Oxford, jueves, 4 de diciembre de 2003.
New Theatre. G. F. Händel, Theodora. Peter Sellars y Clare Whistler, dirección escénica. George Tsypin, escenografía. Duná Ramicová, vestuario. James F. Ingalls, iluminación. Keith Benson, recreación de la iluminación. Henry Waddington (Valens), Stephen Wallace (Dydimus), Paul Nilon (Septimius), Anne-Lise Sollied (Theodora), Christine Rice (Irene), Peter Haydn-Ferris (mensajero). Glyndebourne Touring Orchestra. The Glyndebourne Opera Chorus. Lawrence Cummings, director. Ocupación: 100 %
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Justamente famosa es la producción que Sellars preparó de Theodora de Händel gracias al dvd y al vhs comercializados. En estos dirigía William Christie a un reparto que hace dudar de la idoneidad de la nueva grabación que el director franco-americano ha hecho de este oratorio con un grupo de cantantes claramente inferior —tal y como comento hoy mismo en Mundoclasico.com.Y es justamente famosa por la sorpresa de la identificación de los soldados romanos con los americanos y la de los cristianos sirios con los miembros de alguna comunidad no claramente definida, pero sí perfilada por Sellars como los enemigos de América. La identificación de los personas de las óperas serias —a menudo también los oratorios— con personajes históricos de su tiempo estuvo muy en boga en la musicología de los años setenta e incluso ochenta, pero algunos de los más importantes estudiosos que siguieron esta línea, como Reinhard Strohm, son los primeros en mostrarse escépticos al valorar sus propios trabajos. Pero el realismo de Sellars no es de estas características, puesto que apunta a tipos o grupos —no a personas concretas— cuyo paralelismo con tipos o grupos de la ópera ve justificados: un buen ejemplo de ello es su versión de Le nozze di Figaro, en que muestra a los condes de Almaviva como el presidente de los Estados Unidos y su esposa.Es éste un realismo de doble filo, que puede funcionar muy bien y que nunca dejará al público indiferente, pero que también puede convertir situaciones difícilmente exportables de su contexto original a uno nuevo que quizá no resulta el más adecuado. Le sucedió en su Don Giovanni del Bronx, en el que cometió un error de bulto al montar el aria “Batti, batti”, cantada por ‘Zerlina’. Pero no fallar sería rizar el rizo y algo que no se pide a los escenógrafos que se considera de tipo tradicional. Personalmente, me gusta lo que hace Sellars en su mayoría, aunque comparta la opinión de Wye Jamison Allanbrook: la búsqueda de polémica lo pierde de vez en cuando (si quieren saber más sobre ello: Wye Jamison Allanbrook, «Zerlina’s “Batti, batti”: A case study?», Mary Hunter (ed), Siren Songs. Representations of Gender and Sexuality in Opera, Princeton and Oxford: Princeton University Press, 2000).El realismo de Sellars alcanza su punto álgido en la ejecución de ‘Theodora’ y ‘Didimus’, prolongada escena que el director resuelve con una igualmente larga muerte por inyección letal en la que los personajes son tumbadas en una camilla crucífera —tal y como sucede en las ejecuciones reales en la actualidad— lo que permite el juego simbólico de los dos protagonistas ungidos en la cruz. Los romanos visten de soldados americanos y acuden a mítines armados con sus latas de coca-cola, siempre seguidos por algunos reporteros. George Tsypin bordó los escenarios, como lo hicieron Duná Ramicová con el vestuario y James F. Ingalls con la iluminación —recreada en Oxford por Keith Benson.La Glyndebourne Touring Orchestra y The Glyndebourne Opera Chorus tuvieron su mejor noche de entre las tres que estuvieron en la ciudad universitaria. De hecho, la orquesta parecía otra, muy bien dirigida por Lawrence Cummings. Y es que en Gran Bretaña dirigen muy buenos Händel algunos directores escasamente conocidos: ágiles, bien fraseados e intensos.El reparto también fue superior a los de Idomeneo —muy discretos cantantes— y La traviata —en la que sólo destacó la soprano. Todos estuvieron como mínimo notables. De menos a más disfruté del ‘Valens’ del bajo Henry Waddington —personaje no muy destacado, al que dotó de entidad suficiente; Paul Nylon fue un ‘Septimius’ de categoría, como lo fue el ‘Dydimus’ del contratenor Stephen Wallace —una muy agradable sorpresa. Anne-Lise Sollied cantó una ‘Theodora’ doliente, siempre bien fraseada y con una solvente coloratura. Pero la que realmente destacó fue Christine Rice en el papel de ‘Irene’: emisión clara y firme, voz robusta y con armónicos, coloratura fluida y buenas dotes dramáticas.Los aplausos fueron muy prolongados —excepcionalmente prolongados, diría. Y el público salió del teatro muy impresionado.
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