Discos
Las pesadillas del sinfonista discreto
Alfredo López-Vivié Palencia
Si alguna cosa buena tuvo el régimen estalinista es que no prohibió las sinfonías como forma de expresión musical. Otra cosa es que luego examinara las partituras con lupa, censurando unas y ensalzando otras según el cedazo de los soviets; pero la sinfonía como tal era bien recibida, al contrario de lo que mayormente sucedía entonces en el ‘moderno’ occidente europeo. Y si no, que se lo pregunten a Nikolai Yakovlevich Myaskovsky (Novogeorgiyevsk, en la Polonia zarista, 1881 – Moscú, 1950), que llegó a firmar nada menos que 27 de ellas: con razón su alumno Aram Jachaturian recuerda haber leído en los diarios del maestro que Myaskovsky sólo consideraba verdaderos artistas a quienes no paraban de componer.
Pues sí, este ingeniero militar del cuerpo de zapadores malgré lui ingresó tarde en el Conservatorio de San Petersburgo (era el mayor de la clase, aunque hizo buenas migas con Sergei Procofiev, diez años más joven que él), pero con los años se las apañó para recuperar el tiempo perdido en el ejército, y además de ejercer durante tres décadas como profesor de composición en el Conservatorio de Moscú, dejó un enorme catálogo de obras en todos los géneros –menos en el operístico. Seguramente a ello ayudó su soltería y su vida socialmente discretísima, aunque siempre gozó del respeto de sus colegas, y casi siempre del de las autoridades (algún que otro puyazo recibió del ínclito Zhdanov en sus últimos años de vida).
Posiblemente ese bien ganado respeto fue lo que le permitió estrenar en 1924 su Sexta Sinfonía, que dirigió el legendario Nikolai Golovanov. La sorpresa viene no tanto por el trasunto íntimo-político que se le pueda buscar a la obra, cuanto porque ésta concluye con un tema abiertamente religioso: un coro que canta un himno funerario de la iglesia ortodoxa, ‘De la separación del alma del cuerpo’ (también es verdad que después esta sinfonía apenas se volvió a interpretar). Parece ser que el público asistente al estreno salió hecho un mar de lágrimas, porque la pieza había hecho el mismo efecto que el producido en el adolescente Myaskovsky al escuchar la sinfonía Patética –también la sexta- de Chaicovsqui.
No era para menos. La sinfonía –la más larga (algo más de una hora) y la más enjundiosa de todas las que compuso Myaskovsky- se las trae con abalorios: valga simplemente echar un vistazo a la nomenclatura de sus cuatro movimientos (‘allegro feroce’, ‘presto tenebroso’, ‘andante appassionato’, ‘andante molto espressivo’) para hacerse a la idea de que la cosa no es ninguna broma. El primer movimiento es literalmente agotador: veintitrés ominosos minutos llenos de impulsos cargados de ansiedad y de disonancias (ojo, como recurso expresivo -y no como modus operandi-, digamos que al modo de Scriabin) que se mueven como desorientados pero de forma incansable, sólo interrumpidos por motivos de advertencia del metal.
Y la presión no se acaba ahí. Sigue lo que formalmente sería un ‘scherzo’ que gira sobre el Dies Irae medieval, una pesadilla en toda regla que haría palidecer al mismísimo Berlioz. El tercer movimiento es tan intensamente lírico que, lejos de relajar, incrementa el afán del oyente. La conclusión parece, inicialmente, que por fin hará que la obra levante cabeza con los alegres cantos revolucionarios franceses que reproduce la orquesta, pero poco a poco se impone el ambiente fúnebre aunque tranquilo a cargo del coro.
Y ahora, como en cualquier otra sinfonía soviética, hay que hacerle la autopsia a su partitura: Myaskovsky escribió la sinfonía fuertemente impresionado por la muerte de su padre (al parecer asesinado por un joven revolucionario que no pudo tolerar la exhibición de símbolos zaristas en la solapa de su uniforme) y de su tía (que había ejercido de madre del compositor, tras el prematuro fallecimiento de su cuñada); pero también hay quien –como la musicóloga Maya Pritsker- se pregunta si el autor no mostraba su desazón al observar la evolución de los acontecimientos en un país que se acababa de recuperar del desastre de la Primera Guerra Mundial para meterse en otro desastre político. Pues verán ustedes, si en el estudiadísimo caso de Shostacovich los expertos no se ponen de acuerdo sobre el diagnóstico, me guardaré muy mucho de aventurar yo aquí una conclusión al respecto de Myaskovsky.
Estrenada en 1928, la Décima Sinfonía no se aparta de los malos sueños, pero en este caso su interpretación es más fácil. Se trata de una obra en un único movimiento de apenas un cuarto de hora de duración, basada en el relato de El Caballero de Bronce de Pushkin: un joven maldice la estatua ecuestre de Pedro el Grande tras haber perdido a su novia en las terribles inundaciones que asolaron San Petersburgo en 1824; la estatua cobra vida y persigue inexorablemente al infortunado muchacho hasta que él también se lanza a las aguas del Neva. Póngase esto en manos de un habilísimo orquestador como Myaskovsky y el resultado será lo que comúnmente conocemos como un poema sinfónico arrebatador.
Seguramente, de todo el corpus sinfónico de Myaskovsky es la Sexta la obra que merece más atención (por algo Leopold Stokowski la estrenaría en los Estados Unidos en 1926). De hecho, en disco es la que ha tenido mejor suerte, y además de la versión comprendida en la –única, hasta donde yo sé- integral de Evgenii Svetlanov (Olympia), puede uno escuchar, por ejemplo, la interpretación de Kirill Kondrashin (Russian Disc) y más recientemente la de Neeme Järvi (DG); todas ellas muy recomendables.
Lo mismo que la versión que hoy se comenta. Éste ha sido mi primer encuentro con la Filarmónica de los Urales –fundada en 1936 y residente en Ekaterinburg (de soviética, Sverdlovsk)- y Dmitri Liss, su director titular desde 1995. Y la impresión no ha podido ser más favorable: los mimbres de la orquesta no hacen de ella la mejor de las rusas, desde luego, pero estos músicos tocan con tal entrega –vuelvo al ejemplo del tremebundo movimiento inicial de la Sexta- que me ha recordado los mejores tiempos de las visitas de las orquestas soviéticas en los últimos años setenta; y Liss me ha parecido un director tan exigente en los planteamientos como eficaz en los resultados. Además, la toma de sonido es muy buena, y las notas de la carpetilla -debidas a Malcolm MacDonald-, más que interesantes.
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