España - Valencia
El Réquiem caído
Vicent Guillem

Sabía de Plasson -todo un conocedor en este repertorio francés- por su prolongada labor al frente de la Orcheste Nacional du Capitole de Toulouse, durante nada menos que treinta años. De la Orquesta de Valencia, aunque hacía tiempo que no la escuchaba, no ignoraba que en buenas manos puede sonar con corrección, incluso, en ocasiones, con brillantez. Nada conocía, empero, de los solistas que iban a intervenir ni del coro. Iba, pues, con las consiguientes reservas. Sin embargo, lo que menos me podía esperar fue lo que al final ocurrió. Fue, precisamente, Michel Plasson -todo un especialista, ya ven- el que, de forma incomprensible, pareció cometer el error de confundir, desde los mismos comienzos del ‘Introitus’, esa contención emocional que tanto define esta obra, esa suerte de discreción pudorosa, de impulso retenido, que le son tan propios, con la laxitud y el decaimiento.
Ausente, pues, esa respiración interior que alienta a todos y cada uno de los movimientos, una sensación de hundimiento se adueñó rápidamente del ‘Introtus’ para, acto seguido, contagiar a su vez al siguiente movimiento, el ‘Offertorium’, que, de la mano de Plasson, cayó, asimismo, desmayado de pura flojedad. Fue este aflojamiento, esta elongación exagerada de las líneas maestras que lo sustentan, lo que acabaría finalmente con la obra -el Réquiem de Faure, como mandan los cánones de la tradición en la que hunde sus raíces, está concebido como un todo orgánico, integrado a su vez por una serie de movimientos, siete, en este caso, que, interrelacionados, encuentran su razón y su sentido en el anterior, en el que le precede.
Así, de esta forma, para cuando Plasson se quiso dar cuenta, mi adorado Réquiem yacía ya en el suelo, caído, exánime. En vano intentó que levantara el vuelo en el ‘Sanctus’, pero ya era tarde, carecía del punto arquimédico necesario para que éste tomara altura. Lo único que consiguió fueron leves atisbos, logros apenas dignos de mención, y que en nada lograron enmendar la sensación de decadencia que, como un lastre casi insuperable, se había adueñado ya de la interpretación. Tampoco ayudaron, ni la soprano Danna Glaser en el ‘Pie Jesu’, ni el barítono Richard Rittelman en el ‘Libera me’, que, en tales circunstancias, y contagiados, ambos de la apatía general, poco aportaron al conjunto. Fue quizá el Coro Catedralicio, para mi sorpresa, el que salvó con mayor decoro el difícil envite. Su ‘Agnus Dei’, sobre todo su parte final, fue de lo mejor de la noche.
En la segunda parte, Plasson, consciente de la interpretación y la imagen ofrecidas en la primera parte -los músicos son los primeros en darse cuenta de las carencias o virtudes, según sea el caso, de una “representación”-, salió mucho más animado. Parecía, incluso, rejuvenecido. Pero, como sabemos bien, una cosa son las apariencias y otras sus sonidos. La música de Ravel, primero los Valses nobles et sentimentales, y luego La Valse, aunque expuesta con cierta pulcritud, y, desde luego, con mejor tono que la del pobre Faure, no consiguió hacer olvidar a un servidor la decepción vivida. Otra cosa bien distinta debió de pensar el siempre generoso público valenciano que llenaba la sala, ya que, una vez finalizada la ejecución de La Valse, aplaudió tanto o más incluso que el día anterior a Paavo Järvi. Tras los bises de rigor, un par, de esos de corte eminentemente “popular” que sirven para acabar de meter al público en el bolsillo, Plasson consiguió lo que quería: salir del Palau de la Música en loor de multitudes y por la puerta grande.
En otros tiempos, no demasiado lejanos, por cierto, ante semejante “simulacro” este comentarista hubiera reaccionado quizá de forma airada. Ahora, tras años de gozos y, también, claro está, de sombras, curado ya de todo espanto, prefiere reservar las palabras, las emociones y el afecto para las ocasiones que, de verdad, los demanden.
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