DVD - Reseñas
Vaccaj y la otra Giulietta
Raúl González Arévalo
El esquema del desarrollo lírico italiano en el siglo XIX a base de grandes nombres (Rossini-Bellini-Donizetti-Verdi-Puccini) proporciona un esqueleto, pero deja fuera una masa importante de la realidad musical de la península vecina, con graves consecuencias para su adecuado conocimiento. No se puede olvidar que la ópera fue en el Ochocientos, más que nunca antes y después, un auténtico espectáculo de masas, el entretenimiento social por excelencia, y que por toda Italia (por toda Europa en realidad) había teatros con temporadas que reclamaban títulos nuevos con verdadera ansia. Los tres nombres que coincidieron en la década de 1820 no podían hacer frente a esa enorme demanda, por más que sus composiciones circularan: Rossini encaraba la parte final de su reinado italiano, que terminó con Semiramide en 1823; Bellini era poco más que un estudiante cuando estrenó en el conservatorio su Adelson e Salvini (1825) y Donizetti andaba buscando una vía propia que le permitiera alcanzar el éxito fuera del esquema rossiniano, tras el reconocimiento inicial alcanzado con Zoraida di Granata (1822/24). Hasta la consagración de ambos con Il pirata (1827) y Anna Bolena (1830) respectivamente hay años de una demanda imparable, a la que hay que añadir la escasa productividad del Cisne de Catania.
En consecuencia, si nos atuviéramos a lo que se conoce en líneas generales, nos encontraríamos con un agujero negro que no se corresponde con una realidad de la que emergen nombres que tuvieron éxito en su momento, aunque posteriormente su producción haya caído en el olvido. Me refiero a compositores como Pacini, con óperas como Alessandro nell’Indie (1824) y L’ultimo giorno di Pompei (1825), en las que las fórmulas rossinianas están muy presentes, al igual que ocurría con Mercadante, activo antes que todos ellos (Maria Stuarda, regina di Scozia, 1821), que tuvo su primer éxito con Caritea, regina di Spagna (1826) y no alcanzaría un reconocimiento auténtico hasta la década de 1830 (Zaira, I normanni a Parigi, Emma d’Antiochia). Otros compositores buscaron con mayor ahínco una vía más moderna, que apuntaba directamente al Romanticismo que estaba por venir, como Meyerbeer con Il crociato in Egitto (1825).
Nicola Vacaj es uno de esos compositores que se encuentran en el agujero negro al que me refería más arriba. A día de hoy es fundamentalmente recordado como autor de un Metodo pratico di canto aún vigente, que demuestra su gran conocimiento de las voces. En los años noventa del siglo XX el teatro de Jesi, no lejos de la natal Tolentino, en la región de Las Marcas, propuso su Giulietta e Romeo, estrenada en el Teatro della Canobbiana de Milán en 1825 y que fue el mayor éxito que obtuvo en vida. Sin embargo, se trató de una producción musical muy modesta, con un reparto claramente insuficiente, que fue grabada por Bongiovanni y que hasta el momento ha sido la única opción discográfica disponible. Más recientemente, el Festival Rossini de Bad Wildbad propuso La sposa di Messina (1839) con una buena dirección de Antonino Fogliani y la rutilante protagonista de Jessica Pratt.
El Festival della Valle d’Itria tuvo la buena idea de dar una buena oportunidad a esta Giulietta e Romeo en su 44º edición de 2018, con unos componentes musicales de mucho mayor nivel. El sello genovés Dynamic ha tenido el acierto de grabarlo (en CD y DVD), de modo que permite un nuevo acceso a la obra y, probablemente, más difusión para reevaluar el título y al compositor con mayor justicia. Hay que recordar que el texto es de Felice Romani, el mejor libretista de la primera mitad del siglo XIX, una creación original que cinco años más tarde (1830) modificaría para Vincenzo Bellini, que lo produjo con el título I Capuleti ed i Montecchi (retomada en el mismo festival en 2005, siguiendo en teoría la versión de la Scala de 1830 para dos mezzos que, sin embargo, el reparto con dos sopranos desmentía, y que también fue grabada por Dynamic).
Maria Malibran, gran diva de la ópera de la primera mitad del siglo XIX, introdujo la costumbre de cambiar el final belliniano interpolando el de Vaccaj, que juzgaba de mayor efecto, lo que hizo que incluso en las ediciones impresas de la ópera del catanés figurara como alternativa la versión del tolentino. Y así lo propuso la grabación de RCA (1997), que incluyó un tercer disco de 40 minutos como bonus/apéndice a la excelente integral protagonizada por Mei, Kasarova y Vargas bajo la magnífica dirección de Roberto Abbado, siguiendo el ejemplo de lo que hiciera Mairlyn Horne dos décadas antes en Dallas (publicado junto con la integral del título belliniano en un recomendable Marilyn Horne Rarities, editado por el sello Ponto).
La distribución vocal de la ópera de Vaccaj recuerda al Tancredi de Rossini, con una mezzo en travesti como protagonista (Tancredi / Romeo), correspondida por la soprano (Amenaide / Giulietta) y un padre tenor (Argirio / Capellio). Tebaldo es el segundo tenor, pretendiente de Giulietta, que en esta ocasión también tiene presente a su madre Adelia, también soprano. Respecto a la música, el aria de presentación del protagonista, “Se Romeo t’uccise un figlio”, ejemplifica muy bien su calidad, por sí misma y respecto a la propuesta belliniana con la que comparte letra y con la que las comparaciones son inevitables: si bien carece de la belleza melancólica del catanés, resulta evidente que la de Vaccaj es de muy buena factura y tiene una línea melódica atractiva. La misma impresión causan los mejores números de la ópera, el dúo con Giulietta que sigue a la cavatina de Romeo y el siguiente número, el terceto entre Capellio, Giulietta y Tebaldo. El final del primer acto confirma el buen hacer de un artesano con momentos inspirados, capaz de imprimir ritmo adecuado y sentido dramático a la escena. El arioso “Tace il fragor” de Giulietta introduce un momento inesperado de gran tensión mientras se detiene la acción con el duelo entre Tebaldo y Romeo fuera de escena. Hombre de teatro, la mano de Romani se deja sentir en toda la obra.
En el segundo acto lo mejor es el final, ya conocido. No voy a entrar en si la música de Bellini es superior, como juzga la musicología y la crítica desde hace mucho tiempo, o si la Malibrán tenía razón. Pero ciertamente acertó al considerarla la mejor parte de una ópera que, aunque no sea una obra maestra, sí es la obra maestra de su autor y merece cierta consideración. El aria de Romeo, “Ah! Se tu dormi, svegliati” y el aria de Giulietta que cierra la obra, “Prendimi teco”, son de un gran gusto romántico, como confirma además el acompañamiento de arpa y corno inglés que introduce la primera. El tratamiento de la palabra recitada, siempre acompañada por la orquesta, es muy moderno para la época. Además, el buen hacer de las dos protagonistas realza el efecto y el valor de la música.
Como siempre ocurre en las óperas belcantistas, es fundamental contar con intérpretes de calidad que tengan una técnica sobresaliente para poder aprovechar todos los recursos expresivos de la música. En esta ocasión, a diferencia de la fallida de Bongiovanni, tenemos casi todos los números en orden. Leonor Bonilla y Raffaella Lupinacci están excelentes en sus cometidos. El entendimiento entre ambas y el contraste vocal para dotar de identidad diferenciada a cada personaje es evidente desde el dúo del primer acto. La soprano sevillana, como ya ocurriera previamente con el estreno absoluto de la Francesca da Rimini de Mercadante en el mismo escenario, es un regalo para el oído y para la vista por la belleza de la línea vocal, la delicadeza de los pianissimi, la fluidez de la coloratura, la elegancia del canto y la adecuación de la figura. Una Giulietta estupenda que cierra de modo brillante el espectáculo y que merecería la pena contrastar con su homónima belliniana.
Por su parte, Lupinacci posee un instrumento oscuro pero no engolado –principal defecto de Kasarova–, ideal para partes en travesti como es el caso. Con una coloratura igualmente brillante, acentúa con intención sin sonar altisonante –como a veces ocurría con Horne–, precisamente lo que requiere este Romeo, que no es un personaje marcial y precisa de contención en los momentos de mayor ternura con la soprano. Sorprende encontrar en un papel secundario a Paoletta Marrocu, que no hace mucho se desempeñaba como protagonista en la escena internacional. En la cavatina con la que se presenta en el primer acto, “Stanca da luna veglia”, no suena especialmente fresca, pero la línea está cuidada, produce buenos piani y tiene una carta ganadora en el acento que imprime al texto, de modo que aunque la melodía no es memorable, consigue llamar la atención y aprovechar el momento.
Los papeles masculinos no vuelan tan alto. Leonardo Cortellazi ha sido un habitual de Martina Franca y aunque se van notando los años, sigue siendo un nombre fiable y un buen estilista. El tenor italiano aprovecha muy bien su escena del segundo acto, algo corto de fiato en alguna frase (el tempo es veloz), pero ágil en la coloratura, capaz de desplegar todo el lirismo que requiere el aria “Ah, con qual nome” ante su hija aparentemente muerta, cantada con acentos dolientes. Por el contrario, no convence en Vasa Stajkic como Tebaldo, con una técnica precaria, coloratura aspirada y dificultosa y un fraseo basto. Por último, también sorprende encontrar a Christian Senn, que a principios de la centuria se prodigaba como protagonista (en particular como Fígaro rossiniano) y aquí aparece confinado al papel secundario de Lorenzo, al que otorga toda la autoridad que requiere la parte.
La Orchestra Accademia Teatro alla Scala ofrece grandes momentos, en los que los solistas se lucen en pasajes comprometidos de la partitura, de la que extraen sonidos de gran belleza. Suena con gran precisión a las órdenes de Sesto Quatrini, capaz de imprimir con los tiempos una tensión dramática inesperada pero siempre en estilo y adecuada a las necesidades teatrales.
La propuesta escénica liderada por Cecilia Lagorio es elegante, con un desarrollo dramático fluido, agilidad en el movimiento de coro y personajes y un tono oscuro que subraya el drama que se anuncia, tanto en la iluminación como en el vestuario, en el que predominan los colores oscuros, en abierto contraste con la vestimenta blanca de los protagonistas. No hay cambios escénicos, ni falta que hace, la pared transversal que domina el escenario tan pronto da cobijo al famoso balcón como delimita la tapia del cementerio final, con gran acierto.
El festival pullés en la nueva etapa bajo la dirección artística de Alberto Triola no para de ofrecer títulos de gran interés y repartos adecuados, con auténticos éxitos como la Francesca da Rimini de Mercadante, Margherita d’Anjou de Meyerbeer o Medea in Corinto de Mayr, que comentaré próximamente en estas páginas. Quedan muchos títulos por descubrir, y precisamente de esta época sería muy deseable visitar Giovanna Gray del propio Vaccaj (papel estrenado por Maria Malibran); Maria Stuarda, regina di Scozia; Rosmunda d’Inghilterra y Caterina di Guisa de Carlo Coccia; o Gabriella di Vergy y Le nozze di Lammermoor de Michele Carafa, por citar unas cuantas. Están demostrando que tienen los medios y las ganas para hacerlo.
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