España - Galicia

Las grandes ventajas de una orquesta pequeña

Alfredo López-Vivié Palencia
miércoles, 22 de febrero de 2006
Santiago de Compostela, jueves, 16 de febrero de 2006. Auditorio de Galicia. Kun Woo Paik, piano. Real Filharmonía de Galicia. Antoni Wit, director. Ignacy Feliks Dobrzynski: Monbar, obertura; Frédéric Chopin: Concierto para piano y orquesta nº 1 en Mi menor, op. 11; Wojciech Kilar: Orawa; Robert Schumann: Sinfonía nº 1 en Si bemol mayor, op. 38, ‘Primavera’. Ocupación: 70%
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¿Cómo hilar la historia de este concierto? A la vista del programa y de su director, resulta tentador hablar de Polonia, pero se me queda fuera Schumann; si me decanto por el siglo romántico, me estorba una obra escrita hace sólo veinte años; recurrir a la estructura clásica del evento (obertura-concierto-sinfonía) supone, otra vez, silenciar a Kilar. Por fortuna, no me corresponde escribir las notas del programa de mano sino hablarles de la interpretación de las obras, y ahí está su nexo de unión, en la Real Filharmonía de Galicia, y más concretamente en su tamaño.

Porque las dimensiones de la Filharmonía, con sus cuarenta cuerdas, resultan ideales para el período clásico en el que debe situarse a Ignacy Feliks Dobrzynski, no tanto por fechas (1807-1867) cuanto por estilo. Autor de un nutrido catálogo de obras sinfónicas, escénicas, instrumentales y camerísticas, esta noche abrió plaza la obertura de su ópera Monbar. Dice Juan Gil en las notas del programa que está ‘compuesta en un estilo weberiano de impecable instrumentación’, y no se me ocurre mejor explicación, salvo apostillar que Dobrzynski añade los ‘instrumentos turcos’ (la ópera en realidad se titula Monbar o Los Filibusteros) para dar más sabor a la pieza.

A Chopin desde luego no hay quien lo ubique en el clasicismo, pero hete aquí que a su orquesta -tan vilipendiada- le sientan bien las dimensiones clásicas, tanto más si Antoni Wit se esfuerza, con éxito, en una lectura alejadísima de cualquier exceso romanticón. El problema está en que el coreano Kun Woo Paik también lo ve del mismo modo, pero al revés. Me explico: Paik deja en casa los azúcares y almíbares de otros tiempos (y eso no es sequedad oriental, sino globalización), y con un toque poderosísimo y un sonido ciertamente apabullante -sin abusar del pedal, ojo- ofrece una versión compacta, de una sola pieza, pero que suena a… Brahms.

De Wojciech Kilar (Lvov -hoy Ucrania-, 1932), compositor dedicado a partes iguales a la música de concierto y a las bandas sonoras cinematográficas, el año pasado se pudo escuchar aquí su estruendosa cantata Exodus. La obra de esta noche, Orawa (1986), no tiene nada que ver; inspirada en paisajes polacos, se trata de una pieza para orquesta de cuerda que fácilmente se podría calificar de minimalista si no fuera porque, además, es emocionante: el motivo principal -único- parte del concertino, apoyado por otros dos instrumentos a velocidad de vértigo y en actitud rítmicamente obstinada, y pasa, síncopas mediante, por las diferentes secciones de la orquesta como una inexorable tela de araña de modo que el oyente queda atrapado sin remedio. La cuerda de la Filharmonía sudó la camiseta, pero se lo pasó en grande.

También el año pasado sonó en Santiago la música de Schumann. Me pareció entonces que tocar sus sinfonías con una orquesta del tamaño de la Filharmonía resultaba un buen argumento contra quienes se quejan de sus dotes orquestadoras. Hoy lo confirmo: Schumann suena mucho mejor así que con setenta cuerdas. Y está claro que Antoni Wit participa de esa idea, dando una interpretación muy ágil y con un impulso incansable -transmitido a la Filharmonía en corriente continua por el concertino de esta noche, Adrian Adlam-, pero sin olvidar jugar con los detalles ni 'rubatear', aunque sólo sea un poquito, cuando la cosa lo merece.

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