España - Castilla-La Mancha

Luz del norte (con llamas de fondo)

Paco Yáñez
lunes, 22 de abril de 2019
Arvo Pärt © Classic FM Arvo Pärt © Classic FM
Cuenca, lunes, 15 de abril de 2019. Teatro-Auditorio de Cuenca. Arvo Pärt: Fratres; Tabula rasa. Mieczyslav Weinberg: Sinfonía Nº2 para orquesta de cuerda opus 30. Gidon Kremer y Tatiana Grindenko, violines. Reinut Tepp, piano. Kremerata Baltica. Ocupación. 70%.
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Después de que en 2018 la Semana de Música Religiosa de Cuenca hubiese cometido, en mi opinión, el error de separar (más allá del encargo anual) la música antigua de la contemporánea, incluso en semanas distintas de su calendario, en 2019 el director artístico de la 58 SMR, Cristóbal Soler, recupera (en su tercer año al frente de esta cita) la cohabitación en la semana principal del festival, la 'Semana de Pasión', de distintos periodos históricos: interacción que resulta idónea para que el público tienda puentes musicales entre siglos, trazando su propio mapa historiográfico del territorio acústico, así como para introducir el repertorio actual en diálogo con el antiguo: procedimiento tan al uso en Europa y que en España, como tantas otras buenas costumbres, se descuida en exceso.

De este modo, la SMR nos convoca este año a un festival que, lejos de los fastos de otrora, apuesta, de nuevo, por la trascendencia social de la misma, así como por su dimensión pedagógico-formativa: aspectos que quizás sean más de recibo a estas alturas del siglo XXI que la presencia de figurines y figuronas de relumbrón sobre el escenario (si no se aportan novedades sustanciales en lo interpretativo); máxime, cuando convergen en la actualidad algunas de las mejores generaciones de músicos que en nuestro país se hayan formado (como han demostrado las citas con Johann Sebastian Bach y el repertorio contemporáneo escuchadas en los últimos días de la 'Semana de Pasión').

Así pues, Cristóbal Soler y el equipo que en 2019 coordina la 58 SMR han articulado la principal cita conquense con la música culta en las siguientes secciones: la central 'Semana de Pasión', la 'SMR-Antigua', la 'SMR-Contemporánea', la 'SMR-Social', la 'SMR-Pedagógica', la 'SMR-Cercana' y la 'SMR-Transversal', completando un proyecto volcado a la sociedad en pos de un mejor conocimiento de la música por parte de la ciudadanía (la de la propia Cuenca y la de localidades como Tarancón o Talavera de la Reina, adonde se dirigirán la orquesta y el coro de la Academia de la SMR -este año no presente en el escenario principal de la 'Semana de Pasión', algo que considero un error y que ha rebajado el intenso ambiente de festival vivido en 2017-): responsabilidad social que no podemos dejar de aplaudir, como el hecho de que la SMR continúe sus dinámicas de encargos y estrenos de partituras; en 2019, con una mención especial para Fabián Panisello y la primicia mundial de Meister Eckhart: Mystical Song, con el Plural Ensemble bajo la dirección de Nacho de Paz; así como para la residencia artística (aunque no se acabe de entender muy bien en qué consiste, pues no se ha tocado ni una obra suya en la 'Semana de Pasión') del valenciano Francisco Coll (compositor que desde la llegada de Cristóbal Soler a la dirección de la SMR cuenta con una privilegiada presencia en el festival).

Muchas más son las dimensiones musicales, pedagógicas, culturales y sociales que la 58 SMR comporta (en cuya página web se pueden consultar detenidamente), de forma que nos adentramos de lleno en la 'Semana de Pasión' y en el regreso a la misma de las grandes citas con la música contemporánea y actual, ya en su jornada de apertura, el lunes 15 de abril, por medio de un concierto de campanillas (tintinnabuliante, habría que decir), por cuanto sobre el escenario del Teatro-Auditorio de Cuenca se homenajeaba a los dos Premios Honoríficos de la SMR en 2019: el compositor estonio Arvo Pärt (Paide, 1935) y la Kremerata Baltica, con su fundador en el primer violín, el propio Gidon Kremer, encargado de recoger en este primer concierto su premio y el de un Arvo Pärt que, por motivos de salud, no pudo estar presente en Cuenca.

Tal y como la SMR nos informa, la presencia de Arvo Pärt en la escena musical de las últimas décadas ha aportado un plus de espiritualidad, así como una apertura estética netamente personal al margen de las corrientes dominantes (estructuralistas, minimalistas, neorrománticas, espectralistas, ruidistas...) desde la posguerra. Ahora bien, nuestro editor, Xoán M. Carreira, ha apuntado en diversos textos y conferencias que la de Arvo Pärt es una estética que, en sus comienzos, parte de la estética postserial para individualizarse y abrir nuevas formas de expresividad desde un intimismo y una concentración espiritual con muy escasos parangones en el siglo XXI: una posición estética y religiosa durante décadas a contracorriente (incluso, estigmatizada), y que finalmente se ha hecho un hueco sustancial en la composición actual, ya refrendado por la gran acogida del público, ya mediante premios de prestigio internacional.

En Cuenca, la Kremerata Baltica ha abordado dos páginas tan históricas como sustanciales en la afirmación de la estética pärtiana (al tiempo que de un marcado carácter espiritual perfectamente afín al sentido de esta cita): Fratres (1977, rev. 1992) y Tabula rasa (1977), dos partituras íntimamente vinculadas al conjunto báltico y, muy especialmente, al propio Gidon Kremer, como demuestran sus referenciales registros del estonio para el sello pärtiano por antonomasia, ECM.

Desde su inicial agitato, Fratres ha sonado en el arco de Gidon Kremer como una búsqueda de la luz: un prisma delicadísimo en el que cada interioridad del sonido queda desnuda y expuesta, sin dinámicas acusadas ni un fraseo en exceso recargado que pueda emborronar sus delicadas líneas. No estamos, por tanto, ante una lectura tan virtuosística y torrencial como la de un Gil Shaham en su grabación del año 1997 con Neeme Järvi para la Deutsche Grammophon (457 647-2), en la cual el violín atacaba en una dinámica más presente, siendo su articulación más aguerrida y acusada. Tampoco la Kremerata Baltica responde de un modo tan enfático como la Göteborgs Symfoniker en el citado registro de la Deutsche Grammophon, sino que todo se transparenta cual el diálogo de llamadas y extáticas respuestas que parece remedar esta hermandad (si tiramos del título de la obra) musical.

El enfoque de Gidon Kremer me ha recordado, así pues, al que hace ya años le escuché en Galicia del Concierto para violín en re mayor (1878) de Chaicovski: una lectura delicadísima y transparente que no había encontrado entonces un eco favorable por parte de la crítica, tan habituada a los fuegos de artificio en el opus 35 del ruso, frente a la reinvención que el violinista letón entonces nos brindaba: parte de ese liderazgo artístico que Kremer lleva décadas ejerciendo en el violín contemporáneo, con ejemplos reveladores que van de Luigi Nono al propio Arvo Pärt.

Cierto es, también, que el tiempo ejerce su implacable dictadura, y que a Gidon Kremer se le ha visto en Cuenca algo mermado en movilidad; si bien su gesto tan económico, preciso y concentrado le ayuda, a sus 72 años de edad, a no perder un ápice de fraseo y sentido musical en Fratres, rebajando, si cabe, un grado su presencia y rangos dinámicos. En todo caso, por la delicadísima ejecución de la Kremerata Baltica, un conjunto de un empaste fabuloso y de una afinación portentosa (como la del propio Kremer), hemos gozado de una versión a la que no le podría poner pega alguna en lo técnico, más allá de que haya quien pueda preferir un Pärt más enérgico, como el de Gil Shaham; si bien considero que el enfoque de Gidon Kremer, su esencialidad depurada y ascética, casi al modo de una oración entre violín y ensemble, es el más adecuado para dar salida a lo que Sara Escuer, en sus notas al programa, nos dice es «lucha entre el instante y la eternidad» (esas dos dimensiones que, como apuntaría José María Pérez Álvarez, están vinculadas por la misma duración; o, al menos, en la lectura de Gidon Kremer y la Kremerata Baltica, tal cosa parece posible por cómo se tienden puentes entre lo que -también siguiendo a Escuer- es «contraste entre el discurso a veces frenético del violín solista y la inmutable quietud de la orquesta, apoyada en una armonía casi invariable»). Precisamente, en este último aspecto radica una de las virtudes de la Kremerata Baltica, cual si aplicara al ensemble de cuerdas los principios de la klangfarbenmelodie (retrotrayéndonos a los orígenes pärtianos en el serialismo), en el sentido de manejar alturas haciendo brillar cada timbre y mínima inflexión en el color de un ensemble que ha sido, como Kremer, pura luz del norte, o los matices de un blanco que es, asimismo, espiritualidad: aspectos que podríamos relacionar con el juego de los brillos cromáticos en la tercera pieza del opus 16 schönberguiano. Escuchada de este modo, es comprensible que en su día Víctor Erice utilizase en la banda sonora de su película autobiográfica La Morte Rouge (2006) la propia Fratres (además, en el registro para ECM (1275) del año 1984 a cargo de Gidon Kremer), pues se convierte la partitura de Pärt en esa luz que es el violín sobre las sombras del ensemble, cual los destellos del cine soñado en la lejana infancia, despuntando entre la paralela obscuridad de la memoria: tal era la poética del realizador vasco en La Morte Rouge.

Tabula rasa se ha movido por análogos derroteros de depuración sonora, espiritualidad y perfección técnica, además de marcar el punto álgido de los dos conciertos protagonizados por la Kremerata Baltica en Cuenca, tanto por la calidad y belleza de esta página, como por excelsitud interpretativa. A ello ha contribuido sobremanera una Tatiana Grindenko cuya agilidad y fuerza (superior, en estos momentos, que la mostrada por Kremer) me siguen pareciendo proverbiales, pues a sus 73 años la violinista ucraniana no ha perdido la energía y la concentración musical que le conocíamos discográficamente en páginas tan difíciles (técnica y estilísticamente) como Hay que caminar, soñando (1989), de Luigi Nono, grabada por Kremer y Grindenko en 1990 para la Deutsche Grammophon (474 326-2). Juntos, forman uno de los binomios ideales para dar cuenta de Tabula rasa, ya no sólo por su larga experiencia y justa medida en esta partitura, sino por el carácter que cada uno expone, con Kremer más sutil y etéreo, con un violín evanescente de delicados armónicos en las cuerdas agudas; mientras que Grindenko explora con mayor presión y énfasis sus cuerdas graves, poniendo en este diálogo un tono oscuro que, por momentos, acercaba su instrumento al color y a la tesitura de una viola). Así pues, luz y oscuridad; pero, del mismo modo, un intervalo entre los violines que en su recorrido por las variaciones del primer movimiento de la obra, 'Ludus', tañe esa campanada de doble posición y ataque que marca el estilo tintinnabuliante (si me vuelven a permitir el neologismo) de Arvo Pärt. Como dedicatarios de Tabula rasa que son, Gidon Kremer y Tatiana Grindenko conocen la importancia de que el juego musical del primer movimiento sea ágil y dinámico para acusar de forma mayor el contraste con el segundo; contraste, como hemos visto, no sólo entre violines y orquesta, sino entre los dos primeros atriles; de forma que la segunda parte de la obra se hace no sólo lógica, sino anímicamente necesaria y acogedora...

...y de tal modo ha sonado en Cuenca, con un comienzo de 'Silentium' en el que nos vuelve a sorprender la sonoridad del piano preparado, con sus reminiscencias cageanas; si bien en Pärt, dando una nueva vuelta de tuerca al tintinnabuli, ya dentro de una caja del piano cuya arpa parece el bronce presto para el ataque de los sucesivos martillos-badajo. Como es habitual, cada preparación del piano depara un timbre y una sonoridad diferenciada. La escuchada en Cuenca era especialmente concentrada y cálida, si bien al pianista Reinut Tepp lo he encontrado un tanto atado en corto en cuanto a fraseo y articulación, donde se hubiese disfrutado más un mayor aliento en la resonancia del piano, apostando por un corte más mistérico; máxime, cuando el trasfondo armónico expuesto por las cuerdas de la Kremerata Baltica es de auténtico lujo por su empaste, afinación y primoroso refinamiento; de nuevo, cual aura de luz blanca, degradando y esfumando los matices del silencio. Además de su impecable timbre y afinación, se agradece en la Kremerata Baltica su sentido tan camerístico, que hace vibrar a cada sección cual si una sola cuerda sonase sobre el escenario, íntimamente activada en un armónico expandido, y es que el pulso de este ensemble es de los más unitarios y grupalmente respirados que he escuchado en los últimos años: pocas agrupaciones con una direccionalidad en las cuerdas tan fluida como ésta. Ahora bien, a pesar de tales virtudes en lo que al ensemble se refiere, fueron Gidon Kremer y, especialmente, Tatiana Grindenko, los grandes protagonista de esta lectura conquense; incluso, protegiendo la Kremerata Baltica a sus dos solistas en cuanto a crear la scriptio inferior en esta Tabula rasa castellana, tramada cual superpuestos palimpsestos de campanas, cuerdas y silencios (sugeridos, más que explícitos en la partitura de forma grupal; otra cosa es atril por atril, siendo el piano preparado fundamental en dichas sucesiones de activación y detenimiento de su mecanismo de cuerdas-campana).

Para matizar el trazo de esta escritura musical, Tatiana Grindenko personaliza su ataque con un mayor vibrato, siendo su trazo más rugoso y grueso; mientras que Gidon Kremer pulsa la cuerda sin vibrato alguno, volviéndonos a regalar una afinación prístina que se refuerza por la liviandad de su arco, rozando el flautando por su etéreo deslizamiento, frente a la más aguerrida Grindenko, por lo cual los dos extremos en el mecanismo tintinnabuliante central se han complementado a la perfección. Ya en los compases finales de Tabula rasa, el protagonismo ha sido para la Kremerata Baltica, prolongando la escala descendente lanzada por el dúo solista en pos del silencio, cerrando de forma circular la partitura. Destacar, dentro del conjunto báltico, a dos músicos que han brillado especialmente en la 58 SMR, además de últimos atriles protagonistas en Tabula rasa: la violonchelista lituana Giedrė Dirvanauskaitė (cofundadora de la Kremerata Baltica), una instrumentista de una técnica y una expresividad portentosas, así como poseedora de un sentido camerístico que compacta notablemente al conjunto. En su violonchelo, Dirvanauskaitė desgrana una serie de armónicos de enorme delicadeza y atractivo, cambiando la naturaleza acústica del ensemble al enrarecer el color de la cuerda, así como la densidad de su luz, para lanzarla finalmente al instrumento que ha rubricado en Cuenca Tabula rasa de un modo no menos excepcional, pues hablamos de otro de los pilares sonoros de la Kremerata: Iurii Gavryliuk. La articulación, el fraseo y la afinación de su contrabajo parecen hasta los de un instrumento de más aguda tesitura, por su ágil registro; al tiempo, tan sólido y armónicamente estructural para construir la tan bella versión que cerraba la primera parte, instalándonos en un silencio cuya pervivencia antes de los primeros aplausos conquenses nos habla de la importancia de ese momento de recogimiento e interiorización tras la escucha de una obra trascendente como Tabula rasa, con la cual se cerraba este merecido homenaje a un Arvo Pärt que es, sin duda, uno de los compositores del presente más afines al sentido religioso (hasta confesional, en el estonio) de la SMR.

Arribados, en el seno del silencio que sucedió a los tañidos pärtianos, al descanso, se asomaron al Teatro-Auditorio de Cuenca las llamas que, a esa misma hora, devoraban en París el tejado, la aguja y las vidrieras de Notre-Dame, reflejadas en las pantallas de los móviles del público reunido en la SMR, en cuyos rostros se leía el horror y la tristeza de ver cómo uno de los símbolos de la cultura europea ardía sin remedio (en esos momentos temiendo, incluso, por el templo en su conjunto): una catástrofe más (si bien ésta, de las sustanciales), de las muchas que en lo cultural vienen asolando (materiales o espirituales) a este continente en lo que va de (tan desnortado) siglo XXI. Fue por ello que costó recomponerse y abandonar nuestros recuerdos de pretéritas visitas a Notre-Dame, para centrarnos en la segunda parte del concierto, dedicada a otro compositor que se ha convertido en uno de los clásicos de la Kremerata Baltica (tanto en sus programas en vivo como en su discografía para Deutsche Grammophon y ECM): el soviético de origen judeo-polaco Mieczyslav Weinberg (Varsovia, 1919 - Moscú, 1996), un compositor del cual en 2019 celebramos su primer centenario, y del que en este concierto de apertura de la 58 SMR escuchamos su Sinfonía Nº2 para orquesta de cuerda opus 30 (1946).

Con una plantilla de seis primeros violines, cuatro segundos, cuatro violas, cuatro violonchelos y dos contrabajos, en Weinberg la Kremerata Baltica ha mostrado más músculo y contrastes que en las partituras precedentes, dejando momentos de gran poderío e intensidad, cosa que en esta Sinfonía Nº2 para orquesta de cuerda se agradece, pues su clasicismo precisa más arrojo para no dejarla en una pieza un tanto extemporánea, tratándose de una creación de mitad del siglo XX (pensemos que los opus finales de Anton Webern fueron compuestos antes que esta sinfonía weinberguiana). Y es que en la página escuchada en Cuenca son audibles de forma nítida las influencias más clásicas de un buen amigo y referente para Weinberg como Dmitri Shostakóvich; incluso, la impronta de un Béla Bartók prácticamente coetáneo, como el del Divertimento (1939), con su tensa vitalidad en el tejido constructivo de las cuerdas. Fue ello lo más destacado de una partitura que, más allá de algunas soluciones armónicas propias del siglo en el que fue compuesta, llega a palidecer frente a muchas de las sinfonías del propio Haydn en cuanto a pluralidad tímbrica e inventiva, si bien he de reconocer que cuando se escucha el opus 30 de Mieczyslav Weinberg tal y como lo hemos escuchado en Cuenca, se puede disfrutar la canónica belleza de su fraseo, los propios ecos de lo clásico que, de otro modo, podrían llegar a ser un lastre (si no alcanzan mayor vuelo y renovación), así como una construcción que, al fin y al cabo, revela que Weinberg era un compositor (en su estilo) con oficio y criterio. Nuevamente, la cuerda grave, con Iurii Gavryliuk y Giedrė Dirvanauskaitė a la cabeza (muy especialmente, la fantástica violonchelista lituana), ha aportado un plus de intensidad a una lectura de altísimo nivel que cerraba esta apertura de la 58 SMR de forma muy brillante, como el público supo premiar con su aplauso y la crítica reconocer, pues en las conversaciones tras el concierto, las alabanzas a la calidad de la Kremerata Baltica eran unánimes, ya que no se estilan en nuestro Estado conjuntos con esta superlativa excelencia en sus cuerdas (por poner un 'pero', el bis weinberguiano que escuchamos tras el opus 30, tan desenfadado, lúdico y festivo, no me parece de recibo en una cita como la conquense: respeto por la identidad del festival otrora más estricta, incluso en rutinas como la de los aplausos, que, poco a poco, se ha ido perdiendo, como uno más de los (banales) signos de nuestro tiempo, pues tras la espiritualidad de Arvo Pärt, y después de escuchar la seriedad constructiva de Mieczyslav Weinberg, creo que no cabía sitio para una rúbrica tan trivial -a no ser que fuese esbozada como una sonrisa agradecida de la Kremerata, tras la recepción de su premio-).

Así pues, primera gran cita con la 58 SMR tintinnabuliantemente buena, que tendría su continuación el martes 16 de abril, con un segundo concierto de la Kremerata Baltica abordando partituras, de nuevo, de Mieczyslav Weinberg, así como de Giya Kancheli y de Dmitri Shostakóvich. Dos días, de este modo, que han supuesto la resurrección de la música contemporánea en la 'Semana de Pasión', tras su (prácticamente) entierro en 2018; una resurrección de una calidad interpretativa fuera de toda duda y de una espiritualidad muy acorde con el carácter de esta cita; pues, como afirmaba Cristóbal Soler a los medios el pasado miércoles 17, lo espiritual ha de ser contemplado en la SMR de forma plural y abierta, convirtiendo el principal festival conquense en un ágora de encuentro entre culturas, no sólo de las tres principales religiones abrahámicas: la cristiana (hoy representada por la música de Arvo Pärt), la árabe y la judía (cuya impronta es reconocible y reconocida por el propio Mieczyslav Weinberg), sino de todas aquéllas que, además de las tres monoteístas superpuestas en los estratos geológico-culturales de Cuenca, pueblan hoy el mundo. De no mediar tal entendimiento, estaremos más cerca de las llamas de París que de la prístina luz del norte hoy disfrutada.

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