España - Valencia

¡A pares los tenores, a pares!

Rafael Díaz Gómez
viernes, 25 de octubre de 2013
Valencia, sábado, 19 de octubre de 2013. Palau de les Arts. La Traviata, ópera en tres actos y cuatro cuadros. Música de Giuseppe Verdi. Libreto de Francesco Maria Piave basado en La Dame aux Camélias de Alexandre Dumas (hijo). Estreno: Venecia, 6 marzo 1853, Teatro La Fenice. Dirección de escena: Willy Decker. Vestuario: Wolfgang Gussmann y Susana Mendoza. Iluminación: Hans Toelstede. Coreografía: Athol John Farmer. Escenografía: Wolfgang Guzmán. Dirección de escena de la reposición: Meisje Hummel. Producción de Nederlandse Opera, Ámsterdam (basada en la producción original de Salzburger Festspiele). Elenco: Jessica Nuccio (Violetta Valéry), Ivan Magrì y Nikolai Shukoff (Alfredo Germont), Simone Piazzola (Giorgio Germont), María Kosenkova (Flora Bervoix), Mario Cerdá (Gastone), Cristina Alunno (Annina), Javier Franco (Barón Douphol), Maurizio Lo Piccolo (Marqués D'Obigny), Luigi Roni (Doctor Grenvil), Valentino Buzza (Giuseppe), David Astorga (criado de Flora), Germán Olvera (mensajero), Mattia Olivieri (un caballero). Cor de la Generalitat Valenciana (Francesc Perales, director). Orquesta de la Comunitat Valenciana. Dirección musical: Zubin Mehta.
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La octava temporada de ópera del Palau de les Arts fue inaugurada por una voz que por megafonía anunció que el tenor Ivan Magrì afrontaría el papel de Alfredo Germont pese a sufrir un fuerte dolor cervical. Y así ocurrió hasta comenzado el segundo acto, cuando, después de tomarse la familiaridad de cantar en calzoncillos, Magrì abandonó la escena (ya vestido, pero con la punta de la camisa asomando por la bragueta) para irse no a París, como le exigía el libreto, sino al camerino a desvanecerse, paso previo, si no imprescindible sí al menos muy recomendable, para visitar a continuación un hospital valenciano, ignoro si de gestión privada o pública (en el caso de que fuera quedando alguno), del mismo modo que desconozco, porque no me atreví a girarme hacia el palco de autoridades, si, por una parte, el consejero de Sanidad, Manuel Llombart, se encargó personalmente de conducir la ambulancia, dando ejemplo de cómo se puede sacar el país adelante siempre que haya voluntad de echarle al trabajo las horas que sea menester, y si, por otra, la consejera de Educación, María José Catalá, todavía convencida del poder de la música para combatir el fracaso escolar, caía en la cuenta de que no siempre quien canta sus males espanta.

Magrì no estaba bien desde días atrás. ¿Por qué cantó, entonces? Habrá que preguntárselo a él. Cuando escribo estas líneas nada ha dicho todavía. Lo menos rebuscado es pensar que no quería perderse un estreno de temporada con Metha en el foso y además después de haber superado la prueba del ensayo general. Supongamos que se creyó con fuerzas suficientes y nada más. Bien. ¿Pero por qué el coliseo, otra vez por megafonía, en un barroco juego de teatro dentro del teatro, anunció que Nikolai Shukoff, a la sazón en Valencia por estar ensayando La valquiria, se iba a encargar de conducir a Alfredo hasta el final de la representación, dejando entender que se trataba de un acto heroico e improvisado, cuando en realidad, ya había cantado, según apuntan varias fuentes, en el preestreno general, previendo la deserción de Magrì? Pues eso lo tendrá que comentar el propio Palau que, vía la consejera mencionada más arriba, aseguró al día siguiente de la representación que la situación estuvo siempre controlada.

Momento de la representación de 'La Traviata' de Verdi. Dirección escénica: Willy Decker. Dirección musical: Zubin Mehta. Valencia, Palau de les Arts, octubre de 2013

Dicho control se tradujo en unos veinte minutos de parada cardiorrespiratoria que no sólo debió de agravar los males de la pobre Violetta, que al final, fiel a su perjudicial costumbre, acabó muriendo, sino que le sentó francamente mal a una progresión dramática que empezaba a coger un vuelo que se echó de menos en el primer acto, más que nada porque a Mehta le dio la gana. El pulso se recuperó con Shukoff, ataviado un poco como para actuar en Casablanca, en un lateral del escenario, con la partitura en el atril, y un asistente de coreografía moviéndose, mudo, evidentemente, por el escenario, encarnando a Alfredo, que a esas alturas ya no sabía quién era. Esta circunstancia que desconcertaba visual y auditivamente, pues la inmovilidad de la fuente sonora del tenor apuntalaba una diagonal que desmentía la movilidad del actor, en cambio quizá fuera un acicate para la feliz consecución de algunos aspectos del espectáculo que hasta entonces no habían acabado de despuntar. El director y la protagonista entre ellos.

El indio, que comenzó con esa excelencia rutinaria, perfectamente mecánica, que encandila a tantos y exaspera a los menos, respetuosísimo siempre, eso sí, con los cantantes, cada vez más fue constructor de un drama que engarzaba episodios con una intencionalidad en fraseos y colores capaz de sugestionar y llevar hasta el foso la atención de los espectadores. Foso en el que, cual cama elástica (elástica esa orquesta que pese a las dificultades derivadas de los recortes sigue valiendo un potosí), esta atención rebotaba para encontrarse y fundirse con el canto de, por ejemplo, un coro tan sobresaliente (también pese a las dificultades) como siempre.

Momento de la representación de 'La Traviata' de Verdi. Dirección escénica: Willy Decker. Dirección musical: Zubin Mehta. Valencia, Palau de les Arts, octubre de 2013

O con el canto de una Jessica Nuccio que desde unas vacilaciones iniciales, suponemos que de origen nervioso, las cuales hacían augurar el naufragio del personaje, sobre todo cuando llegara a los pasajes menos ligeros, se recompuso para armar una Violetta de muchos quilates, segura, ágil, valiente, de caudal considerable, adecuadamente proyectado, y de suficientes matices (mejorable, no obstante, el recitado de la carta de Alfredo). Es una soprano joven, que seguro sabrá sacarle aún más partido al papel en futuros acercamientos, cuando afiance su seguridad en el registro grave y en su presencia como actriz.

Y como queriendo hacer justicia con su carácter de cortesana, dos tenores se le ofrecieron en holocausto. Magrì no lo hizo nada mal para haber tenido que dejar la función a medias. Agarrotado de cuerpo, algo precipitado en la voz, forzado sin duda, apuntó maneras que creo que hubieran revelado un notable resultado de estar en buenas condiciones. Shukoff, por su parte, con su timbre tan diferente al del tenor italiano, no se limitó a cumplir con las notas, si no que enriqueció su línea con expresiva intención hasta merecer los muchos aplausos y “bravos” que juntamente con la Nuccio, recogió finalmente del público.

Un público que también se mostró generoso con Simone Piazzola, cuyo Giorgio Germont personalmente no me convenció tanto, no porque no mostrara tener una hermosa voz, sino porque la administró sin la madurez que requiere el personaje y que él aún dista de tener, si bien parte de la responsabilidad en este sentido quizá haya que traspasársela a una dirección de escena que hace de él no el hipócrita que es, sino casi un supervillano de cómic.

Y es precisamente éste uno de los aspectos llamativos de la conocida puesta de Decker, que siendo tan discreta en su impedimenta es tan intervencionista en el terreno musical o, al menos, tan competente a la hora de robarle protagonismo a la música. Desde luego no tiene piedad con Violetta, a la que no le concede más alegría que la que le otorga cuando se le hace aparecer sobre la escena justo en un momento en el que no debe de estar en ella (comienzo del segundo acto, acompañando con gestos de broma burlona el canto de Alfredo, quien, por supuesto, la ignora, pues es el único que no la puede ver). Ya desde el preludio, con esa atracción que siente por el omnipresente reloj que marca las horas de su limitado destino, hasta el final, con su muerte en el suelo, sin otros muebles que los mismos personajes que la contemplan en semicírculo a media distancia, reforzando su soledad, a Violetta se le niega la posibilidad de elegir, de vivir, cercenando así las riquezas de la relación entre ella y la cantante que la encarne, y de entre ambas y el público, quien nunca renunciará a la posibilidad de que alguna maldita vez la traviata se encuentre a sí misma y triunfe. Agobia también, psicológicamente, la sola presencia de trajes masculinos entre el coro, imagen de un machismo feroz del que se hace partícipe también así a las propias mujeres, pero que, de nuevo, niega cualquier vía de escape y de reivindicación de la propia identidad a cualquier mujer.

Acertada, por lo demás, la escena de exotismo español, haciendo de los asistentes máscaras que, pese a la igualdad maquinal de sus rostros, recuerdan una alucinante congregación imaginada y pintada por Ensor. Si bien, como parece que no podía ser de otra manera, la bailarina tenía que ser un hombre.

Por fin, el respetable fue respetuoso durante la tensa interrupción (apenas un par de silbidos y unas escasas renuncias a la butaca) y, pasando de la zozobra a la algarabía feliz, se mostró pródigo en reconocimientos y agradecimientos a los artistas. Y es que el mito del héroe romántico, ya salve patrias, el Arte o Les Arts, no se puede negar que todavía funciona. ¡Ay, con el cuadro que habría podido pintar Ensor desde una esquinita!

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