España - Galicia
La voz de la tecnología que somos (y no somos)
Paco Yáñez
Adentrarse en el universo de Miguel Palma (Lisboa, 1964) supone poner en cuestión buena parte de nuestros prejuicios sobre las relaciones existentes entre arte y tecnología: un diálogo que en la muestra del artista portugués que durante esta primavera se puede visitar en el Centro Galego de Arte Contemporánea constituye un auténtico núcleo de reflexión, marcada, según Miguel von Hafe -director del centro compostelano-, por conceptos como narración, modernidad, interpretación, degeneración, fracaso o progreso; algo que lo lleva a cuestionar ya no sólo «los pilares de la práctica artística sino también las propias convenciones sociales y legales» de un proceso creativo de carácter híbrido, en el que los objetos se vacían de sus funciones originales, se deslocalizan, se redefine ya no sólo su naturaleza, sino su propia ontología (y con ello su lógica, uso y sentido en nuestra cotidianeidad).
Recorriendo las salas que albergan la muestra Desconforto moderno se percibe hasta qué punto las obras de Miguel Palma, dispuestas en conjunto, resuenan como un todo orgánico de naturaleza tecnológica: vibraciones, zumbidos y crepitaciones se amalgaman de tal modo que la exposición pareciera respirar, mostrar una topología auditiva paralela a la visual, más humanizada en sus pulsaciones vitales. Una mirada a sus obras nos confronta recurrentemente con la crítica al tecnologicismo elevado a dogma de fe en nuestra contemporaneidad, con un cuestionamiento del positivismo y el progreso como creencias extendidas en los imaginarios sociales (Europa 2000 (1999) es una pieza tan paradigmática como cruel al respecto de las utopías (im)posibles). Sin embargo, una audición holística de su obra reunida en el CGAC nos remite a la condición de ente vivo de esa misma tecnología. Es por ello que la obra de Palma nos ofrece tantas posibles entradas como lecturas nuestra disposición mental haya dispuesto en cada visita: podemos comprender esa presencia de lo tecnológico como una amenaza, como una mirada nostálgica a los estratos de su desarrollo, como un nuevo medioambiente del que parece no nos desligaremos jamás, o como una invitación a pensar estos conceptos rehuyendo todo simplismo, desde la complejidad que supone algo tan enraizado en nuestra propia existencia: que la construye y define día a día...
...en esas coordenadas se mueve Utopía sonora, primero de los conciertos del ciclo ‘Música y arte. Correspondencias sonoras’, que el ensemble Vertixe Sonora desarrollará a lo largo de 2013 en el CGAC, en estrecha vinculación con las exposiciones del centro. Como en temporadas anteriores, el diálogo entre compositores y artistas se abrirá a la vibrante creación musical actual, pues en (tan sólo) cuatro conciertos se convoca a diecisiete compositores de trece nacionalidades: Argentina, Brasil, Chile, España, Francia, Grecia, Irán, Italia, Japón, México, Rusia, Suecia y Turquía. Buena parte de estos compositores escribirá piezas inspiradas en los artistas y obras programadas por el CGAC en lo que resta de año: la más directa vinculación y correspondencia artístico-sonora que podamos trazar. En otros casos, se busca que las partituras dialoguen con el espíritu, lógica y procedimientos de las exposiciones, interpelándose mutuamente. Esto último ha sido lo ocurrido en el primer concierto de ‘Correspondencias sonoras’ 2013.
El título de la muestra de Miguel Palma: Desconforto moderno, podría perfectamente valer para kobushi burui (2012), partitura de la compositora sueca Malin Bång (Gotemburgo, 1974), que hoy recibía su estreno en España. Con su programación, Vertixe Sonora demuestra ya no sólo la actualidad de sus propuestas musicales, pues se trata de un reciente estreno en las Donaueschinger Musiktage 2012, sino la filiación que ha logrado establecer, pasados estos tres primeros años de ‘Correspondencias sonoras’ (dos a cargo de Vertixe), entre partituras no escritas específicamente sobre/para un artista y determinadas propuestas expositivas del CGAC. En kobushi burui se produce una tensión análoga en el seno de la modernidad, con las luces y las sombras que encierra ese entramado de dispositivos tecnológicos de los que nos rodeamos para un mayor ‘confort’ (cuando no dependencia y esclavitud) cotidiano.
Escrita para cuatro instrumentos convencionales (tratados de un modo en absoluto convencional): saxofón tenor, piano, percusión y guitarra eléctrica, su orgánico se acompaña de objetos eléctricos ad hoc, tales como máquina de coser, ventilador, aspiradora y secador de pelo (activados respectivamente por percusionista, saxofonista, pianista y guitarrista); algo que confiere a kobushi burui una sonoridad de síntesis entre lo tecnológico y lo acústico que es eje central del pensamiento de Miguel Palma (baste pensar en piezas como la instalación Little Boy (2007), con su turbina empecinadamente giratoria en bucle). Las sonoridades eléctricas en la partitura de Malin Bång no harán su aparición hasta avanzada la misma. Su comienzo nos remite a una performance de gestos cotidianos (algo que encuentra analogías con la muestra de Palma en obras como la performance de 2004 Dejeuner sur l’arbre). En kobushi burui es el percusionista quien, de forma prácticamente coreográfica, da comienzo a una plétora sonora de carácter extendido en la que su set de percusión nos da una idea de la inventiva tímbrica desplegada por la compositora sueca: caja con piedras rozadas por rodillo de cocina, fregadero metálico rascado con cadena, botella de anís, platillo sobre plancha de metal, spring drum, armónica, plato de madera y diversos artefactos para activar estos objetos. Como fácilmente se deduce, la sonoridad alquitarada a lo largo de sus 18 minutos de duración es todo menos un ente resonante convencional. Las texturas y los timbres producidos adquieren muy diversos volúmenes, caracteres y dinámicas; en todo caso perfectamente lógicos con el resto del efectivo instrumental, también considerado de forma altamente imaginativa y personal.
El saxofón (como los restantes instrumentos, amplificado) separa sus tubos superior e inferior de forma continua, siendo estos soplados y golpeados sin tono específico, con texturas muy sugerentes de naturaleza electrónica: una sonoridad conscientemente buscada por Bång a lo largo de toda la composición; de ahí que, como en la obra de Miguel Palma, en muchas ocasiones sea arduo discernir si es humano lo tecnológico o tecnológico lo humano. La guitarra eléctrica se ve también activada por toda una constelación de objetos como monedas, tapas metálicas, arco de violín, tarjetas de plástico o lata de refresco (cuyo emplazamiento sobre el mástil del instrumento crea una sonoridad grave y cavernosa muy sugerente y ambigua). A ello se suma un soberbio trabajo de piano, activado, además de en el teclado, profusamente en el interior de la caja, con objetos como vaso, bola de picos, tarjeta de crédito, o tabla de madera; además de percusión contra suelo y roce de la propia silla del pianista, o una sordina en las cuerdas del piano con tiras de masilla adhesiva que le confiere un carácter ronco y seco.
La síntesis de todas estas sonoridades, en las que, aguzando el oído, podemos incluso discernir ecos de formas canónicas, como motivos en fuga, contrapuntos o arpegios ruidistas (especialmente discernibles en piano, fregadero y guitarra, con sus muy distintas calidades sonoras), además de reverberaciones de la música popular, como los efectuados por la guitarra, es abigarrada y heterofónica en grado sumo. Malin Bång juega de forma constante con la amalgama ruidista, con el crescendo y la conformación de grandes masas sonoras polifónicas que contrasta con otros pasajes más depurados: apenas punteos resonantes de naturaleza evanescente. La relación con los aparatos eléctricos antes mencionados es curiosa: en un primer momento, y al producirse el primer gran tutti en fortissimo, apoyan el discurso instrumental, engastándose en éste. Pero, progresivamente, serán máquina de coser, ventilador, secador y aspiradora quienes protagonicen los compases centrales de la partitura, siendo los instrumentos acústicos quienes comenten ese bucle de sonoridades motorizadas que los aparatos exponen en pálpitos crecientes y decrecientes, marcados por una circularidad obsesiva y una alternancia dinámica constante activada e través de pedales por los instrumentistas: lo humano y lo mecánico se funden alternando voces y protagonismo, creando un nuevo Prometeo musical, como hombre-máquina de perturbadoras resonancias históricas.
En cierto modo, kobushi burui, aun siendo una pieza muy compacta, fruto de una escritura refinada y consciente de las sonoridades alquitaradas por los efectivos eléctrico y acústico, tiene en sus compases centrados en los aparatos tecnológicos sus pasajes menos sólidos, hasta un tanto cansinos en su reiteración. Sin embargo, esos bucles obsesivos consiguen, de algún modo, ser conceptualmente lógicos con la reflexión sobre el tedio de una cotidianeidad sumida en esas rutinas domésticas, creando un tedio ad absurdum que casa con muchas de las creaciones de Miguel Palma, que nos hará visitarlas con una nueva mirada al regresar a las salas del CGAC. Como sugiere Dan Cameron en su texto Re-Inventing the Wheel: «En realidad, no hace falta una gran dosis de imaginación para percibir que en el entorno social de la actualidad una cantidad de gente preocupantemente numerosa se comporta como si todos existiéramos con el objetivo de servir a las máquinas, y no al revés»... La no reconsideración de estos puntos de (des)equilibrio nos lleva a situaciones como la reflejada por Miguel Palma en My Daily Life (2011): a esa báscula de compleja nivelación entre las tensiones de lo cotidiano y una química que aparece impostada como nueva forma de tranquilidad...
En la segunda obra del concierto, Vertixe dejó su lugar en escena para proceder a la videoproyección sonora de la pieza Kein Thema (2007), de la compositora griega Marianthi Papalexandri-Alexandri (Ptolemais, 1974). Fue el ensemble de percusión californiano 'red fish blue fish' el que interpretó una obra de carácter tan poético como experimental, tan lírica como subversiva. En ella, distintos materiales: canicas, láminas metálicas, cuencos tibetanos, placas de metalófono, papel de estraza, etc., son rascados, percutidos y desplazados unos sobre otros en lo que pareciera una danza objetual de delicadas resonancias. El pasaje central, con las tres placas cruzadas y los percusionistas colocando canicas en los agujeros laterales de las mismas, es un ejemplo de reacciones que «permiten nuevas formas de comportamiento y comunicación del grupo», tal y como afirma la compositora. El universo mínimo de esta pieza pone en un primer plano la relación entre gesto y sonido, algo tan anhelado en la creación musical contemporánea con respecto a la gestualidad pictórica, y que aquí revela formas de energía sonora de carácter coreográfico en las que una limitación de materiales y acciones activa un universo ruidista en el que gestos similares van produciendo nuevas reverberaciones a partir de nimios cambios en la situación escénica. La propuesta de Marianthi Papalexandri, en todo caso, me parece conceptual y musicalmente por debajo de las partituras ejecutadas en vivo esta noche en el auditorio del CGAC.
La última de ellas es una creación del español Manuel Rodríguez Valenzuela (Valencia, 1980): 24 (2013), composición estrenada por el Ensemble intercontemporain en Dinamarca, y presentada el pasado mes de marzo en Madrid, en el marco del III Festival SON, por Vertixe Sonora Ensemble. 24 propone una plantilla cuando menos curiosa: violonchelo amplificado, piano a diez manos y megáfonos. El trabajo que Valenzuela realiza sobre estos dos instrumentos tan enraizados en la tradición los convierte en objetos sonoros radicalmente nuevos, especialmente en el caso del piano. Éste es alterado tímbricamente de forma continua por cinco instrumentistas: uno fundamentalmente en el teclado; los cuatro restantes, ya sea marcando el tempo de la obra o activando el arpa del piano con sedales, cerdas, púas, super-balls, bottle neck, cámara de bicicleta, e-bows, poliestireno, o unos artilugios diseñados por el compositor consistentes en placas de madera con cinta adhesiva que, al aplicarse contra las cuerdas del piano, al golpear suenan como un col legno seco y oscuro, y al ser retiradas producen una suerte de pizzicato polifónico, masivo y resonante, muy perturbador. Por si esto fuera poco, el pianista utiliza un megáfono para producir acoples agudos, así como con el micrófono una suerte de arpegio contra el teclado (cuya sonoridad recuerda a las del Guero (1969) de Helmut Lachenmann; aquí amplificadas y actualizadas por un megáfono que confiere cierta distorsión e impureza). Los activadores de la caja pianística llevan a cabo acciones ad hoc, como frotado de arco contra diapasón; además de expandirse en el tercer movimiento por el escenario, activando en acoples sus respectivos megáfonos, dos de ellos también cajitas de música, y un cuarto una cuerda de violín atacada con arco y amplificada vía spring drum, en el último movimiento.
La preparación del violonchelo no es tan extrema. Básicamente consiste en alterar la afinación de sus cuerdas; especialmente la grave, notablemente destensada, así como la amplificación de la primera y la cuarta con spring drums, y sordina metálica en el puente; una sordina metálica que será utilizada como cuerpo resonante, al rascar contra ella el arco del violonchelo, en un efecto agudísimo e hiriente al oído (como lo será la polifonía de acoples de megáfonos en el tercer movimiento). Es precisamente el violonchelo, en su ronquísima cuerda grave, quien protagoniza el comienzo de la obra, con una serie de ataques obstinados, correspondidos por un sutil trabajo en la caja del piano, muy marcado por el uso del pedal y apuntes atomizados en respuesta al violonchelo, haciéndonos intuir las posibilidades de la preparación del piano que en el segundo movimiento conoceríamos. La forma en que Valenzuela redefine los espacios cotidianos de su instrumento, a partir de enfoques diversos, con una mirada microscópica a cada rincón de su cuerpo, nos remite a la pieza de Palma Deep Breath (2007), en la que reflexiona sobre el cambio de nuestra mirada sobre topologías fijas.
Mucho más extenso, complejo y musicalmente potente, el segundo movimiento de 24 comienza con un ataque percusivo de las placas adhesivas contra las cuerdas del piano, algo que conformará una sonoridad masiva y abigarrada que se sucederá de distintos pasajes en los que el arpa del piano se convierte en un auténtico ensemble de percusión que sobrepasa buena parte de lo conocido en este género de activación musical. El violonchelo es tocado en todos sus registros, sugiriendo fraseos en sus tesituras agudas que tienen una bella correspondencia en el evanescente canto que los sedales producen al ser deslizados contra las cuerdas agudas del piano; como posteriormente entre el pizzicato del violonchelo y el efectuado en arpa de piano. En estos compases se produce un guiño a la tradición; algo que el pianista también sugerirá en el teclado, si bien todo el movimiento despliega una plétora de técnicas extendidas en la que se concentran prácticamente todos los objetos y recursos antes mencionados, con un resultado abrumador: más arquitectónico que el minimalista primer movimiento, y destacadamente polifónico en cuanto a voces y proliferación tímbrica, por no hablar de un entramado rítmico endiablado, en el que la polirritmia por momentos nos recordará a las capas discrepantes de Charles Ives, aquí llevadas al extremo en tan sólo seis voces.
El tercer movimiento acompaña las voces principales de piano y violonchelo de un coro de megáfonos en fuga que se activan en acoples tras una entrada confiada a las cajitas de música, con su evocador canto (nuevo guiño a la cohabitación entre lo mecánico y lo acústico con respecto a la exposición de Miguel Palma). Se produce en este movimiento la más clara referencia a la tradición, con una cita extraída del ‘Adagio’ de la Sonata para violonchelo y piano en re mayor de Beethoven; opus 102 Nº2 del genio de Bonn aquí en progresiva distorsión, fundamentalmente en el violonchelo, y enrarecida por un paisaje sonoro tan poco afín como el de los megáfonos. Este tercer (y ecoico) movimiento, en todo caso, me ha parecido más cargado de buenas intenciones que logrado en cuanto a resultados: inconexos y musicalmente endebles.
Descomponiendo el título de la obra de Valenzuela, podríamos decir que segundo y cuarto son los movimientos más sólidos de la composición. En su última parte, el piano es activado a ocho manos, mientras que uno de sus activadores previos se mantiene en el otro extremo del escenario para efectuar en un primer momento soplidos, susurros y sonidos guturales a través del megáfono, y posteriormente frotado de cuerda de violín con arco. Como el violonchelo, el resto de los músicos dibujan un paisaje muy poético y concentrado, tan marcadamente sereno como amenazador en cuanto a sonoridades alquitaradas: unas texturas progresivamente enrarecidas que lanza hacia su extinción un virulento glissando descendente del violonchelo que se acompañará de atomizados apuntes de piano cual relojería mecánica para poner fin a estos casi 15 minutos de auténtico proceso de erosión de los sonidos estereotipados en los instrumentos de la tradición occidental: una fricción de timbres y un estudio de su desgaste con referencia a lo canónico que podríamos emparentar con la pieza Erosão (2009), de Miguel Palma, volviendo de nuevo a un diálogo artístico-musical que Vertixe Sonora ha sabido establecer de forma totalmente pertinente. Lo ha sido, también, su interpretación de las piezas de Malin Bång y Valenzuela: dos obras de una complejidad y un virtuosismo radicales, nuevamente expuestas por Vertixe con convicción, solvencia técnica y notable musicalidad; en un repertorio en el que se afianzan como una de las voces emergentes más destacadas en el panorama musical español.
La relevancia artística de sus propuestas, así como la vivacidad de las obras programadas, harán de las tres próximas citas con este ciclo, hitos de la música contemporánea en nuestra comunidad, como lo han sido los programas precedentes. Esperemos que público e instituciones culturales sean capaces de comprender la rareza y la valía de lo que Vertixe Sonora está fraguando: constituir un foro de creación musical con una altura de miras a escala internacional. Así es como a muchos nos gustaría presentar Galicia al exterior, y no desde el provincianismo cerril al que tantos otros nos condenan... ¿Utopía? Quizás, pero con mimbres más que nunca creíbles para su materialización...
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