España - Canarias

De la verdad al artificio

Sergio Corral
jueves, 19 de noviembre de 2009
Las Palmas de Gran Canaria, martes, 10 de noviembre de 2009. Auditorio Alfredo Kraus. Gerard Claret: violin. Lluís Claret: violonchelo. Orquesta Filarmónica de Gran Canaria. Marzio Conti: director. Johannes Brahms: Concierto para violín, violonchelo y orquesta en La menor, op. 102 ‘Doble concierto’. Felix Mendelssohn-Bartholdy: Sinfonía nº 3 en La menor, op. 56 ‘Escocesa’. Temporada 2009-2010 ‘En torno a Mahler’
0,00021 Podríamos considerar lo escuchado durante la primera parte de este concierto como una perfecta continuación de aquel celebrado hace dos semanas, cuando quien estaba al frente de la OFGC era el maestro Günther Herbig. Ambos eventos participaron del espíritu común del buen hacer; del verdadero arte, con un tratamiento muy cuidadoso y atento al detalle que permitió obtener lecturas enriquecedoras y en cierto modo novedosas de obras muy frecuentadas del repertorio. La segunda mitad, por el contrario, fue una nueva cita con la mediocridad, con el gusto por lo rimbombante y la prisa por cumplir con el compromiso contractual -olvidándose por completo de la cualidad excepcional del momento que supone cada interpretación- repitiéndose por desgracia lo que parece ser -salvo gloriosas excepciones- la norma de la cita semanal de los conciertos de temporada.

El Doble concierto de Brahms abría la noche, y como sucedió en la anterior velada, con la interpretación de su Segunda sinfonía, de nuevo aquí una obra suya tenía la fortuna de contar con el buen criterio y entendimiento de sus traductores. La medida y la claridad resumen perfectamente las cualidades de las que se vio dotada la op. 102 de su catálogo. Claridad en la dilucidación de su estructura y en la exposición de los diferentes motivos que ayudaron a remarcar el inconfundible perfil clásico del maestro alemán. Una interpretación sólida, con la robustez que dan unos tempi comedidos y justos -suficientes como para permitir recrearse en la escucha- y la firmeza que otorga la convicción en lo que se hace. A todo esto debemos añadir que fuimos los afortunados testigos de la gran compenetración manifestada entre solistas y orquesta, además de la gran nitidez y elocuencia tímbrica de las que hicieron alarde destacando, de manera sobresaliente, la calidez de la voz del chelo de Lluís Claret y la brillantez de la familia de viento madera.

La aparente buena voluntad con la que Marzio Conti afrontaba los primeros compases de la Sinfonía Escocesa se reveló posteriormente como lo que era: una tapadera, pura apariencia. Mucha fuerza y empuje, pero poco o ningún espíritu. Decir que escuchamos una interpretación irregular, en la que se alternaban momentos lúcidos, esplendorosos, de algún calado con otros huecos, o desiertos, supondría ser demasiados benevolentes y condescendientes, además de estar dotando de credibilidad -veracidad- a una interpretación que no la tuvo por recurrir al falso tópico de “más es mejor” y por haber resultado ser una gran tomadura de pelo.

Esta lamentable experiencia no es más que una nueva evidencia de que las obras “populares y vistosas” son las más difíciles de descifrar; las que peor paradas salen por ser terreno sobre el que se cimienta la equivocada creencia que afirma que con ellas se tiene asegurado de antemano más del cincuenta por ciento del éxito de una interpretación, y que el resto del porcentaje a cubrir se obtiene con mucha maña, mucho teatro. La Tercera sinfonía de Mendelssohn -como toda creación auténtica en la que se evidencia el genio de un creador- es un complejo entramado de distintos elementos musicales entre los que la melodía y los tutti poseen un papel relativo destacado. Un protagonismo que adquiere su verdadera dimensión cuando son entendidos y tratados bajo la mirada abarcadora del conjunto, muy lejos de la fraudulenta jerarquía que se les pretende otorgar cuando son interpretadas de forma ‘aislada’. Olvidar esto y sólo pretender agradar al público subrayando desaforadamente aquello que es particularmente de su agrado es rebajar la grandeza de la música clásica al nivel de la superficialidad de la música de vodevil.

Aunque nos cueste admitirlo, este vicio es ya costumbre y la fatídica fórmula funcionó; una vez más se cumplió con el compromiso y una vez más el público picó el anzuelo.
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