España - Andalucía
¿Qué es eso de contemporánea?
José-Luis López López

Es una obviedad que toda la música llamada genéricamente, en Occidente, “culta”, “artística” o “clásica”, ha sido “contemporánea” en el momento de su creación (“création” se dice, en francés, de la primera audición pública, del “estreno absoluto” de una obra musical). Pero no siempre la novedad ha sido recibida como una inflexión radical de lo anterior: sí sucedió así con el advenimiento del Ars Nova nacida en el siglo XIV y que triunfó el XV, frente al Ars Antiqua, por poner un ejemplo venerablemente histórico. Y hoy vivimos -todavía- la gran oposición existente entre la recepción de la música del Clasicismo y del Romanticismo (incluso del post-Romanticismo) con lo que viene después (simplificando, el mundo de la música tonal frente a la atonalidad, especialmente encarnada en el dodecafonismo y serialismo iniciado por Schönberg y sus seguidores de la Segunda Escuela de Viena). Pero el tiempo, a la vez gran destructor y gran escultor, no pasa en balde; y la ósmosis perceptiva es indudable en muchos casos (el ejemplo más memorable es el de La consagración de la primavera de Stravinski: su estreno, el 29 de mayo de 1913, en el nuevo Teatro de los Campos Elíseos de París fue, probablemente, el más famoso escándalo en la historia de la música, con luchas a puñetazos entre los miembros del público y la necesidad de vigilancia policial durante el segundo acto; y, sin embargo, hoy, esta obra es aceptada con naturalidad por los espectadores más tradicionales).
Desde entonces (años previos a la Primera Guerra Mundial -la “Gran Guerra”, que cambió al mundo-, los de la propia contienda, y los posteriores) el estado de la recepción musical sigue su lento curso. Cierto que el público de nuestro tiempo no se comporta de modo tan exaltado y pasional: lo común es que los espectadores que no gustan de ciertas obras sencillamente se abstengan de asistir, o se salgan de la sala, bien en el intermedio, bien durante la interpretación, pero en silencio y sin dar muestras ostensibles de desagrado. También es verdad que, poco a poco, ciertas composiciones se van trasvasando al grupo de las plenas o tolerablemente 'audibles' para todos.
Alejo Carpentier, el gran escritor cubano, excelente conocedor de la música y amante de los contemporáneos de su momento (por ejemplo, Edgar Varèse o George Enescu, todavía hoy grandes ignorados) publicó una serie de artículos de reflexión musical en El Nacional de Caracas durante la década de los 1950. En uno de ellos, de 1957, cita al compositor suizo Frank Martin, a propósito de “la dificultad que tiene el público en admitir la música contemporánea”: “...se la sirven -escribe Martin- directamente, entre obras clásicas conocidas y admiradas. El choque resulta harto rudo. Yo he notado muchas veces que una obra nueva que llena todo un programa -una ópera, por ejemplo- conquista al público más fácilmente que una pieza insertada en un programa ecléctico. Si la mezcla es indispensable, creo preferible abrir los programas con las obras nuevas y sosegar al público, luego, con obras conocidas del repertorio universal”. El suizo lleva razón, no en lo de “una obra nueva que llena todo un programa” -si esta fuera meramente auditiva-, sino en lo de “la ópera”: la música teatral (y la cinematográfica: pensemos en 2001, una odisea del espacio, con sus abundantes fragmentos de György Ligeti, o en El planeta de los simios, con música completamente atonal de Jerry Goldsmith, entre otras muchas) hace más ‘llevadera’ a la música que se integra en ella. En cuanto a poner primero las obras nuevas y luego las conocidas, es una práctica general de las grandes orquestas hoy en día (siempre que las novedades no ocupen íntegramente la primera parte, sino sólo un trozo de ella; en caso contrario, ya hemos visto más de una vez a espectadores que se ‘rezagan’ y solo asisten a la segunda parte, si les merece la pena).
Pero el planteamiento de Festivales o Ciclos como el que nos ocupa es completamente distinto: se trata de la ‘inmersión’ completa en obras de la contemporaneidad más reciente. Y, como siempre comprobamos, hay dos elementos extrínsecos que coadyuvan al lleno del Teatro Central (u otro semejante) en estos conciertos: o el añadido escénico (danza o performance), que contribuyó -además, durante dos días: era previsible- a que no quedara ningún asiento vacío en Les Arpenteurs (leer reseña en Mundo Clásico), o la ‘cercanía’ a ‘estilos’ sonoros ‘cercanos’, en los límites indefinidos de la música ‘culta’ de hoy, lo que, para abreviar, llamaremos ‘corrientes rockeras o post-rockeras’, las ‘músicas alternativas’ o el heterodoxo jazz ‘progresivo’. Si no se da alguno (o los dos) de estos elementos, la asistencia está ‘cantada’: los 150 alumnos del Curso de Estética y Apreciación (procedentes de Conservatorios, universitarios inquietos intelectual y artísticamente, que consideran que este no es el peor de los modos de conseguir un determinado número de créditos docentes para sus carreras...) cuya asistencia a las clases del Curso y a los conciertos es obligatoria, más el centenar holgado de ‘contemporaneístas’ (incluidos compositores, intérpretes de música de hoy, artistas actuales de otras ramas -pintura, cine..-, más los que sufrimos la ‘perversión’ de interesarnos por esta música... porque sí). Total, poco más de la mitad del aforo de las 500 plazas, contando a los curiosos ocasionales.
Estas observaciones, creemos, no son ociosas: constituyen, en nuestra opinión, un marco indispensable para enfrentarnos al ‘problema’ de la recepción de la música contemporánea. Así las cosas, los cuatro intérpretes de Champ d'Action se encontraron ante unos 300 espectadores. Normal. Este grupo de Flandes, fundado en 1987 por el compositor Serge Verstockt (1957), su director principal, tiene su sede en Amberes, y consta de más de 50 “músicos y agitadores sonoros” (cuyos instrumentos van desde el piano a la guitarra eléctrica, desde el cello a los sintetizadores) que se distribuyen en su trabajo, fundamentalmente, por Flandes, Bruselas y Holanda. El terreno del ensemble flamenco (que, paradójicamente, ostenta un nombre francés) es muy amplio, pero siempre marcado por la heterodoxia. Su repertorio incluye desde la obra del compositor de Amberes Karel Goeyvaerts (1923-1993) -alumno de Milhaud y de Messiaen, colaborador de Stockhausen- a interpretaciones del anticonvencional -e indispensable: hay un CD grabado en el sello “hat(now)ART de Hat Hut”- Teatrise, del inglés vanguardista e izquierdista radical Cornelius Cardew (1936-1981). o a obras de investigadores sonoros estadounidenses, y programas siempre derivados de la electrónica.
Esa vocación heterodoxa quedó patente en esta ígnea, tremenda, alucinada actuación, al límite del paroxismo. Y solo a cargo de cuatro músicos. Empezando por lo último: el fascinante, pese a su brevedad, torbellino sonoro de la finlandesa (residente en Francia desde 1982) Kaija Saariaho (Helsinki, 1952), Petals (1988) para violoncello y electrónica, única pieza que no era estreno en España (recordamos que mi primera colaboración en Mundo Clásico fue una amplia reseña de la primera ópera de Saariaho, L'amour de loin, representada en versión de semiconcierto en el Barbican londinense, noviembre de 2002).
Pero precedieron a ese broche final algunas piezas sorprendentes y excitantes: dos de la norteamericana Lois V. Vierk (1951), prácticamente desconocida entre nosotros. Nacida en Hammond, Indiana, pero residente en Nueva York, podemos encuadrarla en el “post-minimalismo” o “totalismo”: titulada en etnomusicología en la UCLA (Universidad de California en Los Angeles), estudiosa de la música gagaku japonesa, primero con Suenobi Togi durante tres años en Los Angeles, y después, dos años en Tokio con Sukeyasu Shiba (el más importante intérprete de ryūteki -literalmente, “flauta dragón”- instrumento usado en el gagaku). La primera de las obras de Vierk, Go guitars (guitarra, percusión y electrónica), de 1981, obra repetitiva de resonancias post-rockeras, se diferencia del rock, mera virtuosística improvisación, en su minuciosa planificación compositiva, nada académica por otra parte, de incandescente energía.
En cuanto a Red Shift (1989) abruma al oyente con su estruendoso crescendo en el que participan los cuatro intérpretes, en una exploración de las texturas y la microtonalidad, muy estructuradas y, al tiempo, rabiosamente intensas.
Phill Niblock (1933), maestro del minimalismo extremo, en el límite del arte sonoro, produce masas de sonido que evolucionan de modo imperceptible, creando una sensación de “continuidad discontinua” que, en su profundidad, parece una metáfora de la eternidad. En Poure (2008), para violoncello y electrónica, Arne Deforce emprendió, con segura convicción, la ejecución de un único acorde que, durante más de 20 minutos, se repite incansablemente, mientras crece una reverberación electrónica que parece buscar el trance alucinatorio (o las ganas incontenibles de huir) en el oyente, sin dejarle término medio: solo caben las absolutas atracción o repulsión.
Del compositor argentino Claudio Baroni (1964), In circles II (2007), por el tutti, disfrutamos de una música de estatismo impertérrito, de atmósfera densa y tupida. En resumen: estos cuatro músicos, estos cuatro ‘activistas’ son el arquetipo del intérprete radical, sin el menor titubeo, con un control sobrehumano del pianissimo, una limpidez en los ataques y una sencillez deslumbradora en el planteamiento de tan extremas, abismáticas, escrituras musicales, Con decir que Petals fue como un descanso, una tierna despedida que sonó lírica, casi ‘clásica’... Feroces en su cometido; pero, para que no haya confusión, el cello de Deforce (se comprobó en esa última pieza, de Kaija Saariaho) es capaz de integrarse con maestría en cualquier cuarteto de cuerdas de primer nivel. Grandísimos músicos: quienes pueden lo más, pueden lo menos...
Y ahora podemos contestar a la pregunta que encabeza estas reflexiones y esta crítica: “¿Qué es eso de contemporánea?”. Hay muchas respuestas válidas; pero, hoy en día, “música contemporánea” tota facies, en todo su radicalismo y extremosidad, es esto que hemos contado. No creemos que, por el momento, se pueda ir más allá. El tiempo dará, a la hora precisa, su implacable veredicto. Pero muchos -no me atrevo a decir todos- de los oyentes salieron ‘transportados’, conmocionados, febriles. Eso ya es irreversible.
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