Ópera y Teatro musical
Grange Festival: entre Figaro y Falstaff
Agustín Blanco Bazán
¡Opera en la campiña! Cada primavera, los críticos en el Reino Unido nos preparamos para viajar dos horas fuera de Londres a festivales musicales en casas de campo cuyos jardines invitan a un picnic operístico. Y esto dura gran parte del verano. Lo que más nos atrae es la calidad de los espectáculos, siempre con cantantes jóvenes. Y con orquestas excelentes gracias al enorme pool de buenos instrumentistas y orquestas que todavía sobreviven sobre las ruinas de lo que alguna vez fue la educación musical británica. Este año van para el lector de Mundo Clásico críticas de Glyndebourne, Garsington, Grange y Grange. ¿Dos veces Grange? Exacto, porque esta vez no se trata de uno de esos errores míos que con tanta paciencia deben corregir mis editores.
Hace tres años, la administración de la Grange Park Opera anunció que dejaba el palacio y los jardines de la residencia de Lord Ashburton, por una disputa sobre el alquiler. También se llevó el nombre y todas esas butacas rojas que habían sacado del viejo Covent Garden para colocar en el teatro instalado en la Orangerie de Grange. Ahora están en otra residencia con jardín desde la cual, en tres semanas, reseñaré Porgy and Bess. Pero ocurrió que los dueños del Grange original decidieron seguir haciendo ópera y contrataron como director artístico a Michael Chance, hasta hace algunos años uno de los mas célebres contratenores en una isla que sabe producirlos en abundancia. Las butacas siguen siendo de segunda mano, esta vez donadas por el Victoria Palace londinense. Y el festival ha sido rebautizado como Grange Festival. O “Grange 1” según titulo esta crítica, porque allí empezó el proyecto operístico del cual se divorció Grange 2, llevándose el apellido de Grange Park Opera pero dejando una contraparte desafiante y exitosa, como lo probaron las producciones de Las Bodas de Fígaro y Falstaff que reseño a continuación.
Bodas de jóvenes
Para la primera, Grange se consiguió a la Orchestra of the Academy of Ancient Music (fundada por Christopher Hogwood), que tocó con profesionalidad a pesar de los caprichosos cambios de tiempo impuestos por el director Richard Egarr. Pero este es mi único reparo frente a un admirable trabajo de ensemble.
Los más destacados fueron un Fígaro que Roberto Lorenzi cantó con voz cálida y gran presencia escénica. Literalmente: un grande de la escena por medir casi dos metros y también destacable por un Fígaro sobrio y muy sensual, esto es, todo lo contrario a ese repetido cliché de saltarín insufriblemente picarón que nos toca sufrir en tantas producciones. Ya en “cinque, dieci ”, Lorenzi titubeó un antológico fragmento de segundo mirando embelesado a Susana entre “trentasei...” y “quarantatre..”
Y también Ellie Laugharne, interpretó una gran Susana, con voz tersa y rica en densidad, y siempre dispuesta a mezclar humor con seriedad. Su primer gran momento fue también al principio, cuando en “Se acaso Madama”, su “Se udir brami il resto…” salió como una advertencia y un llamado a la calma frente a una revelación dolorosa e inquietante. Buen principio, entonces, porque este tipo de detalles responde a algo sin lo cual no hay buen Mozart, a saber, la necesidad de perfilar la dramaturgia con un fraseo depurado y nítido.
Y de allí en adelante, el regisseur Martin Lloyd Evans llevó su trabajo adelante con sensible percepción de esa seriedad de lo cómico que hace a la esencia de esta obra. A lo serio cantó Figaro su “Aprite un po' quegli occhi”, y por una vez no hubo bufonería en el conmovedor sexteto “Riconosci in quest'amplesso” que Fígaro cerró con un sollozo mudo y contenido. Similarmente conmovedora fue la desesperación del Conde en “Hai già vinto la causa!”, al reconocer su impotencia, más que como autoridad frente a su siervo, como mujeriego envejeciendo frente a jóvenes que ya no puede controlar. El final del aria lo cantó acurrucado en el suelo, a un costado de la escena, espantado ante la desoladora realidad de descubrir que aunque trate de bravuconear, ya no hay “Conde” que valga. Excelente en este rol, aún cuando con vocales demasiado abiertas el Conde de Toby Girling. Simona Mihai interpretó con atractivo timbre lírico una Condesa tan joven y atractiva como Susana y Wallis Giunta cantó un Cherubino tal vez muy voluminoso para las dimensiones de la sala pero excelente en color y articulación.
Y todo el resto fue cuidadosamente elegido, desde el Don Bartolo y la Marcelina de dos veteranos, Jonathan Best y Louise Winter, pasando por el Basilio de Ben Johnson hasta la Barbarina risueñamente ebria de Rowan Pierce que buscó su aguja en una escena ágilmente ideada por Tim Reed como un conjunto de paneles movibles de sugestiva capacidad recreativa de ese gran cosmos palaciego de superposiciones y encontronazos que hace de esta una ópera sin comparaciones.
Falstaff con Reina y todo
Cuando encontré al tercer colega diciendo que el Falstaff de Grange 1 era el mejor que había visto, decidí viajar nuevamente allí, con interrogantes como “¿mejor que el de Rugiero Raimondi con Giulini en el Covent Garden? ¿mejor que el dirigido por Vladimir Jurowski en Glyndebourne?” Mi veredicto: ni mejor ni peor, sino una propuesta de similar nivel. La tradición teatral shakespereana permite a Inglaterra aportar percepciones siempre originales a una obra que, con perdón de Verdi, tiene una comicidad frecuentemente tan obvia y elemental como la de las películas de Alberto Sordi.
El primer problema, el de equilibrar esta flaqueza con una dirección orquestal que haga justicia a una partitura visionaria en su originalidad de contraste y artesanía contrapuntística, fue resuelto por la dirección orquestal de Francesco Cilluffo al frente de la excelente orquesta sinfónica de Bournemouth. Como alternativa a la brillante incisividad a lo Toscanini de Jurowski, o la excelsa redondez sinfónica de Giulini, Cilluffo propuso una lectura dominada por un inspirado lirismo, lo cual equivale a menos marcato en momentos como el “pizzica, pizzica”, y un énfasis predominante en la bellísima reflexividad de melodías como “se il viso tuo…” en este caso ejecutado como un arrebato capaz de redimir cualquier farsa. Falstaff será un mujeriego venido a menos pero capaz de volar mas alto que esas adocenadas y crueles comadres empeñadas en hacerse las pícaras. Bien lo dice este inolvidable panzón en su desafiante proclamación final: “La gente ordinaria se ríe de mí y se vanagloria de ello; pero, sin mí, aún con su jactancia no tendrían ni un pellizco de sal. Soy yo quien los hace astutos. Mi argucia crea la argucia de los otros.”
Robert Hayward cantó un Falstaff antológico por su vivacidad y esa ingenua creencia en sí mismo que termina haciendo de él un personaje tierno antes que bufo. En “Va, vecchio John”, Hayward logró conmover con su fraseo al hablarnos de esa carne suya que, él mismo lo reconoce, es vieja, pero aún capaz de dulzura (“Questa tua vecchia carne ancora spreme qualche dolcezza a te”) Y su insistencia en seguir llamándose a sí mismo “vecchio John” ahora en la atmosfera de derrota de “Mondo ladro” fue para sacar lágrimas. Una calidad tímbrica fuera de lo común permitió a Hayward dominar con acento heroico y magistral squillo pasajes como el agudo final del monólogo del honor. No fue de extrañar que las turistas que lo atisbaban con sorpresa en esta taberna actualizada como pub contemporáneo terminaran pidiéndole que posara con ellas para un selfie. Tanta impresión les había hecho este caballero ahora viejo y desaliñado, pero siempre misteriosamente atractivo con sus miradas vivaces y sus pantalones de terciopelo rojo, presentado por el regisseur Christopher Luscombe como un contemporáneo y humanísimo tenorio, tal vez más burlador que burlado.
Y todos, absolutamente todos, los solistas cantaron maravillosamente bien. En esto sí que coincido con otros críticos en calificar a este Falstaff como difícil de comparar. Susan Bickley (Ms. Quickly) saludó con unos Reverenza de contenida ironía, y otro veterano de la escena internacional, Graham Clark, brilló como un Cajus canoso y de chaqueta verde, nervioso por casarse con una joven rica. La Nannetta de Rhian Lois se presentó de short rojos y leyendo las memorias de Michelle Obama para recibir a un Fenton que el jovencísimo Alessandro Fisher cantó depuradamente, con apariencia de gordinflón tímido y azorado pero capaz de seducir como el mejor de los poetas románticos con su "Bocca baciata non perde ventura." Nicholas Lester cantó un excelente Ford, y también Elin Pritchard (Alice) y Angela Simkin (Meg) actuaron y proyectaron su voz con espontánea brillantez.
El comienzo de la escena nocturna en el bosque de Windsor fue interrumpido por una anciana con botas Wellington y pañuelo en la cabeza paseando un perrito corgy. Isabel II recibió así su cameo de homenaje en medio de un público muy inglés en su capacidad de divertirse, aún a costa de su propia monarca.
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