en la última década han dedicado atención preferente a Richard Wagner, Richard Strauss y Anton Bruckner desde las perspectivas de los sistemas productivos, la difusión y la recepción, así como su utilización por parte del poder político, como Cambridge Opera Journal, XIXth. Century Music, The Musical Quarterly y The Journal of American Musicological Society.Me llamaba mucho la atención que Ángel se sintiera más cercano a estos temas que están tan de moda, y se moviera por ellos como pez en el agua, que de las grandes preocupaciones de la historiografía de los años setenta y ochenta, que nunca comprendió bien. Y es que Ángel era un idealista platónico al que le gustaba creer que el pasado existe y está ahí, esperando a que lo descubramos. Por ese motivo se sentía más cerca de los estudios culturales, incluso los comparatistas, que de los estudios históricos a los que a veces acusaba de 'falta de amor' por el objeto estudiado. Y para Ángel el amor equivalía a un ejercicio incondicional de conocimiento y comprensión por el objeto amado.Este enfoque culturalista dotó de creciente actualidad a sus trabajos de la última década. Este mismo año, Ángel escuchaba encantado mis explicaciones sobre las teorías de Nicholas Cook, sobre la importancia de todos los elementos en la experiencia musical, negando la preeminencia de la partitura. Lo cual coincide con las teorías defendidas por Ángel, desde hace un cuarto de siglo, sobre la experiencia de la ópera: teorías que posteriormente fue aplicando a la música descriptiva, y ya en los 90 a las grandes formas musicales. Desde esta perspectiva hay que entender su bien conocida fobia a las régies con pretensiones pedagógicas y su convicción de que es el público el principal juez del artista creador: De ahí su admiración por Richard Strauss y su defensa de El caballero de la rosa como paradigma de la modernidad operística de su época y, por consiguiente, como fuente de soluciones para la crisis de la ópera en los años setenta y ochenta del pasado siglo. La revitalización actual de la ópera por el trabajo conjunto de compositores con sentido teatral y directores de escena con sentido común, parece darle la razón a Ángel.De entre las muchas lecciones que recibí de Ángel, la más importante fue la de enseñarme a creer en la posibilidad de aprender y de razonar, de acercarse a un ideal de verdad. Gracias a él, aprendí que el intelectual debe ser un servidor de la comunidad, cuyo trabajo tiene como destinatario el bien común y por eso la deontología del intelectual y del artista debe regirse por los principios de imparcialidad, neutralidad, objetividad y, desde luego, independencia. Ángel aplicó estos principios a su vida y a su obra sin concesiones ni componendas. Por eso sigue vivo en memorias y en los corazones de tantos y tantos de sus lectores. Fernando Peregrín: Muchas gracias, Xoán.Música: Obertura de El murciélago dirigida por Hans Knappertsbusch Ángel colaboró también en varias ocasiones con la emisora de música clásica de Radio Nacional de España. Esta versión de la obertura de El murciélago dirigida cómo no, por Hans Knappertsbsch, era la sintonía de sus últimos programas radiofónicos, una serie titulada Kna en el siglo XXI. Arturo Reverter, uno de sus más antiguos y fieles amigos, que además, como responsable de la colección de guías Scherzo-Península encargó a Ángel el volumen dedicado a Wagner, nos va a recordar la actividad de Ángel en la radio. Arturo, para los que no lo sepan, siendo director de Radio 2, que era como se llamaba Radio Clásica en aquellos tiempos, le abrió a Ángel las puestas de la Radio. Arturo Reverter: Ángel en la radio Fernando Peregrín: Muchas gracias, Arturo….Música: 'Farruca' de La del manojo de rosas de Pablo Sorozábal Recuerdo una conversación entre Ángel y Andrés Amorós, en su despacho de Director General del INAEM, sobre la zarzuela y los toros como pilares de la cultura popular española y su contribución en el siglo XIX a la idea y al sentimiento de nacionalidad española, un asunto insuficiente e inadecuadamente tratado por ensayistas de la talla de Álvarez Junco, por ejemplo, y de lo que se quejaba Ángel cuando comentamos juntos el, por otro lado, espléndido libro Mater dolorosa de este catedrático de historia. Para hablarnos de esto, y de la afición y comprensión de Ángel de esta cultura popular española se encuentra con nosotros Andrés Amorós, director General del INAEM, además de buen amigo y compañero de peña taurina de Ángel. Andrés, cuando quieras. Andrés Amorós: Ángel y la cultura popular española: la zarzuela y los toros. Fernando Peregrín: Muchas gracias, Andrés, por acompañarnos esta tarde, pese a tu siempre apretada agenda, y por tus apuntes sobre Ángel y su pasión por la cultura popular española.Música: Himno antiguo del Real Madrid Hay exquisitos de la lírica que van de entendidos por la vida y son partidarios de la ópera como cultura superior y comprometida al servicio de la educación de las masas populares y de la elevación (¿o será levitación?) de un hipotético y rancio espíritu colectivo de la ciudadanía, por lo que consideran incompatible su disfrute con otras aficiones populares, como el fútbol. Ángel se reía de estas y otras sandeces semejantes. Para hablarnos de Ángel y de su afición al fútbol hemos pedido a Fernando García Alonso, Director de la Agencia Española del Medicamento, que nos acompañe en este homenaje. Aunque no se llegaron a conocer, Fernando sentía gran admiración por Ángel, y tenía unos cuantos libros suyos preparados para que se los dedicara en cuanto saliera del hospital. No pudo ser. Además de compartir con Ángel la afición por el fútbol y las simpatías por el Real Madrid, el Director de la Agencia del Medicamento es, también como era Ángel, gran aficionado taurino, amante de la ópera y de la gastronomía. Y, finalmente, representa otra faceta de Ángel que nos gustaría también recordar esta tarde: la de funcionario de carrera, la de gran profesional al servicio técnico del Estado. Ambos, además, han ocupado—en el caso de Fernando, lo sigue haciendo—altos cargos en el Ministerio de Sanidad.Fernando García Alonso: Lectura parcial de Ferenc Puskas y Hans Knappertsbusch de Ángel F. Mayo publicado en el nº 88 del Boletín Diverdi [reproducido íntegramente a continuación]Me ha gustado el fútbol como espectador y como jugador; esto último en el patio del colegio, en un solar de El Viso que llamábamos el campillo o en la playa, pues, aunque sabía darle al balón con las dos piernas y pasarlo al hueco, carecí siempre de facultades físicas para más. Fui socio del Real Madrid desde 1955 hasta 1990. Vi así muchos partidos primero a pie firme en los fondos del Bernabeu y después sentado en mi localidad abonada. Finalmente, disconforme con todo -el sistema y su dinero, la plaga de (des)informadores, el histrionismo y la falta alevosa como procedimiento, el abominable público que muge y aúlla azuzado por los directivos y los medios-- me di de baja en la época de Ramón Mendoza. Quiero decir que he visto fútbol de primerísima calidad, aquel que se planteaba como una lección de geometría en la que las rectas y las curvas buscaban el punto de intersección que llamamos gol. Aunque yo era madridista, como he dicho, disfrutaba con todos los buenos equipos y, en particular, con los distintos estilos o escuelas: había un estilo vasco, calcado del inglés, el sevillano, afiligranado, el valenciano, plástico, o el canario, fino y cadencioso pero poco combativo. Precisamente, el dios futbolístico de mi infancia fue un canario del Real Madrid, Luis Molowny, alias El mangas o Don Luis, el jugador más original y desconcertante que ha pisado los campos españoles, un mago en los últimos metros del área: toda la chiquillería madridista era molownysta, y cuando con sus regates y fintas El mangas sembraba el pánico entre los defensas contrarios, se decía que «en Chamartín rugía hasta el cemento». La llegada del fenomenal Alfredo Di Stéfano, el más grande jugador de equipo de todos los tiempos, revolucionó los esquemas, pues La saeta rubia, como era conocido, poseía las facultades necesarias para hacerse con el balón en el área propia y aparecer ante la contraria, para rematar, apenas veinte segundos después. A mí me encanta lo que dice y cómo lo dice este porteño agudo y sentencioso, que en el jardín de su chalé tiene una pelota de piedra con esta leyenda en la base: «Gracias, vieja». En aquel tiempo, antes de la consagración del Real Madrid, la mayor gloria europea era el Honved de Budapest y por extensión su clonada, la excepcional selección húngara, ambas formaciones dirigidas por la cabeza más clara y la mejor pierna izquierda de que hay memoria futbolística, Ferenc Puskas, llamado El mayor galopante porque, para poder justificarle un sueldo de jerarca, el gobierno húngaro le nombró mayor (comandante) de sus Fuerzas Armadas. Al producirse el levantamiento de 1956, el Honved fue autorizado por el gobierno provisional a dejar el país, para poder cumplir su próximo compromiso en la Copa de Campeones de Liga, justamente contra el Atlético de Bilbao, que ganó la eliminatoria. El Honved jugó después algunos partidos amistosos, para agenciarse fondos, antes de que medio equipo decidiera regresar y el otro medio optara por el exilio. Los famosos húngaros vinieron así a Madrid, para enfrentarse, con el campo a reventar, a un combinado que tenía como base el Real Madrid. Puskas acusaba ya exceso de peso y se movía poco; pero con los brazos, la mirada y por supuesto la fabulosa pierna izquierda dirigía o encauzaba casi todo el juego ofensivo. El público estaba asombrado ante un equipo al que no parecía importarle recibir goles y avanzaba en triángulo sin que los jugadores apenas miraran hacia los vértices, pues el que llevaba o tocaba el balón sabía dónde tenían que estar, en cada momento, sus compañeros de triangulación. No olvidaré nunca el final del partido. Quedaban sólo diez minutos y el combinado ganaba por 5 tantos a 3. Bozsik, el magnífico medio derecho del Honved, miró interrogativamente al jefe. Puskas le indicó con los dedos índice y medio de una mano: dos. Los triángulos volvieron a acorralar al contrincante y el partido concluyó con el resultado de empate a cinco. Así pues, todos felices y contentos. Ambos equipos se retiraron en medio de la ovación cerrada del público puesto en pie. Sancionado por la UEFA por exigirlo así la Federación Húngara, Puskas estuvo sin jugar casi dos años. El Real Madrid le fichó por consejo de Emil Osterreicher, el antiguo entrenador del mítico Honved; pero lo hizo con desconfianza: corría el año 1958, Puskas tenía 31 y parecía un tonelete ambulante. Marcaba goles, mas no se movía del borde del área. Parte de la crítica --¿había reservas de carácter político?-- le dedicó sus sarcasmos y Lorenzo López Sancho, hombre por lo demás culto, le adjudicó en el ABC el ingenioso pero maligno alias de El hortelano. Pero Puskas era mucho Puskas. El verano de 1959 lo dedicó a correr diez horas diarias al sol, embutido en tres chándales. La sorpresa del público fue, pues, mayúscula cuando vio ahora a un hombre que arrancaba desde la línea media, daba pases matemáticos de cuarenta metros, disparaba a puerta de forma inaudita y tenía una punta de velocidad que, a veces, hacía confundirle con Gento. Fue pichichi cuatro años consecutivos. Jugó hasta los 40. Se hizo popularísimo y era tan admirado por su clase como querido por su generosidad, la cual no conocía límites cuando se trataba de ayudar a todo magiar emigrado. Ahora era Cañoncito pum, Di Stefano le llamaba Pancho y hasta algún escribidor exaltado le elevó al santoral futbolístico como San Ferenc Puskas. Pronto aprendió todos los tacos de nuestra lengua y su uso agresivo o amistoso. Fue expulsado una vez por mentarle la madre al árbitro. La segunda y última expulsión le vino por tomarse la justicia por su mano: un defensa del Granada, Pellejero, le zancadilleó, él consiguió continuar el avance, renqueando, y entonces oyó a sus espaldas cómo el agresor gritaba desde el suelo a otro defensa, Forneris: «¡Remátalo, que va herido!». Efectivamente, Forneris le dio fuerte y Puskas se revolvió y le partió la cara «porque hay cosas que un hombre no puede consentir». Sólo dos anécdotas más. La primera: cuando a finales de los años ochenta era entrenador del equipo de fútbol de los parlamentarios alemanes (?), le entrevistaron para la televisión alemana y le preguntaron qué idioma iba a utilizar: «El español, porque tengo la nacionalidad española y ésta es la lengua que mejor hablo después del húngaro». La segunda: el Real Madrid jugó en Atenas contra el Chelsea la final de la Copa de Europa de 1971; Puskas, que entrenaba entonces al Panathinaikos, hizo las veces de anfitrión de los merengues. Una noche, Bernabeu, sus muchachos y Puskas, quien llevaba bajo el brazo el balón que le habían firmado como recuerdo, paseaban después de la cena y de las copas. Llegaron así ante una farola. Bernabeu: «Pancho, ¿a que no le das a la farola?.- ¿Que no? Van mil duros a que, de diez tiros, le doy ocho.- Aquí están las cinco mil pesetas». Colocado el balón más o menos a la distancia del punto de penalti, la prodigiosa izquierda hizo estrellarse el balón contra esta muestra del mobiliario urbano ateniense -por decirlo en la jerga de ciertos ediles, sindicaleros y (des)informadores madrileños-- no ocho sino nueve veces. Esta historia la conozco por un testigo presencial, mi amigo Luis el de la Lonja. ¿A qué viene todo esto?, se preguntará la parroquia. ¿Qué tienen en común el tal Puskas y Knappertsbusch? Además, lo que aquí corresponde es la reseña de la nueva edición del Anillo bayreuthiano de 1957. Bien, si se tratara de Karl Böhm, fanático del fútbol, o de Hans Hotter, quien lo practicó en su juventud, la cosa tendría quizá su enganche; pero, por el contrario, es improbable que Kna se interesara por el espectáculo de veintidós adultos, vestidos con calzón y persiguiendo a una pelota, y todavía lo es más que el Mayor galopante oyera hablar nunca del director de orquesta de apellido casi impronunciable. Mas ocurre que aún me encontraba yo entusiasmado, sí, exultante tras la audición de corrido -la segunda ha sido con partitura y con el mando a distancia a mano-- de El oro del Rin de 1957, cuando abrí el periódico y leí que el gran Ferenc Puskas se encuentra internado en una clínica de Budapest víctima del terrible mal de Alzheimer. El gozo pasó a ser así pesar. El pasado verano visité en Bayreuth a Erich Rappl, ex redactor jefe del Nordbayerischer Kurier, hombre inteligente, autor de jocosos cuadros bayreuthianos semidialectales bajo el seudónimo de Waffner, viejo conocido mío, aquejado él también de esa enfermedad trágicamente devastadora, pues ataca a lo más noble del hombre, a su espíritu, a la conciencia de su yo. «Erinnern Sie sich an mich, Herr Rappl? Ich bin Ángel Mayo der Spanier». Absorto en sí, Erich murmuró: «...der spaniel?»; esto es, pensaba (?) en un perro de tal raza. Confieso que más tarde me despedí de Gerda, su mujer, nacida Suchanek, reprimiendo ambos a duras penas las lágrimas; y ahora, Pancho Puskas, a quien admiré desde la grada, paradigma de la inteligencia futbolística, se está sumiendo también en las atroces tinieblas del dejar de ser en vida. Pensé entonces en Kna, cuya tumba visité también una vez más el día 17 de agosto pasado, otro acosado por la política, asimismo mal hablado --«al principio yo lloraba mientras dirigía; aprendí así todas las palabrotas, las más soeces, y soltándolas al menos dejé de llorar»--, jugador con las cartas y también con la batuta, generoso, dueño de la humildad del sabio, defensor de su razón, popular entre los músicos y amado por ellos porque era sólo, y también nada menos, el primus inter pares, capaz de darle asimismo nueve veces a la farola y fallar una, pues Kna no era, a Wagner gracias, una máquina sin alma. Es probable que buen número de los creyentes tengan ya esta Tetralogía en una de las cuatro o cinco ediciones -LP y CD-- publicadas desde 1976 a esta parte, pues fue el primer Anillo de Kna que salió a la luz y, así, pese al pobre sonido inicial, empezó a poner las cosas en su sitio. Dos aspectos materiales lo distinguen ahora. Uno: está al fin completo, es decir, el primer acto de Sigfrido no presenta ya el absurdo corte en la canción de la fragua; siempre consideré que aquello había de obedecer a un defecto de la cinta o a otro fallo técnico, porque Aldenhoff no tenía problemas de volumen, fiato y agudos -sus limitaciones eran otras-- y Knappertsbusch no iba a consentir tal desafuero; he aquí al fin la prueba que faltaba, pues Aldenhoff y Kuën cantan todo el pasaje sin vacilaciones ni fluctuaciones sonoras. Dos: si el sonido del Anillo de 1956 -asimismo made in Golden Melodram—contribuyó a hablar allí de milagro (veáse el nº 44 de la Hoja parroquial), ahora habría que hacerlo de El anillo de la Resurrección, pues aquí la restauración alcanza aún mayores cotas de calidad técnica. Si se comienza por el principio, esto es, por el preludio de El oro del Rin, no hay ya allí saturación ni disminución de la intensidad: llevado realmente con movimiento tranquilo y jovial (Wagner lo anotó así), ésta es ciertamente la primera vez que podemos oírselo a Kna con fidelidad plena a su dirección, y así, por decirlo de manera descriptivo-prosaica, bien hará el oyente poniéndose antes el traje de baño o al menos abriendo el paraguas. Después, la homogeneidad se hace patente, no hay que bajar o aumentar el volumen del amplificador aquí y allá, todas las voces canoras se oyen con gran claridad, con su color, volumen y expresión naturales; y con la orquesta sucede lo mismo: timbales, platillos tocados con baqueta, triángulo, celesta marcados piano e incluso pianissimo, al igual que una riquísima gama de forte, fortissimo, sforzando o forte-piano, que quizá alcanza su mayor fuerza en los arcos de los contrabajos -he anotado, como ejemplo, el fortissimo de las tres únicas notas que se oyen cuando, al comenzar el viaje de Sigfrido por el Rin, todo el resto de la cuerda toca el motivo de la decisión de amar-- y en los de las violas, para las que Wagner no reservó las agilidades gozosas de los violines ni el dulce fraseo amoroso de los violonchelos, sino las rugientes asperezas de las tormentas. Obviamente, no se alcanza la profundidad espacial del Ocaso de 1951 ni el soberano equilibrio del Parsifal de 1962; pero seguramente es imposible el ir hoy ya más allá en el reprocesado de un material sonoro de origen, como éste, no profesional. No hubo en 1957 accidentes, como sí los hubo en 1956: ningún cantante tuvo que sustituir a otro sobre la marcha, pues la actuación de Aldenhoff en el segundo ciclo, que es el grabado, estaba prevista para darle un respiro a Windgassen, quien tenía contratados el nuevo Tristán, los dos Siegfried del primer Anillo, el del Ocaso en el segundo y todavía algún Walther -alternándose con Traxel y el imposible Geisler-- por añadidura. Incidentes, sí los hubo, pero pocos; yo tengo anotados cuatro claramente audibles. Vinay, quien ahora sí tenía hecho el papel, cantó Siegmund con gran disciplina, pero al llegar el momento de exclamar: «Siegmund heiss ich und Siegmund bin ich!», atacó, como se indica en la partitura, muy rápido, cuando Kna lo hizo sólo rápido; el desajuste dura sólo un par de segundos y estimuló al tenor chileno a proseguir con entrega plena y a emitir el más rotundo y afinado: «So blühe denn Wälsunger Blut!» de su vida. Luego hay un fallo de la trompeta baja, que tiene señalado un gran protagonismo, ya muy avanzado el monólogo de Wotan, y otro del trompa solista al tocar la nota que hace el número 28 de los 31 que le caen en suerte cuando los guibichungos llegan a la orilla del Rin, donde descansa Siegfried (tercer acto del Ocaso). Pero lo más flagrante es el conato de debacle en el preludio del tercer acto de Sigfrido, compases 8 a 14, cuando algunos violines se desajustan, pierden el ritmo y empieza a oírse una maraña de staccati, que inmediatamente se desenreda cuando los violonchelos y los contrabajos, los fagotes, una tuba baja y el bombardino toman -muy mantenido-- el ritmo descendente del motivo de la lanza, es decir, como no podía ser de otra manera, el ritmo del imperium. Esto es todo o casi todo. He seguido atentamente las partituras. Ciertamente, no hay aquí la precisión milimétrica hoy tan apreciada, entre otras razones porque tal cosa no sirve para nada artístico y expresivo. A cambio, ¡qué sinnúmero de matices, qué flexibilidad de los tempi -pedida por Wagner-- dentro del tempo dominante, qué forma de destacar siempre el motivo principal o el color característico, pintado mediante la armonía! ¿Que Kna dirigía al fresco, sin cuidar los detalles, sin interés por la pura -yo creo que hay que llamarla boba-- belleza sonora? Pamplinas. Hace poco he escrito en otro contexto: «La trivialidad se comunica inevitablemente al foso, y roto el entramado que forman los motivos conductores, desdibujadas las sutiles transiciones, desvinculada de la urdimbre del texto aliterado la rica armonía, la música (del Anillo) no pasa de ser (...) la banda sonora, monstruosamente dilatada, de cuatro espesos filmes, donde unos cuantos temas son repetidos machaconamente como refuerzo de imágenes ora empalagosas, ora -las más de las veces-- cargadas de violencia y brutalidad». Pues bien, la dirección de Kna es justamente el más acabado ejemplo de todo lo contrario. Aquí no hay ilustraciones, sino drama; no hay fragmentos, sino un todo unido, bien cosido y, además, sin que se adviertan las puntadas de la aguja; no hay chafarrinones, sino pinceladas sabiamente aplicadas; no hay contradicciones, sino consecuencia; no hay diletantismo, sino la máxima profesionalidad. Y, por supuesto, la voluntad de alcanzar siempre lo más grande: por eso, por ejemplo, Kna hace un fuerte ritardando para presentar el motivo de las walkyrias (preludio del segundo acto de la primera jornada), cosa que le ha sido criticada sin reparar que él lo aplica constantemente a esta figura rítmica épica, hoy tan mal entendida y tan tergiversada. Mas sobre esto me extenderé algún día, espero, en la Hoja parroquial. Los cambios en el reparto respecto al de 1956 no perjudican al conjunto, salvo por lo que se refiere a Sigfrido, donde Aldenhoff, del que ya he hablado aquí en varias ocasiones, no puede competir musical y artísticamente -el aspecto meramente vocal es otra cosa-- con Windgassen; precisamente, que éste cante aquí el Ocaso es revelador en este sentido. Él y Astrid Varnay no se entregan en el prólogo con la misma intensidad que en 1956, quizá porque la voz de la inalcanzable había corrido un poco tensa durante el dúo de Sigfrido, quién sabe si por no poder apoyarse bien en el viril, pero poco sutil, canto de su partenaire. Después, Windgassen irrumpe en la sala de los guibichungos sin economías -él se reía mucho de quienes decían que cantaba económico-- y así se mantiene hasta el final, como también lo hace la gran Astrid, en particular en ese segundo acto, el del perjurio y la conjura, que era el suyo por antonomasia. La sustitución de Jean Madeira pesa asimismo sobre la gran escena de Waltraute, aunque Maria von Ilosvay era una secundaria excelente. Pero si el cambio de papeles de Van Mill (ahora Fasolt) y de Greindl (ahora Fafner), quien por cierto alcanza aquí su súmmum como Hunding y Hagen, es lógico y le viene muy bien a El oro del Rin, la presentación de Dorothea Siebert como Woglinde (cantó también el papel en el segundo Anillo de Wieland) coadyuvó decisivamente a que este documento tenga que ser recordado como una cumbre absoluta: toda la escena del fondo del río posee un gozo natural, una expresión del estado de inocencia original que no tiene parangón, y así, de manera espontánea, improvisada, Kna dilata hasta el infinito el saludo de Woglinde al oro, que en seguida es acunado y cantado por las tres ondinas en lo que alguien ha llamado la «berceuse, la nana del mundo»; obviamente, el reencuentro con ellas casi ya al final de la tragedia posee el mismo encanto, si bien ahora melancólico y trascendente. Otro portento es la pareja de welsungos, pues si Vinay era en sí más heroico que Windgassen, Birgit Nilsson -a quien escuchamos también una Norna de lujo—se empleó con una pasión en principio impensable en ella. Mas ocurre que acababa de triunfar como Isolda y llevaba clavada en el alma la espina de los desaires de Wieland en 1954: y aún dice el nietísimo Wolfgang que Deborah Polanski tiene más temperamento que la Nilsson; estos deslices le vienen por negarse a volver a oír los testimonios sonoros del verdadero Nuevo Bayreuth. En cuanto a Kna, ésta es su más auténtica Walkyria, la heroica, la dramática, la que escribió Wagner de acuerdo con los principios estéticos expuestos en Ópera y Drama, también la manifestación de la nueva emotividad, no el muestrario de melodías y ariosos de origen italiano que se empeñaba en descubrir aquí Hans Mayer. En fin, comprendo que es duro decirles a los creyentes que la edición de Golden Melodram obliga a olvidarse de todas las anteriores, que lo mejor que pueden hacer con ellas es intentar traspasarlas a precio de baratillo, echar después cuentas y agenciarse ésta, que creo que se ofrece al mismo precio que la del Anillo de 1956. Ambos ciclos no son iguales, no se estorban. En el precedente, tan entusiasta y espontáneo, quizá quedó algo del trabajo de Keilberth, quien había dirigido la primera serie. El posterior es Kna al ciento por ciento, con permiso de Maximiliam Kojetinski, quien le desbrozaba siempre el camino, y además éste fue también el segundo de aquel venturoso año 1957. Y aún queda la reedición del registro de 1958, no anunciada en firme por el momento, pero que al fin caerá como la manzana de Newton: el registro de las setenta primaveras de Kna, el correspondiente a su único autoelogio: «Hans Richter habría estado hoy contento de mí». Cuestiones dinerarias aparte, hoy los contentos somos los wagnerianos, porque el prodigioso Anillo de 1957 nos recuerda otra vez -no tiene ya que devolvérnosla-- la verdad de esta obra inmensa. Y al dedicar su comentario, en sí tan gozoso como triste, a Ferenc Puskas y también a Erich Rappl, vencidos hoy por el destino, pienso en la desesperada pregunta del Viandante a Erda: «¿Cómo detener una rueda que rueda?», que Kna y Hotter nos hacen escuchar con la voz del supremo artista Wagner en presencia del girar y girar de lo inescrutable, es decir, de la vida.Fernando Peregrín: Muy agradecido, Fernando…Música: Valses de El caballero de la rosa El caballero de la rosa era una de las óperas favoritas de Ángel. Cuando la escuchaba, se le saltaban las lágrimas en algunos momentos, me ha dicho Pilar, su mujer. La tradujo como nadie. Fue una de las últimas músicas que le pusieron Pilar y sus hijas cuando, en sus horas finales, yacía aparentemente inconsciente en la cama del sanatorio, con los auriculares en sus oídos. No haría falta este ejemplo para recordarnos que Ángel no era sólo un wagneriano, tal vez el más importante de habla hispana, sino un amante de muchas músicas y muchos músicos. Por ello, tal vez, se reía con una mezcla de indulgencia y mal disimulada burla - Ángel era un maestro de la irónica retranca - de aquellos que hacían de Wagner un objeto de culto; y desde luego, despreciaba a las que llamaba sectas wagnerianas formadas por ignorantes y desnortados que oían a Wagner con las vísceras y no con los sentimientos templados por el intelecto instruido y educado. Pero a la vez, se enorgullecía de sus wagnerianos, de dos generaciones de melómanos que aprendieron de su mano a disfrutar de Wagner y a adentrarse en el mundo artístico de sus grandes dramas musicales. Uno de esos wagnerianos de buena ley, de la más pura escuela de Ángel Mayo, buen amigo suyo, Miguel Ángel González Barrio, investigador y Profesor Titular de la Facultad de Física de la Universidad Complutense y crítico discográfico de la web Wagnermanía, nos quiere hablar de Wotan, como cariñosamente llamaban a Ángel muchos de sus admiradores, y el wagneriano de a pie.Miguel Ángel González Barrio: Wotan/Mayo y el wagneriano de a pieEn el Tercer Acto de Sigfrido hay un encuentro entre el joven e impulsivo Sigfrido, que no le teme a nada, y su abuelo el dios Wotan en guisa de Viandante. Sigfrido no conoce al viejo, y le exhorta a que le indique el camino a la roca donde, sumida en el sueño, reposa una mujer rodeada de mágico fuego, y a dejarle libre el paso. Wotan le pregunta quién le dijo que buscara la roca y aspirase a la mujer. Más adelante, cuando Sigfrido repara en que al anciano le falta un ojo, éste le dice: “con el ojo que a mí me falta ves tu este otro que me quedó.”Al recordar a Ángel-Fernando Mayo y pensando en este merecido homenaje vino a mi memoria este pasaje de El Anillo del Nibelungo, pues dos generaciones de wagnerianos (unos muy jóvenes; otros, ya no tanto) “vemos” a través del “ojo” de Wotan/Mayo, ojo que nos prestó en forma de sus inolvidables artículos y traducciones, de los que ya nos ha hablado Xoán M. Carreira, y una Guía Wagner que es referencia obligada. Afortunadamente, y a diferencia de Sigfrido, pocos hay (siempre habrá alguno) que no reconozcan su deuda con Ángel, su autoridad y su magisterio. Y no sólo en Wagner, pues su ojo veía también más allá de éste, y nos descubrió a muchos a los Marshner, Weber, Berlioz, Pfitzner, Strauss y un largo etcétera. También por su culpa comenzamos a interesarnos por la figura del director Hans Knappertsbusch. Ángel escribía con tanta pasión y conocimiento sobre las cosas que amaba que era imposible sustraerse a la curiosidad. Contagiados de su entusiasmo, buscamos nuevas rocas, nuevos fuegos mágicos que cruzar.Por esta indiscutible autoridad, Ángel era visto como una especie de Wotan por esa legión de admiradores anónimos que esperábamos impacientes cada artículo suyo, escritos en ese estilo tan personal, castizo, repletos de guiños a sus seguidores, estilo singular en el panorama de la crítica musical española. Se le nombraba con veneración. Cuando le conocías personalmente, Era Wotan. La figura de Ángel, oronda, imponente, y su voz algo ronca, infundían más respeto aún. Creo que fue a Juan Lucas a quien primero oí referirse a Ángel como Wotan. Casualmente ayer supe que quien acuñó el cariñoso apelativo fue su amigo Luis del Llano, que acompañó a Ángel a Bayreuth en 1985.He llegado a conocer a varias personas, wagnerianos de a pie como yo, cuya relación con Ángel siguió sendas parecidas a la mía. Empezamos acercándonos a él por escrito. Ángel cuidaba a sus queridos “corresponsales”, como se refería en el prólogo a la segunda edición de la Guía Wagner a las personas que le escribíamos para ponerle sobre aviso de novedades o reediciones discográficas o aportarle algún dato que pudiera ser de utilidad en alguno de sus proyectos. Un gesto altruista característicamente wagneriano, llegó a escribir. Cuando llamabas su atención con la correspondencia, Ángel siempre mostraba interés por conocerte en persona y charlar ante unas cervezas (y de un codillo o unos callos, si se terciaba). Un buen día sonaba el teléfono y, al descolgarlo, al otro lado se oía la voz de Wotan: “¡Soy Ángel Mayo!” Los que tuvimos la fortuna de ser honrados con su amistad y tratarle con cierta frecuencia, acabamos reconociendo en él un ser sensible, generoso y atento con sus amigos, aunque fuéramos de a pie y veintitantos años más jóvenes.No quisiera extenderme con anécdotas personales, que yo y otros muchos aquí presentes guardamos y llenarían un libro con no pocos episodios jocosos. Mencionaré una, aparentemente sin importancia, pero que he recordado infinidad de ocasiones. Una tarde de 2000 me dirigí a la Parroquia (a estas alturas del homenaje no creo que sea necesario explicar a qué parroquia me refiero) con mi sobrino José Alberto, wagneriano precoz que contaba entonces 18 años, y un amigo. Cuando llegamos, Ángel departía animadamente con un conocido, cuyo nombre he olvidado. Acababa de llegar a España el Anillo del Nibelungo que Hans Knappertsbusch dirigió en Bayreuth en 1957. Hechas las presentaciones, y por indicación de Ángel, cogimos un ejemplar de ese Anillo, tomamos al asalto el despacho Juan Lucas, nos acomodamos, y escuchamos algunos fragmentos seleccionados mientras Ángel, en trance y con gesto feliz, explicaba éste o aquél detalle de la dirección, hacía comentarios sobre las voces y agitaba los brazos como si estuviera dirigiendo, transfigurado en su adorado Kna. Ahí estaba nuestro admirado Wotan, disfrutando como un crío, y haciéndonos pasar una tarde inolvidable, que se prolongó después de la audición, para variar, con unas rondas de cerveza en un bar cercano.Quisiera terminar este breve recuerdo de Ángel con un fragmento de Los Maestros Cantores de Nuremberg, dirigidos por Christian Thielemann en el Festival de Bayreuth de 2000. Ángel estuvo en aquel festival y volvió fuertemente impresionado por la personalidad y el buen hacer del joven director berlinés, a quien consideró “el heredero legítimo de la Gran Tradición de la dirección de orquesta alemana”. Les dejo con el coral “Wach auf!”, de Los Maestros Cantores de Nuremberg. Como todos los presentes sabéis, es una salutación del pueblo de Nuremberg a su amado Hans Sachs, el zapatero-poeta. La versión, como ya he apuntado, corre a cargo del mejor coro del mundo (el del Festival de Bayreuth) y la orquesta del Festival bajo la dirección de Christian Thielemann, un hombre, en palabras de Ángel, “seguro de lo que hace y cómo lo hace”. Como él mismo fue. Estés donde estés, hasta siempre, querido amigo y maestro. Vamos a echar de menos tu ojo privilegiado, que nos descubrió tantas maravillas y nos ayudó a ser más felices.Música: 'Wach auf!', de Los maestros cantores de Nuremberg, Bayreuth, 2000 Fernando Peregrín: Muchas gracias, Miguel Ángel. Ángel no era religioso en el sentido convencional del término (era poco dado a los convencionalismos y artificios sociales y culturales y a la afectación, cursilería e insensatez de muchos preceptos y formalismos de lo llamado políticamente correcto). Empero, tenía sólidos principios éticos de origen más laico y humanista que religioso. Para hablarnos del sentido de la ética de Ángel ha venido desde San Sebastián donde tiene su destino actual como Registrador de la Propiedad, su gran amigo Joaquín Torrente.Joaquín Torrente: Ángel y la ética laica y religiosaComo acaba de decir Fernando Peregrín, Ángel Mayo no era religioso en el sentido convencional del término. Yo le he escuchado en alguna ocasión, una de ellas cuando presenciamos juntos en Londres una representación de Palestrina –la ópera de Pfitzner que defendió siempre, contra todas las modas y todos los prejuicios, y de la que dijo que no quería morirse sin ver representada- hacer profesión expresa de agnosticismo. Fue una afirmación que en cierto modo me sorprendió, porque yo, que cronológicamente fui lector antes que amigo de Ángel, llegué a considerarlo en algún momento como un creyente, consecuente en su vida con unos sólidos y rigurosos principios morales. Y, cuando le visité por primera vez, el Cristo crucificado que presidía su despacho, o las ediciones de La Biblia que pude atisbar entre sus libros parecían confirmar esa presunción.Y es que la vida de Ángel ha sido un ejemplo, una referencia permanente (por no usar la palabra testimonio, que tiene un sabor más confesional y que no le gustaría) de consecuencia con una ética rigurosa y exigente, nada circunstancial o acomodaticia. Los que hayan seguido su trayectoria personal, su actividad profesional, su trabajo como traductor, como anotador, como ensayista, podrán corroborar esta afirmación. No es posible encontrar en él una acción interesada, una conducta calculada, un modo de proceder que no respondiera a una firme convicción. Merecería la pena acuñar un neologismo que le cuadra bien, y es el de antioportunista. Si hay un arquetipo del antioportunista, ése era Ángel.Esta rectitud moral de Ángel, esta fidelidad a unos principios éticos, hicieron de él en muchas ocasiones un personaje incómodo. La ética de Ángel era también honradez intelectual, y del mismo modo que, como ha señalado su amigo Xoán M. Carreira, era incapaz de escribir una nota sin documentarse, o fiándose de la improvisación, no toleraba la apropiación de ideas y trabajos ajenos, tan frecuente en nuestros días y tan impune. Fui testigo de la amargura que le provocaron estas conductas, incomprensibles para quien desplegaba sin pereza alguna un trabajo ímprobo para lograr un apoyo documental –un libro, un artículo, una crítica o una reseña- necesario para sus escritos. Ángel era incapaz de actuar de otro modo, y en ese proceder tenía su propia satisfacción y recompensa. Y sus lectores, como a menudo le decía, contábamos con la certeza de saber que siempre, hasta sobre el asunto aparentemente más trillado, íbamos a encontrar un enfoque nuevo, una aportación original, ninguna idea trivial.Una vez, siendo muy joven, escribí a Ángel saludándole como “especialista wagneriano”. Rechazó el apelativo, porque, como cualquiera que se haya asomado a sus páginas puede constatar, los intereses de Ángel eran muy generales, y consideraba el particularismo una peligrosa limitación intelectual. La historia, el arte, la pintura, la novela, el deporte, los toros, el cine... y también la ética encontraban un lugar en aquellas extensas, minuciosas, detalladas crónicas que en estos días he tenido ocasión de releer, y en las que siempre hay mucho más de lo que promete el título. ¡Cuánto vamos a echarlas de menos!Ángel no hacía buenas migas con la corrección política, y no solo despreciaba muchos de los falsos dogmas de nuestro tiempo, sino que en ellos veía la causa del declive y de la descomposición moral de nuestra sociedad. Habrá quien pueda tildar alguno de sus puntos de vista de conservador o incluso de reaccionario, como él mismo adelantaba en su introducción al drama de Richard Strauss La mujer sin sombra, en la que la consideración del amor conyugal (el puente tendido sobre el abismo por el que los muertos vuelven de nuevo a la vida) como el mayor bien del género humano, o la descripción de la llegada al mundo de los no nacidos como una fiesta, en la que, como cantan desde fuera de escena, “no seríamos en secreto los invitados, seríamos también los anfitriones”, suenan como imprecaciones de un profeta en un mundo que se llena la boca con la palabra solidaridad y olvida el altruismo, que santifica de manera laica –son palabras de Ángel- las libertades pero oprime la libertad individual, que llama cultura a lo que es un hábito, una destreza o un comportamiento gregario, y en la que se derrumban las tasas de natalidad, al encaramarse como valores o referencias el lujo o el placer sin compromiso.Y también podemos encontrar, sin ir mucho más lejos, una exaltación del vínculo conyugal, del amor sin fecha de caducidad en sus notas al programa de mano de Fidelio. Hablar de la fidelidad como fundamento de la vida plenamente compartida es algo inusual en una sociedad que –son sus palabras- de ordinario consume simulacros del amor como cualesquiera otros estimulantes.La clarividencia de Ángel al analizar el estado moral de nuestra sociedad no se detenía aquí. En su análisis del Anillo (“La obra de una vida”) se duele del estado actual de nuestra civilización, que ha sustituido el verdadero sentido humano de la libertad por el fraude de la corrección política y la exigencia de derechos sin contrapartida de deberes; y maldice el espantoso destino de que engaña, corrompe y mata por una idea excluyente, por la bandera del odio, por el culto a la materia sin vida; el de aquel que, como Hagen, hace de la palabra, vehículo natural de comunicación entre los hombres, el más eficaz instrumento de confusión.Por eso Ángel era extremadamente preciso en el uso y la elección de las palabras. A propósito de Parsifal, escribe que cuando el personaje wagneriano siente en sí mismo el dolor personal de Amfortas se hace consciente del sufrimiento universal, y benevolente; pero evita cuidadosamente la palabra “compasión”, que podría resultar engañosa en el universo de la última obra de Wagner, en la que fe, redención y pecado tienen un sentido que no se corresponde con el homónimo cristiano. Por eso más tarde, en una introducción a La Walkyria, Ángel prefirió hablar de “consufrimiento”, que es lo que experimenta Brunhilda tras conocer la decisión altruista de Siegmundo –renunciar al Walhalla antes que dejar desamparada a Sieglinde-, un sentimiento inimaginable en el mundo de los dioses, pero que pertenece de lleno a la naturaleza humana: la conciencia de la injusticia, la conmiseración plena, la identificación personal con el dolor del mundo.Y si bien es cierto que la moral y la ética de Ángel eran radicalmente laicas, no puedo dejar de decir que en su personalidad, tan rica, tan inclasificable, tan poco acomodaticia, había no sólo un conocimiento del hecho religioso y del misterio de la trascendencia, sino bastante más que eso. Sería temerario por mi parte hablar de una inquietud religiosa, pero lo que es evidente es que en él había una esencial comprensión y sensibilidad. No es cuestión de hacer un inventario de las múltiples menciones o referencias, por lo que me conformaré con dos apuntes. Ángel, cuando viajaba a Alemania, visitaba en la iglesia de Bogenhausen las tumbas de Kempe –agnóstico, sin símbolos religiosos- y de Hans y Marion Knappertsbusch, sin estela ni lápida, con los nombres pintados en unas planchas coronadas por sendas cruces bajas y rústicas. Ángel, siempre que hablaba de estas visitas, relacionaba la simbología con el agnosticismo de Kempe, y su contraste con la sencilla religiosidad de Knappertsbusch, de quien siempre sospechó que no dirigió la ópera Palestrina –salvo los fragmentos orquestales-, pese a la amistad y a la admiración que profesaba por el músico Pfitzner, por esos reparos o escrúpulos de conciencia que asaltan con frecuencia a los luteranos puros.Y finalmente está la comprensión del personaje Bruckner, tan enigmático para muchos, y que Ángel supo descifrar desde dentro, partiendo de las convicciones religiosas del músico de Linz. En dos ocasiones he podido leer a Ángel, a propósito de la Segunda de Bruckner dirigida por Giulini, la historia de la mujer que había perdido a su hijo, y con él la fe, que al escuchar la Misa en Fa mayor dirigida por el italiano (y que aparece citada en la Sinfonía) le dijo que “si alguien había podido componer tal música, por fuerza tenía que existir Dios”. O su reivindicación de la práctica, hoy perdida, de hacer sonar el Te Deum a continuación de la inconclusa Sinfonía 9, como último movimiento, por haber entre ambas obras no solo coincidencias temáticas (lo último que escribió Bruckner es lisa y llanamente un recuerdo de la obra coral) sino por tener ambas obras una coincidencia espiritual, la alabanza de Dios, al estar dedicada su sinfonía a su mayor gloria. O también la contraposición del desconsolado Adagio de esa misma sinfonía, en manos de Fürtwangler, que es una interrogación angustiosa que no encuentra jamás la respuesta de la última paz, con la exposición de Giulini, que es un canto sereno ante la promesa de una paz concedida.Podría seguir citando párrafos y frases marcadamente religiosos de Ángel. Hasta podría recordar su emocionada narración de la ópera Palestrina, y en particular del tercer acto, cuando el compositor, a punto de expirar, canta:Fórjame ahora, la última piedra en uno de tus anillos,Tú, Dios, y estaré contento y lleno de paz.Pero no creo que a Ángel le gustase ese intento de apropiación o de manipulación de su memoria. Comparando los dos máximos adagios del mundo sinfónico, el de la octava de Bruckner y el de la Coral de Beethoven, Ángel decía que prefería este último porque mientras el de Bruckner es el propio de un hombre que reza en presencia de Dios y espera, el de Beethoven es el propio del hombre que, con todo el orgullo de su condición humana, aspira a ser Dios y exige.Y con esto termino. Ángel, como ha dicho Fernando, era enemigo de convencionalismos y rituales. También de los wagnerianos: en el viaje a Londres a que antes he aludido me comentó que le espeluznaban esos cenáculos y ceremonias. Por eso, me parece una magnífica idea la de este homenaje y este recuerdo emocionado que le dedicamos quienes le queríamos. Así cumpliremos las palabras de Parsifal, que parecen escritas a propósito para Ángel, el amigo desinteresado, generoso, comprensivo: “Con mi obra yo os he ayudado a alcanzar vuestra redención, redimidme vosotros ahora con vuestro recuerdo”.Fernando Peregrín: Muchas gracias, Joaquín… Estamos llegando al final del camino por los senderos de las memorias y recuerdos, vívidos, emocionados, entrañables e imborrables, que dejó en nosotros nuestro amigo Ángel. Ha llegado el momento de despedirnos y de que la familia de Ángel, sus seres más queridos y cercanos, nos donen el mejor recuerdo, el más valioso, noble, sincero y veraz: un fragmento de su intimidad.Pilar Alesón: Palabras de agradecimientoMuchas gracias, queridos amigos, por vuestra presencia en esta reunión dedicada a la memoria de Ángel.Gracias, en primer lugar, a Dª Inés Argüelles, Gerente del Teatro Real, por cedernos su casa, por participar tan activamente en la organización del acto y por hablar tan cariñosamente de mi marido.También gracias a D. Andrés Amorós por estar presente, a pesar de sus obligaciones profesionales, y por sus palabras de amigo verdadero.Muchas gracias también a todos y cada uno de los amigos que habéis contado esas cosas tan emotivas de Ángel. Os doy las gracias en nombre de mis hijos y de Mary, su única hermana. Nunca lo olvidaremos.En estos días tan tristes, el alivio ha venido de tantas y tantas condolencias que hemos recibido de muchísimas personas, incluso bastantes de ellas sin relación personal con nosotros, personas que sólo conocían a Ángel a través de sus escritos, y de muchas adhesiones a este homenaje que naturalmente no puedo leer aquí porque no hay tiempo. Únicamente me gustaría leer una de ellas que me ha enviado uno de los amigos musicales de Ángel al que yo conocí en el ya lejano 1968, José Luis Casas. Dice así: Ángel me escribió este autógrafo: A José Luis Casas, de la estirpe bakuniniana de los welsungos, 6-5-1986 y ahora le contesto: Querido Ángel: quiero mostrar con orgullo el certificado que hace tiempo me extendiste. Buen conocedor de mi estirpe los welsas sabemos que Wotan no puede morir. Estarás siempre con nosotros aunque sólo sea para pelear. Un abrazo, 14-6-03. Muchas gracias Joselito.Quisiera, para cerrar este homenaje, leer un fragmento íntimo de Ángel, escrito en Menorca, que estaba en el vade de su mesa de trabajo conservado desde agosto de 1984. Era un juego que hacía con las niñas, entonces muy pequeñas, al leer los suplementos dominicales de la prensa. Cada una hacía un 'Quién es quién' imitando a personajes populares. El de Ángel decía así:Rasgo principal de mi carácter: La insatisfacción.Cualidad que prefiero en el hombre: La amistad a toda prueba.Cualidad que prefiero en la mujer: La paciencia doméstica.Mi principal defecto: Estar muy gordo y sus causas.Ocupación que prefiero en mis ratos libres: Depende: la tertulia, los toros, hurgar en el mar.Mi sueño dorado: Dirigir orquesta como Hans Knappertsbusch, torear y matar toros como Rafael Ortega y jugar al fútbol como Ferenc Puskas (con uno que se realizara, bastaba).Para estar en forma necesito dormir: ocho horas.Mis escritores favoritos: Poe, Melville, Verne, en general los imaginativos, también Galdós y Vilallonga (Bearn).Mis pintores favoritos: Los italianos: Giotto, Fra Angelico, Botticelli, Mantegna.Mis músicos favoritos: Primero, Wagner; después, Wagner; luego, Bruckner, Beethoven, Schubert y otros muchos.Mi deporte favorito: Caminar por el monte (antes); traducir (hoy).Héroes novelescos que más admiro: Salvador Monsalud, Kara Ben Nemsi, Akab, Nemo.Hecho histórico que prefiero: La inauguración del Festival de Bayreuth en 1876.Comida y bebida que prefiero: Marisco cocido en el agua de su mar, cocido madrileño, las primeras naranjas; los vinos blancos alemanes; la cerveza bien tirada.Lo que más detesto: Que hoy se atrevan a opinar y escribir tantos millones de imbéciles; la horrible jerga de políticos, periodistas y ejecutivos; la suciedad social de los españoles.Reforma que creo más necesaria: No hacer ninguna: 'Laissez faire, laissez passer': la Naturaleza es sabia.El don de la naturaleza que desearía tener: Me da vergüenza decirlo.Como quisiera morirme: En volutas con el final de Parsifal (Bayreuth 1964).Estado actual de mi espíritu: Preocupado por todo lo que no puedo evitar.Faltas que me inspiran más indulgencia: Las de puntualidad en el trabajo.Terminada la intervención de la familia, sin más despedidas sonóMúsica: Idilio de Sigfrido
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