Reportajes

Lalo Schifrin. Un blues en fuga

Roberto Espinosa
viernes, 14 de octubre de 2005
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Las corcheas jazzísticas garabatean una fuga en el aire. El contrabajo está dibujando un blues para Johann Sebastian, mientras el swing se instala pausadamente en el teclado. Un rumor de Eisenach sobrevuela los espíritus y se confunde en un abrazo con las negras voces del Mississippi. Los ojos cerrados del pianista piensan que si Bach viviera en este siglo, sería un músico de jazz. “No creo en corrientes ni escuelas, sí en personalidades. Después los críticos o los musicólogos deciden que alguien pertenece a tal escuela. No creo que Chopin supiera que era un romántico, ni Mozart que era un clásico, ni Bach que era un barroco, ni Charlie Parker que estaba haciendo be bop. Cada cual hace lo que siente y deja que los otros lo clasifiquen”.

En el escenario del Teatro Colón un violín paterno guía los sueños del niño Boris “Lalo” Schifrin. Ha nacido en 1932 y ya un pentagrama entrevera los barrotes de su cuna. “Mi papá me traía de regalo batutas de grandes directores como Toscanini, rotas en un ensayo. Me llevó a estudiar piano con el padre de Daniel Barenboim y después con el maestro ruso Andrea Karalis”.

Una zancadilla

El jazz le hace una zancadilla a su adolescencia. “Todo estaba bien hasta que me recibí en el Colegio Nacional. Allí descubrí el jazz y mi padre se asustó un poco. El jazz estaba relacionado con drogas, night-clubs, mujeres de la noche. No lo culpo. Ahora que soy padre, comprendo que sus temores eran válidos. Aún así me dejó continuar con mi vocación”, cuenta.

René Leibowitz y Olivier Messiaen ejercitan la imaginación de Lalo en París. “Nunca decía a los músicos de jazz con los que me encontraba todas las noches, que los sábados me iba a escuchar la improvisaciones de Messiaen en el órgano, a partir de la misa clásica”.

Mauricio Smith, Lalo Schfrin, Pan con salsa, Mario Bauza
Dizzi Gilespie, Chino Pozo, Joe Williams y Marshall Royal

1956. En una discoteca porteña se agasaja a Dizzy Gillespie. El joven pianista porteño distribuye síncopas de sentimiento en el teclado. Dizzy se arrima: “Si te las arreglas para llegar a Estados Unidos, tienes trabajo en mi banda”. El viaje tardaría un poco. “Conseguí en 1958 que me hicieran llamar de Estados Unidos para trabajar en un restaurante mexicano. Viví de lo que me pagaban y de las propinas”. Gillespie es un mal político, cumple su promesa. Lalo abre las puertas de la música y el trabajo comienza a llegar. La Suite Gillespiana lo consagra. Partituras para películas y series televisivas. Bullit, La leyenda del indomable, El botín de los valientes, Mannix, Misión imposible.

Un médium

“La creación musical es esencialmente emocional, expresiva y también intelectual. Es un reflejo de la vida en sonido, y en la vida hay tanto sentimientos como ideas, emociones o percepciones. Cuando compongo a veces creo que soy un médium y que hay ideas en el aire que vienen de Dios posiblemente y es mi deber atraparlas. Hay que aprender la técnica para captar esos mensajes. Cuanto más trabajo, menos ego tengo, mayor humildad. Dirigir las grandes obras de los maestros del pasado y del presente me ayuda a comprender que uno tiene que ser humilde porque Mozart con tres líneas conseguía cosas que son sublimes”, afirma.

La Orquesta Filarmónica de París lo erige en su director. Compone música clásica, a partir del jazz. Hace arreglos para los tres tenores (Pavarotti, Domingo, Carreras). Su vida respira en una sala de grabación. “No creo que este sea un trabajo duro. Lo disfruto, me divierte. Compongo, dirijo, hago arreglos. Tres cosas distintas. Eso no es trabajo para mí. Es mi vida”.

La casa de Groucho Marx es su refugio. Talento y buena suerte. “La dirección orquestal me ha rejuvenecido en el sentido de que el trabajo del compositor se está convirtiendo en muy solitario. Un escritor se da cuenta rápidamente de que su vida es solitaria. Uno puede ir a un café, estar con amigos y bohemios, pero cuando está escribiendo, se está solo. A mí me gusta el desafío”. Será por eso que para Schifrin pareciera no haber una misión imposible.

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