España - Madrid
La malquerida: drama sin paliativos
Germán García Tomás
En la particular historia de nuestro maltratado teatro lírico, el éxito inicial de una obra no asegura en absoluto su permanencia en el repertorio. Tras el estreno de la zarzuela La malquerida de Manuel Penella han pasado más de ochenta años para que este título olvidado sea redescubierto ahora a través de esta coproducción de los madrileños Teatros del Canal con el valenciano Palau de les Arts.
La intuición artística de Penella era innegable. El compositor levantino, hombre de teatro en su más amplia concepción, sabía bien que podía extraerse una creación lírica de éxito a partir de la pieza teatral del dramaturgo Jacinto Benavente. No dudó en elaborar su propio libreto siguiendo con absoluta fidelidad la obra original de 1913, año en el que el propio Penella triunfa con la revista lírica Las musas latinas. La malquerida sigue la estela del drama rural de finales del XIX y principios del XX que había alumbrado en el pasado obras de tanto calado musical como el Curro Vargas de Dicenta/Chapí, y que en lo argumental recrean la prototípica España negra, con la omnipresente devoción religiosa como consuelo de todas las desdichas humanas. La obra ve su estreno en el Teatro Victoria de Barcelona con gran aceptación el 14 de abril de 1935, en el cuarto aniversario republicano, y sólo un año antes de la cruenta guerra civil que acabó con este régimen y que irremediablemente llevó al género lírico español a sus últimos estertores.
Penella conoce el material que tiene entre manos. Es consciente de las posibilidades musicales del libreto y brinda una partitura solvente, que no decepciona, muy bien construida y de un elevado atractivo melódico que hilvana números musicales de gran factura, con una inspiración que le acerca llamativamente al estilo del también valenciano José Serrano, sobre todo en el gracejo melódico de los preludios e interludios orquestales, haciendo empleo en diversas ocasiones de hablados sobre música, advirtiéndose también la elegancia compositiva del granadino Francisco Alonso. La malquerida, aunque en su propia estética, asume cierto componente regionalista de obras como La del soto del parral o La rosa del azafrán, acercándose como en la primera al universo verista que ya había explorado en su ópera El gato montés, con la que comparte un recurso esencial a nivel literario-musical, muy extendido por otro lado en todo el género: las coplas que aluden a la fama de una mujer y que irritan al hombre que pretende el amor de la misma. La malquerida contiene varias romanzas pero tres de barítono, tenor y mezzo poseen una exquisita factura a nivel expresivo. La presencia cómica, menos acusada que en otros títulos del repertorio, se inserta en unas pegadizas coplas de soprano y en un chispeante dúo cómico a ritmo de pasacalle, y de los números de conjunto, aunque escasos, sobrecoge hondamente el dramatismo del final del acto primero y el trágico terceto final, y despunta el lirismo del dúo conclusivo entre Raimunda y Esteban.
En el año final del conflicto bélico, 1939, a Penella le sorprendería la muerte en Cuernavaca, en su querido México, durante los preparativos de la versión cinematográfica de su ópera de cámara Don Gil de Alcalá la obra de ambientación mexicana que, cual guiño al autor y a su vida artística (como en otro momento la escucha fonográfica de Conchita Piquer), inicia esta puesta en escena de La malquerida, con la popular habanera Canta y no llores cantada por el personaje de Norberto con los mariachis a modo de ronda, recurso que funciona para abrir boca. Y es a nivel de ambientación precisamente en ese México que acoge a Penella en sus últimos años adonde se traslada ahora la acción de la obra, en los años 40 y 50, durante la época dorada del cine mexicano, en un homenaje a la película sobre la obra de Benavente del actor y director Emilio “el Indio” Fernández, estrenada diez años después de la muerte del compositor valenciano.
Emilio López, firmante de esta propuesta escénica, condimenta la ambientación mexicana con los mariachis que participan en dos números, como elemento únicamente pintoresco y decorativo. El eficaz recurso al escenario giratorio que muestra varias fachadas, unas de más atractivo estético que otras, consigue poco más que hacer funcional la puesta en escena. La versión respeta todo el texto hablado, pero el tratamiento de ciertos personajes está mal enfocado por incompleto, por su hieratismo unos (Acacia) o por la pose enfática de otros (Juliana, el Rubio). El desarrollo y preparación de las situaciones teatrales se descuida, así como algunos perfiles psicológicos, que conduce a la incomprensión de la trama por momentos, con la ambigüedad como nota dominante. Hay soluciones teatrales innecesarias: no es de recibo descubrir en el último instante, antes del desenlace trágico, los verdaderos sentimientos de la mojigata Acacia hacia Esteban, por la continua frialdad que se le exige a la joven. O la ejecución sumarísima final de Esteban y el Rubio, cayendo ya el telón, tras el asesinato del ama Raimunda, con la absurda pretensión de crear más drama de la cuenta y hacer estallar el pathos del espectador.
No obstante las deficiencias de la dirección escénica, el trabajo general de todos los integrantes alcanza un resultado más que satisfactorio. La mezzosoprano Cristina Faus compone una Raimunda de gran empaque y autoridad, de actitud desgarrada y valiente, un papel que actoralmente demanda las mejores dotes e intuiciones como actriz y que Faus consigue hacer rebasar con creces de manera impactante, sobrecogedora. Vocalmente asombra por sus soberbios medios, siempre bien llevados, asentados en una técnica más que sólida y puestos en todo momento en favor de la expresividad del drama a la vez individual y familiar de su atormentado y sufriente personaje, el más diseñado y convincente de todos. Su plegaria a la Virgen y los tensos finales de acto fueron de los momentos más estelares de toda su interpretación canora.
A su lado, el Esteban del barítono César San Martín convence más en lo vocal que en lo estrictamente actoral, percibiéndose en este último aspecto cierto halo de ausencia, pese al desgañite lacrimógeno. Su línea de canto es entregada y noble, la emisión, poderosa, a lo que acompaña una estimable variedad expresiva y de matices en un personaje que ya cae antipático sin remedio desde que se descubre que es cómplice del asesinato del novio de su hijastra. Por su parte, no llegan a desarrollarse del todo las cualidades y capacidades de magnífica artista que siempre demuestra ser la soprano Sonia de Munck en el papel de Acacia, la hija de Raimunda, más por el incompleto tratamiento dado a su personaje que por la carencia de momentos musicales de especial lucimiento, poco más que una romanza de las joyas con coro, que la cantante aborda fácilmente con su irresistible encanto y frescura vocal.
El tenor Alejandro del Cerro como Norberto afronta con arrestos su dificultosa romanza, por comprometida en la zona de paso, de gran encanto melódico, seduciendo con una aquilatada voz de brillante agudo y soberbia proyección. La suya es una auténtica lección de buen gusto por medio del fraseo en un personaje que se define casi exclusivamente en el canto. En el apartado de papeles cómicos, la soprano Sandra Ferrández recrea al personaje de Benita, que seduce desde el primer momento por su natural desenvoltura en el escenario y por una grata voz de cuidada dicción y cálido timbre en sus memorables coplas del sacristán, quizá de lo más pegadizo de la partitura de Penella. El Rufino del tenor Gerardo López es el complemento perfecto de Ferrández, cuyo entendimiento mutuo se hace cada vez más notorio a medida que avanza la función. Si bien su personaje está tratado un tanto histriónicamente, su recreación del mismo es efectiva a nivel cómico. Las jóvenes voces del Coro Verum realizan un buen trabajo, aunque no tan pulido en términos de dicción, y el maestro Manuel Coves dirige a una muy diligente orquesta de igual nombre con atención, pulcritud y plegándose siempre al canto, ofreciendo un discurso bien conseguido en empaste y sonoridad. Iniciativa acertada la de desempolvar la última obra lírica de Manuel Penella.
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