España - Aragón
Música orgánica
Carlos García de la Vega

No ha sonado este año la Joven Orquesta tan bien como el pasado, ninguna de las secciones ha tenido un sonido excelente, pero sin embargo nos hemos encontrado esta mañana con un concierto extraordinario.
La calidad de sonido no creo que se pueda conseguir en breves encuentros de trabajo como los de esta orquesta, y seguramente otros sonidos mejores de JONDEs anteriores sean cuestión de empatía entre los jóvenes, oportunidad y ese “no se sabe” que hace que lo más puramente físico de un concierto, la emisión del sonido, no tenga tacha en ninguno de los integrantes. Sin duda es algo fundamental como marca de una orquesta, pero también es un aspecto que se puede trabajar. Lo que en una orquesta “de plantilla” resultaría un lastre, en esta no me molestó lo más mínimo, teniendo en cuenta que el director se había dedicado a trabajar con los jóvenes otro aspecto mucho más descuidado e insólito.
Me refiero a la increíble capacidad de Vicent de conseguir desentrañar la esencia de la arquitectura musical de cada partitura. La proeza, y creo no exagerar, sucedió en las cuatro obras del concierto, tan diferentes entre ellas y que fueron las reseñadas en la ficha, más la propina Capricho Español de Rimski-Korsakov. El joven director -34 años- tuvo la habilidad manifiesta para hacer que la música no fuese más allá de una interpretación convencional, para conseguir ofrecer un organismo vivo. Trataré de explicarme: consiguió hacer que cada obra resultase un ente con vida propia en el que todos los sonidos eran esenciales y sus interacciones necesarias. Cada plano sonoro, cada parte de la partitura fluía, interactuaba, de forma inefable. Así, bajo su cómplice relación con los músicos, conseguía que aquello que tocaban fuese real como la savia que recorre un árbol y que no vemos. Corregía sobre la marcha, pedía matices, matizaba el volumen. Hacían vivir la música, y nos hacía vivirla. La sensación de necesidad, de que las cosas tienen que ser así y de ninguna otra manera, desde un punto de vista estrictamente musical fue la gran virtud de este director.
La recreación programática de una Fundición de acero de Mossolov fue impresionante y hasta sobrecogedora. Una rareza que provoca tanto desasosiego como admiración. Todos los músicos estuvieron vibrantes y potentes, y Vicent resultó el capataz de todo aquello.
Las Melodías vascas de Guridi pasearon por lo folclórico sin caer en tópicos, en parte por la mirada esencialmente musical y falta de prejuicios de Vicent. De igual modo que la Sinfonía patética de Chaicovsqui, que nos ofreció sin caer devaneos arrebatados ni grandilocuencia, dejándonos una obra musical variada en texturas desde un perspectiva otra vez exclusivamente musical.
En definitiva, un placer de concierto, fatalmente frustrado por un público que tosía sin piedad, y que, lo puedo asegurar, ha roto en más de cinco ocasiones el clima, la concentración y la unidad de las obras. Habrá que seguir a este director y percusionista que interpreta música-música y que reparte su carrera profesional tanto en las salas de concierto como en espacios alternativos en los que hace que diferentes estilos musicales cultos y populares, históricos y contemporáneos se mezclen en productos innovadores, y, después de lo visto, supongo que sin perder el rigor.
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