España - Madrid
Pirotecnia escénica
Germán García Tomás
Cuando alguien sale de una representación de teatro musical habiéndosele grabado indeleblemente en la memoria los temas melódicos que se han sucedido a lo largo de la misma, entiende a la perfección la fórmula que sustenta el éxito de la obra presenciada. Y eso es lo que le ocurre a la opereta en dos actos con música del hispano-francés Francis López El cantor de México, que ha elegido el Teatro de la Zarzuela de Madrid para dar el pistoletazo de salida a su nueva temporada, renovando su afán por adentrarse en otros universos teatrales alejados de la lírica española, una veda cuya apertura le vale continuamente la intransigencia de los más ortodoxos e incondicionales del género.
Tras su estreno, aquel 15 de diciembre de 1951 en el Théâtre du Châtelet de París, a El cantor de México le acompañó de inmediato el éxito de público, hasta alcanzar el millar de representaciones. Como tantas otras, esta fue una obra compuesta para mayor gloria del carismático cantante vasco Luis Mariano, esa estrella de masas que con su magnetismo y portentosas cualidades vocales cautivaba al público parisino de mediados del siglo pasado, convirtiendo en auténticos hits del momento sus números musicales, pegadizos y de fácil retención, servidos en bandeja por López para su completo lucimiento. La leyenda del ruiseñor, Acapulco, México, El tequila o Maitetxu son quizá los mejores ejemplos de popularidad de esta opereta, tan cercana al musical americano, aunque ecléctica y de variadas influencias, que llega ahora en la versión libre que Emilio Sagi realizó ya en 2006 para el mismo escenario parisino que vio su première, con la traducción al español de los textos originales en francés debida a Enrique Viana.
Tuvo bien clara Sagi la intencionalidad original de la obra cuando se decidió a llevarla a escena hace ahora once años y darle una vuelta desde una mirada contemporánea, ya que, hoy en día, la obra carece de alguien parejo a los atributos de Luis Mariano y queda más bien poco de aquellas convenciones y códigos originales. Frente a mensajes trascendentes o segundas intenciones, lo que define al El cantor de México es, por encima de todo, el más puro entretenimiento, y la simplicidad su baza más importante. Teniendo ello en cuenta, el regista hace uso de distintivas y reconocibles señas de identidad escénica, manidas unas, marcadas por la genialidad otras.
Parte de algo que funciona muy bien, como es la recreación del rodaje de la versión cinematográfica de la opereta que firmó Richard Pottier en 1956 (estamos por tanto ante “cine dentro del teatro”), lo que le sirve para presentar un discurso dramatúrgico coherente, trufado de transiciones bien conducidas, pese al poco desarrollo y lo predecible del argumento primitivo. Apoyándose en Daniel Bianco, el director artístico del coliseo y su fiel escenógrafo, Sagi se recrea en el universo de lo kitsch, como ese vistoso derroche de luz, colorido e hiperbólico recargamiento que es el cuadro final de la primera parte, de decorado visualmente majestuoso y exuberante en su conjunto, en plena entraña mexicana, que es recibido con aplausos por un admirado público. Entre ese éxtasis de barroquismo tropical, apenas el sutil detalle fálico de las flores blancas, inspiradas en un cuadro del pintor mexicano Diego Rivera, hace entrever los excesos de esta pirotécnica producción.
En ese objeto de darle la vuelta a todo, Emilio Sagi intenta, y lo consigue, colocar a un personaje, en esencia secundario, en el foco de atención: Eva Marshall, una vedette insoportable y caprichosa interpretada por la popular actriz Rossy de Palma, que aporta el toque grosero y abiertamente almodovariano a la trama, y a la que no se le exige que cuando cante lo haga de forma ortodoxa, porque lo que se busca desde la escena es ridiculizar sus ínfulas de diva escultural, una caricatura que la actriz consigue hacer convincente con su genuina vis cómica, convirtiendo en plenamente natural lo que para otros sería sobreactuar. En su desdoblamiento del segundo acto, no es de extrañar que el aguerrido coro de las mujeres soldado (en realidad hombres travestidos reducidos al extremo del ridículo) comandados por la ahora Coronela Tornada, suponga lo más descacharrante y reído del espectáculo.
Huelga decir que frente a la diva, la atención recae en Vicente Etxebar, ese Luis Mariano redivivo que, pintor de brocha gorda, se convierte en la estrella del filme rodado en Francia y México, y que, en el segundo reparto, presenciado por el que escribe estas líneas, dio vida el tenor Emmanuel Faraldo. El tenor argentino, sin actuar demasiado, convence con su emisión lírica y responde a las exigencias vocales de los números fetiche de Francis López. Coloca falsetes y filados, aunque lamentablemente la débil proyección de su pequeño y poco voluminoso instrumento no consigue sobrepasar la batería, sobre todo cuando se le coloca al fondo del escenario en la celebérrima canción mexicana y el balance de la orquesta no cede, pues los ritmos percutivos de la orquesta se interponen en el camino de su siempre agradable canto.
A su lado, Sylvia Parejo como Cricri, con una emisión ligera carente de vibrato y mucho más cercana al terreno del musical, consigue emocionar en su único número en solitario, el vals “Desde el momento en que lo conocí”. A ellos se une la solvente versatilidad escénica y vocal del barítono Toni Marsol como Bilou, compañero de fatigas de Vicente y Cricri, en números como su canción de entrada, “Soy el mejor”, o el de esencias tribales, “Guarrimba”, que le valen ser de los más aplaudidos del reparto. Luis Álvarez y Ana Goya bordan sus respectivos papeles actorales, el primero, modelo de competencia teatral donde los haya, dando vida al empresario Cartoni (un pseudo Querubini de El dúo de la Africana), que derrocha comicidad en su ridículo “Cartoni, Cartoni”, y la segunda, intencionadamente histriónica, como la secretaria y apuntadora Cécile. A ellos se une el huraño Señor Boucher de César Sánchez y esa versión mexicana de las limpiadoras cotorras y chismosas a las que dan vida Maribel Salas y Nagore Navarro.
Junto al exotismo imperante del montaje, todo es exagerado, humorístico e irónico en este espectáculo, un auténtico paseo por la estética camp que se sustenta sobre elaboradas y variopintas coreografías de Nuria Castejón y un cuidado vestuario de Renata Schussheim. En el plano musical, el director titular del teatro Óliver Díaz dirige con competencia a una muy disciplinada Orquesta de la Comunidad de Madrid, pues del foso emerge el rico colorido de las entrañables e inspiradas melodías de Francis López, que, incesantes, nunca pierden el ritmo, cambiante y cadencioso, aunándose la ligereza de una jazz-band con el embriagador encanto y sutilidad de las melodías más líricas y melancólicas. En definitiva, un espectáculo escénicamente sofisticado y con no poco almíbar destinado a un público abierto de mente que tenga como único objetivo venir a entretenerse y pasar un rato divertido. Una corriente de aire fresco que, en su loco frenesí, es bálsamo para los tiempos convulsos y agitados.
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