España - Galicia
Andréi Tarkovski, en contrapunto bachiano
Paco Yáñez

Siempre he creído que si Andréi Tarkovski (Zavrasje, 1932 - París, 1986) hubiese conocido Galicia, se habría enamorado de ella. No tanto de sus estampas de postal, ni de sus monumentos enfocados como reclamo turístico, sino de esa Galicia interior cuyas aldeas abandonadas va esculpiendo el tiempo por medio de las brumas, las nieblas y las lluvias, dejando sobre los muros en ruinas una pátina de musgo y líquenes que despliega una tan rica como para nosotros innombrable escala de verdes (en eso, nuestro acervo lingüístico no resulta tan aquilatado como el de los pueblos árticos para los matices del blanco). Sin embargo -que tenga constancia-, Tarkovski nunca pisó Galicia, aunque como hombre culto que el realizador ruso fue, sin duda la conoció, al menos, a través de dos de sus pasiones: el cine y la literatura, ya fuere por la presencia de Santiago de Compostela en la película La Voie Lactée (1969), de su admirado Luis Buñuel, ya por las diversas referencias a la capital gallega en obras que sabemos admiraba Tarkovski de escritores como Dante, Goethe, o Thomas Mann, pues aunque Wilhelm Meister no hubiese llegado en sus peregrinajes hasta Galicia, el creador de Werther dejó escrito aquello de que «Europa ist auf der Pilgerschaft geboren».
A raíz de un largo ensayo sobre la relación de Andréi Tarkovski con la música (originalmente publicado en Mundoclasico.com; posteriormente, ampliado para la extinta andrei-tarkovski.org), Rafael Llano, profesor de la Universidad Complutense de Madrid y autor de la publicación sobre el director ruso más importante en lengua castellana, Andréi Tarkovski. Vida y obra (Mishkin Ediciones, 2017), me había propuesto la posibilidad de que la hermana de Andréi Tarkovski, Marina Tarkovskaia, y el también realizador ruso Aleksandr Gordon visitaran Galicia, algo para lo cual era preciso el apoyo de la Universidad de Santiago de Compostela, a efectos de organizar un encuentro con sus estudiantes de Historia del Arte. Como con hueso duro de roer topamos entonces, tal visita no resultó posible, privándonos de un encuentro con la familia Tarkovski que, finalmente, tendría lugar en 2009, cuando Andréi Tarkovski hijo visitó A Coruña de la mano de Alberto Ruiz de Samaniego para presentar la importante colección de polaroids que la Fundación Luís Seoane mostró al público gallego en Luz instantánea: una exposición comisariada por José Manuel Mouriño que recogía ochenta fotografías realizadas por Tarkovski de 1979 a 1984, además de diversos documentos gráficos y audiovisuales, redondeando uno de los acercamientos más importantes de cuantos a la persona y a la obra artística del realizador ruso se hayan dedicado en Galicia: una comunidad en la cual muchos de sus mejores cineastas, aunque en el otro extremo de Europa, han bebido de las fuentes tarkovskianas: tal demuestran las respectivas filmografías de realizadores como Oliver Laxe, Lois Patiño, o Eloy Enciso, entre otros.
Once años después de aquella gran exposición en la Fundación Luís Seoane (muestra que nos ha dejado un documento de gran valor: el libro Fidelidad a una obsesión. La obra fotográfica de Andrei Tarkovski, publicado en 2009 por MAIA Ediciones), volvía la figura del director ruso al mismo espacio, de la mano de la Asociación Cultural AÏS, que bajo la dirección artística del compositor Hugo Gómez-Chao nos propone durante estos meses de invierno una serie de encuentros, Nexos, que pretende ser «un ciclo de diálogos musicales alrededor de las confluencias entre la música y las artes contemporáneas». El segundo de estos encuentros tuvo lugar el pasado 22 de febrero, llevando por título Tarkovski/Bach. Diálogos musicales, una cita que tenía al guionista, periodista y programador audiovisual Javier Trigales como maestro de ceremonias para conducirnos a través del cine de Andréi Tarkovski, en general, así como, de forma especial, por la relación que entre el ruso y Johann Sebastian Bach (Eisenach, 1685 - Leipzig, 1750) se establece en tres cintas tarkovskianas: Солярис (Solaris, 1972), Зеркало (El espejo, 1974) y Offret (Sacrificio, 1986).
Es Javier Trigales un conferenciante serio, riguroso e informado (como demostró al comandar una de las jornadas más heroicas y maratonianas de cuantas ha vivido el cinematógrafo durante los últimos años en Galicia: el homenaje que Cineuropa -cuya programación coordinó Trigales en 2019- dedicó al realizador lituano Jonas Mekas el pasado 20 de noviembre, con varias presentaciones, mesa redonda y las proyecciones, en formato analógico de 16 milímetros, de la monumental Walden (1968) y de In Between (1978): una jornada para el recuerdo). Las películas de Jonas Mekas y las de Andréi Tarkovski difieren sobremanera a nivel técnico y estilístico, si bien, en el fondo, la cartografía de sus respectivos mapas vitales, que como campos ecoicos lanzan señales desde sus biografías a través de las imágenes de sus fotogramas, es una de las bases que sostienen y dan sentido a sus respectivas creaciones. Así lo puso de manifiesto en diversas ocasiones Javier Trigales, insistiendo en que la presencia de tantos elementos del arte y la cultura europeos en las cintas de Tarkovski no responde a un afán culturalista o a una voluntad de cifrar mensajes entre líneas, sino que recogen lo que era su día a día: el de un artista cuya infancia se desarrolló en un ambiente culto en el que las artes eran una presencia cotidiana y, por tanto, un protagonista más en el gran álbum familiar que conforma buena parte de su filmografía. De este modo, Javier Trigales y el joven pianista madrileño Carlos Marín han planteado esta velada del ciclo Nexos como un diálogo entre ellos mismos, el cine, la fotografía y la música: un diálogo que no estuvo únicamente circunscrito a Andréi Tarkovski, sino que convocó diversos ejemplos para mostrar al público que nuevamente abarrotaba la Fundación Luís Seoane (esta vez, en su planta superior, en un espacio bellamente ambientado en el que se proyectaron algunas de las polaroids tarkovskianas expuestas en A Coruña en 2009) las múltiples formas a través de las cuales la música y los fotogramas se pueden relacionar.
Para enmarcar desde lo musical su conferencia, titulada Tarkovski/Bach. La música de la vida del hombre, Javier Trigales nos contó que existen, al menos, 1.500 películas en las que se utilizan obras de Johann Sebastian Bach; algo que Trigales dijo se había convertido en «uso y abuso; a veces, como un recurso fácil», si bien puntualizó que «lo que hace Tarkovski es totalmente diferente», lo que hermanaría su filmografía con la de directores que también han puesto al Kantor en el fonograma o en el centro mismo de sus cintas, como Pere Portabella en Die Stille vor Bach (2007); o Danièle Huillet y Jean-Marie Straub en Chronik der Anna Magdalena Bach (1967). Así que, de partida, resulta conveniente rescatar las palabras del propio Tarkovski sobre Bach, de quien afirmaba que «no conozco música superior a la de este último compositor. Se le podrá considerar elitista o no, pero si hablamos de arte, no creo que haya habido talento como el de Bach. Para mí es imposible definirlo, porque mi alma recibe de su música un impulso inmediatamente perceptible. Mis amigos saben que con una grabación de Bach me hacen feliz, aunque, la verdad, cada vez lo tienen más difícil, porque tengo una muy buena colección de grabaciones de Bach». Ese supuesto 'elitismo', esa dureza, complejidad, o carácter críptico que en ocasiones la música de Bach aporta al cine de Tarkovski, es puesta en otra perspectiva por Javier Trigales, al ligarla, asimismo, con lo poético, así como con el reflejo de una cotidianeidad que la anterior cita del director ruso demuestra, pues la de Bach era parte sustancial de la banda sonora de sus días.
Para ejemplificar cuán diferentes pueden ser los usos de la música en el cinematógrafo, Trigales nos mostró diversas formas de integrarla con lo más puramente visual, desde Seven Chances (1925), de Buster Keaton, a Killing Them Softly (2012), de Andrew Dominik; ambas, ejemplos de música como refuerzo del fotograma: un uso de lo musical como acompañamiento que estaba en los antípodas del pensamiento artístico tarkovskiano, que consideraba tal forma como vulgar. Según Javier Trigales, la música de Johann Sebastian Bach posibilitaba a Tarkovski un trabajo de lo musical totalmente distinto, aprovechando las capas que, de por sí, presentan las partituras del Kantor, con sus melodías y contrapuntos superpuestos: estratos de significado y profundidad que se integraban en un diálogo interactivo con los demás lenguajes artísticos presentes en las películas de Tarkovski: desde la literatura hasta la pintura, para hacer del propio film un gran contrapunto de voces históricas.
Dentro de este gran marco de relaciones entre la música y el cinematógrafo, la primera película de Andréi Tarkovski que abordó Javier Trigales fue Солярис (Solaris), una cinta sobre la que el realizador ruso expresó en diversos momentos dudas, debido, fundamentalmente, a lo relacionado con la ciencia ficción, a pesar de que el propio Bach supone un contrapunto, ya desde los títulos de crédito, para emplazarnos en el corazón de lo que más interesaba a Tarkovski en el relato de Stanisław Lem: lo puramente humano. El Preludio coral "Ich ruf zu dir, Herr Jesu Christ" BWV 639, pieza perteneciente al Orgelbüchlein (1708-17), será esa seña y clave humanística que, al tiempo, sirve a Tarkovski para que el espectador sepa, desde los propios créditos, que entra en un film que es estado poético en sí mismo, además de perspectiva histórica, pues el preludio bachiano llevará lo más aquilatado del ser humano hasta los remotos paisajes del firmamento, a lo que en 1972 se veía como futuro. Muy acertadamente, convocó Trigales en este punto el ejemplo de otra película que, mirando asimismo al espacio exterior, también utilizaba la música del pasado con una fuerte carga simbólica, 2001: A Space Odyssey (1968), de Stanley Kubrick, cinta de la que nos puso el comienzo de su metraje espacial, acompañado por el vals straussiano An der schönen blauen Donau (1866); en el caso de Kubrick, humanización de lo que el director norteamericano presenta de un modo más frío que lo tarkovskiano.
Y es que, en Solaris, la música de Bach es recurrentemente asociada a la Tierra y a lo humano, si bien su aparición en el metraje de la película desarrollado en el espacio no presenta el BWV 639 en su forma original, sino distorsionado por sonoridades electrónicas compuestas por Eduard Artémiev (Novosibirsk, 1937). Como ejemplo de tal fusión acústico-electrónica, nos puso Trigales el final de la película, en el que la electroacústica aportaría, desde el fonograma (y antes aún que lo visual), la información de que no es en la Tierra donde estamos, sino en un recuerdo más de los sintetizados por el océano Solaris, siendo que dicha masa inteligente rescata del protagonista, Kris Kelvin, dicho preludio coral como recuerdo de su padre (ejemplo extrapolable a otra de las escenas más humanas de la película: la levitación que, abrazados, lleva a Kris Kelvin y a Hari a la contemplación de algunos de esos contrapuntos artísticos mencionados por Trigales junto con la música del propio Bach, como El Quijote (1605) -tan admirado por Tarkovski- o los cuadros de Pieter Brueghel).
Tras habernos puesto Javier Trigales en antecedentes (además, con la acertada decisión de que los fragmentos de Solaris proviniesen de la edición de la película publicada por Criterion: detalle de buen conocedor), fue el pianista Carlos Marín quien nos presentó brevemente la pieza que tocaría a continuación: el propio Preludio coral "Ich ruf zu dir, Herr Jesu Christ" BWV 639, en su transcripción para piano a cargo de Ferruccio Busoni. Marín destacó no sólo la eclesiástica acústica que los altos techos de la Fundación Luís Seoane aportaban: ideal para las amplias reverberaciones de este preludio, sino las características retóricas de la partitura, con su desarrollo en estilo Lamentatio, algo que marcó su interpretación del BWV 639 al piano, tan seria y concentrada, acusadamente grave y sin apenas ornamentación, tendida como un gran descenso cromático a la oscuridad, sin tampoco recalcar los acentos más líricos que en el registro agudo señalarían unos trinos que Marín ha rebajado, destacando la mano del propio Busoni aquí y su mayor frialdad, por lo que hablamos de una interpretación moderna que rehúye sentimentalismos y lo más barroco de la página, para esencializarla desde una óptica más propia del siglo XX (periodo histórico desde el cual, al fin y al cabo, Andréi Tarkovski escuchó a Bach, pues recordemos que las cintas del realizador ruso se caracterizan por utilizar versiones discográficas no historicistas en las que la sustancia bachiana está modificada, no tanto como en la transcripción de Busoni, pero sí por décadas de impronta clasicista y romántica que difieren sobremanera de lo que muchos comprendemos hoy como música del Kantor).
De vuelta del espacio exterior, la siguiente película en la que nos adentramos fue Зеркало (El espejo), definida por Javier Trigales como «obra cumbre no sólo de Tarkovski, sino del cine». Previamente, profundizó Trigales en el concepto tarkovskiano de «esculpir el tiempo»: aspecto que, según el realizador ruso, otorgaba al cine su especificidad como arte, por medio del montaje. Para ejemplificar dicho concepto, no sólo se remitió Trigales a las propias palabras y conceptos tarkovskianos, sino que nos puso un fragmento de un cortometraje coetáneo, Le dormeur (1974), de Pascal Aubier, cuyo plano-secuencia fue definido por Trigales como «tiempo que transpira». Dicha utilización del tiempo, en todo caso, era puesta por Tarkovski al servicio de lo poético; de ahí que -como recordó el conferenciante-, el director ruso se molestara cuando se realizaban exégesis de sus películas que pretendían convertirlas en un criptograma de significados cifrados. Según Trigales, para Tarkovski El espejo era un reflejo de sus propias vivencias, que en buen grado deberían ser las de los espectadores: la familia, el hogar, el paso de la infancia a la madurez..., así como el amor que sentía por los suyos, y hasta la ansiedad de no poder corresponderlo a la altura.
Nuevamente, se adentró Javier Trigales en el uso de la música de Johann Sebastian Bach realizado ahora en El espejo, ya desde los propios títulos de crédito, con el Preludio coral "Das alte Jahr vergangen ist" BWV 614, una partitura también perteneciente al Orgelbüchlein. Hizo hincapié Trigales en la fusión de música y sonidos ambientales (por tanto: lo diegético y lo extradiegético, tan recurrentemente superpuestos en Tarkovski) en los planos subsiguientes a los créditos, así como en otros contrapuntos histórico-artísticos, como las imágenes de archivo de la Segunda Guerra Mundial, el bruegheliano plano del niño huérfano llorando sobre la nieve (acompañado por la lectura de un poema de Arseni Tarkovski que es música en sí mismo), o la presencia del cuadro de Leonardo da Vinci Ritratto di Ginevra de' Benci (c. 1474-76): contrapunto histórico y emocional con el rostro de una ambigua Margarita Terékhova que es aquí madre y esposa, ángel y demonio (recurrente aparición de Leonardo en la filmografía del ruso que -según Trigales- representa lo que para Tarkovski era el genio italiano: una mirada tranquila, natural y profundamente humana, como la del propio Bach).
Aunque es más la música de Johann Sebastian Bach utilizada por Tarkovski en El espejo, como el recitativo "Und siehe da, der Vorhang im Tempel zerriß" (en el regreso del padre del frente), o el coro "Herr, unser Herrscher" (en el catártico final de la película); ambos, fragmentos de la Johannes-Passion BWV 245 (1724), tanto Javier Trigales como Carlos Marín se centraron en el Preludio coral BWV 614, pieza que volvió a presentar Marín antes de su interpretación en una transcripción para piano de de Carl Tausig. Habló el pianista madrileño de lo adecuado del título de la partitura: de esa invocación a los viejos tiempos, pues El espejo es, en cierto modo, un intento no sólo de recordarlos, sino de integrarlos en el presente para poder seguir hacia adelante. Recalcó igualmente Carlos Marín el hecho de que el BWV 614 sea una partitura que pueda dar la sensación de una pieza 'incompleta', por la semicadencia con la que concluye: algo que denotaría unos profundos conocimientos musicales por parte de Tarkosvki, ya que, como la propia película, este preludio es más una apertura que una resolución en firme, algo que se completaría en el film con un uso del BWV 614 a modo de lo que Marín denominó un «arte de la transición», al pasar de la música del órgano (en la versión fílmica; hoy, del piano) a sonidos diegéticos análogos (por ser estos también de viento), como los de la locomotora escuchada en la lejanía tras los títulos de crédito. La interpretación de Carlos Marín, más cargada de ornamentación y más suelta que la del Preludio coral BWV 639, volvió a ser muy seria, así como con ese deje de obscuridad que ha imprimido a su piano esta noche, sin edulcoramientos ni excesos, mostrándonos un Bach introspectivo y analítico que bien casa con ese ejercicio de reflejo del yo que es la propia película tarkovskiana.
Avanzando tres pasos más en este interesantísimo diálogo entre Andréi Tarkovski y Johann Sebastian Bach -pues por el medio quedarían dos películas del realizador ruso: Сталкер (Stalker, 1979) y Nostalghia (Nostalgia, 1983)-, llegamos a Offret (Sacrificio), la cinta postrera de un Tarkovski que no llegó a ver estrenada su obra sueca. Precisamente, a la filmografía de un sueco muy admirado por Tarkovski, Ingmar Bergman, se refirió Javier Trigales para mostrarnos otro uso de lo musical en lo cinematográfico tan poético como exquisito: el que de la 'Sarabande' de la Suite para violonchelo Nº5 en do menor BWV 1011 (c. 1717-23) realiza Bergman en la perturbadora Viskningar och rop (Gritos y susurros, 1972), sustituyendo el diálogo entre Ingrid Thulin y Liv Ullmann por la música del Kantor para llegar más allá de las palabras; puesto que, como afirmó Trigales, «cualquier diálogo que hubiese escrito un guionista, hubiese sido algo banal», frente a la hondura de la propia 'Sarabande' bachiana (movimiento que daría nombre al último largometraje de Ingmar Bergman, en 2003).
Offret vuelve a comenzar con la música de Johann Sebastian Bach, con el aria "Erbarme dich, mein Gott", parte de una Matthäus-Passion BWV 244 (1727) que se inserta de un modo contrapuntístico con el óleo de Leonardo da Vinci Adorazione dei Magi (1481-82), con los sonidos de la naturaleza y con el árbol que cerrará la película, de nuevo acompañado por "Erbarme dich", por lo que el tema bachiano es, en Offret, alfa y omega musical del film (de hecho, resulta curioso que los siete largometrajes de Tarkovski se encuentren enmarcados entre dos niños a la sombra de dos árboles: los del comienzo de Иваново детство -La infancia de Iván, 1962- y los del final de Offret). Como sostuvo Javier Trigales, Tarkovski nos priva de ver los posibles brotes del árbol (inicialmente, seco) al final de la película, dejando que seamos los espectadores quienes decidamos, según nuestra propia fe (y confianza en el método, como afirma el personaje encarnado por Erland Josephson), si finalmente el árbol reverdecerá...
...lo que sí reverdeció fue el piano de Carlos Marín, que nos ofreció "Erbarme dich" (en arreglo de Louis Köhler) con los niveles artísticos más notables de su pianismo esta noche, desplegando un Bach de amplio colorido y líneas melódicas más marcadas (las que alto o contratenor cantan en el original bachiano). Y es que no resulta sencillo dar con el tono adecuado en un instrumento, el piano, que a quien estas líneas firma no le convence en absoluto para una partitura como la que cerraba el concierto, aunque, como antes he señalado, puede comprenderse su presencia por cuanto las recabadas por Tarkovski para sus películas no eran, precisamente, versiones interpretadas con instrumentos de época. En todo caso, hubiese sido interesante, para mantener la apuesta por la creación actual que ha marcado los conciertos de la Asociación Cultural AÏS en A Coruña (sea en Nexos o en Resis), el haber programado alguna partitura contemporánea inspirada en Andréi Tarkovski, a pesar de que algunas de ellas, como No hay caminos, hay que caminar... Andrej Tarkowskij (1987), de Luigi Nono; bildlos/weglos (1990-91), de Wolfgang Rihm; o 1+1=1 (2006), de Pierluigi Billone, comportan dificultades logísticas que superaban las posibilidades de este evento. Sí hubiesen tenido cabida en este formato más camerístico y reducido piezas como Klagendes Lied, parte del ciclo Jelek, játékok és üzenetek (1989...), de György Kurtág; o las partituras englobadas bajo el título Nostalghia - Song for Tarkovski (2006), compuestas por el francés François Couturier en homenaje a cada una de las películas del realizador ruso.
Quedamos a la espera, por tanto, de que Nexos nos vuelva a convocar en los próximos meses para nuevos diálogos musicales alrededor de las confluencias entre la música y las artes contemporáneas; diálogos que esperamos tan serios y sustanciosos como el que hoy unió a Andréi Tarkosvki y a Johann Sebastian Bach gracias al buen hacer de Javier Trigales y Carlos Marín. La gran asistencia de público (que había agotado las entradas días antes del concierto, demostrando el soberbio trabajo desarrollado por AÏS en la difusión de este tipo de actividades), volvió a reconfortarnos en un día marcado por los festejos carnavalescos en las calles herculinas. En el oasis de serenidad que en la tarde del 22 de febrero era la Fundación Luís Seoane, a lo que asistimos intramuros fue a un gozoso encuentro con el arte universal más trascendente; un encuentro que tuvo como virtud no sólo el que hubiésemos pasado una estupenda hora y cuarto de ponencia y concierto, sino que Javier Trigales y Carlos Marín nos hayan motivado para regresar a las películas de Andréi Tarkovski con una mirada y una escucha renovadas.
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