España - Madrid
Suenen los clarines
José del Rincón

El compositor mallorquín Antonio de Literes (1673-1747) subtituló Los elementos como “ópera armónica al estilo italiano” pero no hemos de entender tal afirmación en sentido literal, porque la obra asimila en buena medida el nuevo estilo importado de Italia, pero sin renunciar a la tradición del Barroco hispano. Como en tantas otras óperas, la calidad de la música es muy superior a la del libreto, repleto en este caso de versos tan biensonantes como llenos de tópicos y carentes de significado preciso. No hay una acción propiamente dicha, sino seis personajes alegóricos: la Tierra, el Aire, el Agua, el Fuego, la Aurora y el Tiempo, lo que emparenta esta obra con otros géneros musicales de la época.
Como acertadamente dice Andrea Bombi en su modélicas notas al programa, “lo único que realmente acontece en Los elementos es que surge el Sol, que con su aparición (…) restablece un orden roto en la inquietante y pavorosa oscuridad de la noche”. Tomás Muñoz firma una excelente puesta en escena que aprovecha muy bien las modestas dimensiones de la sala y en la que las cuatro cantantes que encarnan a los elementos se mantienen en una plataforma circular giratoria que ocupa el centro del escenario, mientras la Aurora y el Tiempo se sitúan en los extremos y el Sol es personificado por un bailarín, Rafael Rivero, que aparece al final de la función. Las sopranos que representan papeles con nombre castellano femenino van vestidas de mujer, en tanto que las cantantes cuyo personaje posee género gramatical masculino llevan ropa de hombre. Muñoz convierte el cuarteto de elementos en una doble pareja y establece una dialéctica amatoria gestual entre la Tierra y el Aire, por una parte, y el Agua y el Fuego, por otra; la Aurora, a la izquierda del escenario, muestra una imagen más sumisa, mientras el Tiempo, a la derecha, reafirma su inapelable autoridad con su largo traje negro y su bastón de mando. Tomás Muñoz hace una interesantísima mezcla entre ingredientes clásicos (los soberbios figurines monocromos de Gabriela Salaverri, inspirados en el vestuario de finales del siglo XVIII) y modernos, que casan bien con el carácter alegórico e intemporal del texto y con el decorado simbolista, tan sobrio como eficaz. Todas estas premisas son inmejorablemente aprovechadas por las espléndidas dotes actorales de todas las cantantes, reforzadas por una iluminación también extraordinaria.
El éxito sin paliativos que cosechó la representación que pude presenciar no habría sido posible sin un reparto vocal sin fisuras, en el que las seis cantantes brillaron a una altura sobresaliente. Eugenia Boix y Lucía Martín-Cartón aportaron la belleza de sus voces; Aurora Peña y Marifé Nogales, la portentosa facilidad con la que resolvieron las agilidades (como en “Suenen los clarines”); Olalla Alemán, el color mórbido y oscuro de su voz y Soledad Cardoso, la dulzura de su canto.
Por supuesto, también contribuyeron al merecido éxito del espectáculo los instrumentistas, que no en balde son algunos de los mejores músicos que en España se dedican al repertorio barroco, como la flautadulcista Tamar Lalo, los violinistas Daniel Pinteño y Pablo Prieto, el violagambista Alejandro Marías y los intérpretes de cuerda pulsada Daniel y Pablo Zapico. A la cabeza de todos ellos estuvo Aarón Zapico, que destacó tanto en su función de clavecinista como, sobre todo, en la de director musical de todo el conjunto.
Y, por más que no sea cantante ni instrumentista profesional, quiero reconocer aquí el buen hacer de Miguel Ángel Marín, uno de los mejores musicólogos de España, al frente de las actividades musicales de la Fundación Juan March.
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