Libros y Partituras

Seriosha, el lobo y una rama de pino

Jorge Binaghi
miércoles, 2 de junio de 2004
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Sergej Sergeevic Prokof’ev (Autori-Interpreti, 1850-1950, Colección de música dirigida por Sergio Sablich), de Maria Rosaria Boccuni, 585 págs. L’Epos, Palermo, 2003. ISBN 88-8302-211-4
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Para el que quiera saber en pocas palabras, un libro extraordinario, fundamental, precioso, escrito en un italiano de hoy magnífico (no para lectores que creen ‘conocer  más o menos’ la lengua), que merecería no los honores de una traducción, sino que honraría a cualquier editorial con inquietudes culturales. Entretanto, tomemos nota de que una editorial no muy conocida tiene una colección de música sobre autores e intérpretes que abarcan un siglo, entre 1850 y 1950, dirigida por un especialista de reconocido prestigio. Y que quien corresponda, recoja el desafío o tome el ejemplo. El público de lengua castellana es enorme, y los interesados en música no serán una mayoría absoluta, pero estoy seguro de que habría mercado en los países hispano-parlantes para una colección o un libro como el que acabo de leer con enorme placer. Es largo, pero se lee como una novela, aunque se trate de la biografía en el orden cronológico de los acontecimientos de uno de los más grandes compositores rusos en absoluto.
La estructura es una introducción con advertencia (yo utilizaré la grafía tradicional en España, no la más moderna que en Italia pretende reproducir con mayor fidelidad la fonética rusa), y las siguientes partes: Rusia, Occidente, Unión Soviética, seguidas de apéndices como la lista de obras, una discografía razonada, la bibliografía y el índice de nombres, además de una serie de fotografías en blanco y negro sumamente interesantes, algunas más conocidas que otras.
La autora -eslavista y traductora de profesión, además de desempeñarse en la oficina de prensa del Teatro Comunale de Bolonia- ha hecho el enorme esfuerzo también de traducir por primera vez al italiano una cantidad de material importante -fundamentalmente cartas- y aparte de las investigaciones y bibliografía citadas (impresionante) destacan las entrevistas con Rostropovich y con el hijo del compositor, Sviatoslav.
¿A qué se debe el extraño título de esta reseña? A un remedo de Pedro y el lobo, claro, pero con el nombre en diminutivo (como en italiano, ‘Pierino’) y cambiado (‘Seriosha’ es el de Sergei). Es claro también quién es el lobo: Stalin y el estalinismo. ¿Y la rama de pino? Es el capítulo final, un acierto incontestable, sobre el final del músico. Pero antes de llegar a él, toda  una vida -breve, 62 años- de éxitos y obstáculos que podrían representar las vicisitudes de un gran artista confrontado a su talento y capacidad en lucha contra su época y a la escucha de la misma.
Del joven educado en casa por un padre y una madre extraordinarios (la figura de la segunda se impone como la protagonista de los primeros años, las primeras decisiones difíciles, los primeros sacrificios) con una institutriz francesa, el joven ‘superior’ de una zona bastante perdida o insignificante del imperio ruso, al estudiante brillante de Conservatorio (Glazunov, Rimski, pasan más de una vez por estas páginas no siempre en modo positivo; Rachmaninov algo menos), al intérprete de genio que luego deberá ganar su vida en muchos momentos utilizando su talento pianístico en conciertos públicos, al compositor que se afirma con fuerza pero también con dificultades y con reticencias (toda su relación con los ballets rusos, Diaghilev y Stravinski es apasionante y llena de altibajos), la fidelidad a los amigos y algunos parientes de un hombre más bien reconcentrado y no siempre fácil (típico del gran jugador de ajedrez que fue también).
Y, junto a todo esto, la permanente conflictividad con ‘un lugar en el mundo’ y con su país de origen. Huyendo del caos y los peligros de la revolución rusa, Procofiev pierde el barco que debía llevarlo -como a muchos otros, no sólo rusos- a Sudamérica. Una cosa tan minúscula como ésta influirá en su destino de afincamiento en Francia con giras frecuentes a los Estados Unidos (gracias a los oficios de figuras como Koussevitzky y también Coates, más fundamental en Inglaterra quizás) y estancias de una cierta extensión en Alemania. Hasta el momento de los primeros contactos con el nuevo régimen soviético y la decisión final -años después- de regresar definitivamente a Rusia (entonces Unión Soviética).
Lugar aparte merecen la relación con su primera esposa, Lina Codina o Llubera -apellidos real y artístico-, y con la que luego sería la segunda, una figura extraña y discutida (Mira Mendelson) y con sus dos hijos, con sus amigos rusos, se trate del compositor y colega de toda una vida Miascovsqui, de Eisenstein (y su relación con el cine y el magistral momento de colaboración privilegiada, por ejemplo, en Alexander Nevski, págs.390-391), con intérpretes como David Oistrakh, Rostropovich y Sviatoslav Richter, sus opiniones sobre la música francesa (su defensa de Ravel y su poco interés por el grupo francés de los Seis: Milhaud, Poulenc, Auric, Honegger, Tailleferre y Durey). Imposible enumerar las personalidades con las que se encontró y desencontró Procofiev (muestras también de la inclemencia del mundo de la música en todas las épocas).
Lo que resalta claramente es, en cambio, su pasión compositiva, su escribir a escondidas de médicos y enfermeras y a sabiendas de que no le hacía bien. Y su pasión primera, desde la infancia: la ópera. Las vicisitudes de las creaciones (o no) de El ángel de fuego y de Guerra y paz, las óperas ‘comprometidas’ o no, los ataques de formalismo y de música burguesa, etc. son seguidas en todos sus increíbles vericuetos (por cierto, ¿cómo estamos en nuestros respectivos países de reposiciones de obras de Procofiev, las óperas en primer término, pero no sólo las óperas?).
Es claro que Procofiev cayó “en la trampa” (como se llama el primer capítulo de la última parte). Pero es claro que en cierto momento tuvo que hacer una elección, difícil como todas y quizás equivocada. Decidió volver, y tuvo que sufrir todas las consecuencias hasta el final (también la crisis de su matrimonio hasta entonces feliz). La reprensión al hijo menor en Rusia es de una claridad brutal: “en París, la dificultad era encontrar el dinero, no las cosas; aquí, aunque hubiera abundancia de dinero, era difícil encontrar las cosas” (pag. 407). ¿Y qué escondía esa decisión extrema y extremosa de pedir a los amigos de París que no le escribieran a Rusia porque no pensaba contestar? (pág. 352). Pero también es cierto que escribió allí grandes obras -en medio de tantas dificultades y envidias- y tenía una serie de proyectos, pese a todos los pesares, las muertes (o suicidios o vaya uno a saber, como en el célebre caso Maiacovsqui) y ostracismos de figuras fundamentales para él (terrible la historia de la caída en desgracia y posterior asesinato del gran director teatral Meyerhold y también de su esposa , que tanto lo había impulsado a volver, y la de la detención y castigo absurdo de su primera mujer contada de manera emocionante por el hijo).
Por fuerza de cosas, el lobo sale malparado y una y otra vez se insiste en su maldad. De acuerdo. Pero no se describe igualmente -tal vez porque pesó de otro modo, también fundamental sin embargo, en las elecciones del autor- el desastre del final del zarismo, las iniquidades e injusticias que alentaron las revoluciones (la fallida y la triunfante), y el nazismo aparece siempre en relación con las atrocidades de Stalin (incluso durante la guerra), con lo que la condena por haber desatado una guerra que ensangrentó a Europa  (o quizás algo más que eso) queda algo diluida y como en segundo término. Pero quizás en vista del tema era fácil que se plantease el problema de los aspectos históricos a los que había que dar más realce .
Me interesa aún, en cambio, destacar dos cosas. El memorable análisis de la Séptima sonata (1943), en palabras de quien, por las típicas situaciones ‘circunstanciales’ no fue su creador absoluto, Sviatoslav Richter, pero fue su intérprete más memorable: “Esta sonata nos arroja brutalmente en la atmósfera amenazadora de un mundo que vacila. Reinan el caos y lo desconocido. El hombre observa el avance de fuerzas mortíferas. No obstante lo que ve, no deja por eso de existir” (pág. 431). Entre vanguardia y clasicismo (todo entre comillas), en el tira y afloja del ciclón del tiempo apasionante y terrible que le tocó vivir (y que vivió lo mejor que supo y pudo), es la mejor definición de esta obra en concreto y de toda la obra de Procofiev, que bailó entre la muerte de ‘Mercucio’ y las irónicas y divertidas hermanas/os de ‘Cenicienta’, que rió con la picardía de Matrimonio en el convento para llevarnos al infierno de El ángel a una Guerra y Paz que de Tolstoi saltaban a sus propios días: la tarea de un humanista verdadero, de un ajedrecista no complaciente.
Y de allí que su premio único y último haya sido en su último momento y de las manos del propio Richter (¡quién otro hubiera podido hacerlo!), esa simple rama de pino cortada por el pianista porque no se encontraba ni una flor, todas dedicadas a quien se había convertido en la pesadilla del final de la vida del autor. Juntos en la muerte -a distancia de días y por motivos parecidos- el pequeño Sergio no mató al lobo esta vez, pero supo estar -con sus miedos, sus contradicciones- a la altura de aquella vieja canción infantil que decía “juguemos en el bosque, mientras el lobo no está: ¿lobo estás?”. El lobo estuvo y no fue fácil jugar en su presencia o ausencia. Sólo murió de muerte natural -como otros dictadores presentes y pasados- y las flores que acaparó se han marchitado. Qué suerte que nadie encontró ni una. La rama de pino que Richter depositó sobre el ataúd mientras Oistrach tocaba dos movimientos de la Sonata en fa menor (que el propio autor había definido “soplo de viento sobre una tumba”) quedará, aun seca, como recuerdo del artista que apuesta por la vida incluso en el momento de la muerte. “Pese a todo, no deja de existir”: un triunfo más precario , definitivo y costoso que el de Pedro, pero más “ejemplar”, por más “humano”. Porque, a lo mejor, todo lo que tuvo que soportar y soportó se originó en un momento de 1927: “Estoy feliz de volver a contemplar mi amado Teatro Mariinski y lo miré y lo volví a mirar dando vueltas muchas veces alrededor de él” (pág.280). A ver, ¿quién no ha conocido alguna vez una emoción semejante?

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