Opinión
La banalidad de las estatuas
Agustín Blanco Bazán

Una nota en El País de España (hay otro en el Uruguay) sobre la “guerra de las estatuas” en Inglaterra me anima a contribuir a este tema curiosamente crucial en una nación donde las frustraciones del presente son tan frecuentemente canalizadas en la obsesión por fetichizar el pasado.
En 1996 Aldeburgh rechazó erigir una estatua para el más grande de los compositores británicos. Benjamin Britten también había enriquecido la ciudad y sus alrededores con un gran festival musical, pero era homosexual y algunos rumores sobre sus tendencias pedófilas acababan de ser revelados en varias publicaciones. Algo parecido ocurrió con Oscar Wilde, que tuvo que esperar hasta 1998 para tener su primer monumento en un país donde este honor es pródigamente conferido a muchos militares. Sir Arthur “Bomber” Harris, por ejemplo, un comandante de la fuerza aérea británica que ordenó sin el menor remordimiento el bombardeo de objetivos civiles en Dresde y otras ciudades alemanas. “¡Lo volvería a hacer!” dijo con gesto entre sufrido y severo poco antes de su muerte en 1984. El día de la inauguración de su estatua en el corazón de Londres en 1992, una manifestación pacifista perturbó el discurso de dedicación a cargo de la Reina Madre. Shall I continue? Interrogó la nonagenaria con su proverbial hilito de voz en registro alto. Sí, le dijeron los del protocolo y del final del discurso no pudo oírse palabra, pero ella y los organizadores terminaron la ceremonia como si nada.
El inicio de la actual guerra de estatuas comenzó en Bristol con la remoción de la de Edward Colston en reacción al asesinato de George Floyd en Michigan: uno de los manifestantes hasta cumplió con el ritual de hincar su rodilla contra el cuello de la efigie antes de arrastrarla al mismo muelle desde donde la Royal African Company del agraviado deportaba esclavos a América. Colston se había hecho rico con este tráfico, pero para muchos había sabido blanquear este dinero mal habido en obras cívicas y de caridad. En otros términos: una excusa y un aliciente, no sólo para presentar el comercio de esclavos como algo finalmente redimible, sino para obtener dinero ilícitamente en cualquier época, siempre y cuando el responsable también sepa disfrazarse de benefactor.
Y hay otras estatuas amenazadas, notablemente una de Cecil Rhodes en un colegio de Oxford o, frente al Parlamento de Westminster, el monumento a Winston Churchill, un político exportado al mundo con aires de santidad, pero discutidísimo en Inglaterra por su racismo yugular. Cuando el mismo día de la zambullida de Colston la estatua de Churchill fue profanada con grafitis, una nieta suya comentó con desapasionado sentido común que si la historia iba ser vista a través de prismas actuales, lo mejor era llevar la escultura a un museo. Pero por el momento el alcalde de Londres decidió tapearla, y lo mismo hizo con las esculturas cercanas de Mahatma Gandhi y Nelson Mandela, porque también grupos de extrema derecha se lanzaron a la calle para pelear con la policía en defensa de una historia imperial alabada con fervor racista.
Como símbolo perdurable de esta protesta frente al Parlamento queda la imagen de un hombrón corpulento orinando al lado de un pequeño monolito conmemorativo de Keith Palmer, el policía que perdió su vida tratando de detener allí mismo un extremista suicida islámico. El defensor de oficio explicó que el acusado había ido a “defender las estatuas” después de haber bebido diez litros de cerveza, y no estaba en condiciones de diferenciar entre aquellas y una pequeña lápida conmemorativa. Catorce días de detención, retrucó el juez. Ello en adición al innecesario oprobio de la publicación universal de su nombre junto a la foto incriminatoria.
De entre los muchos periodistas que hoy se ocupan de escribir sobre esta guerra de las estatuas en Inglaterra, uno de ellos, de extracción conservadora, me ha impresionado como el más coherente. En una nota para The Guardian Simon Jenkins relativizó la importancia de los monumentos en la vía pública al aludirlos como objetos inevitablemente expuestos ante quienes no tienen otra alternativa que protestar sus frustraciones en la calle. En su opinión, hubo similar agresividad en una reciente invasión a las playas en un día de calor, en desafío a las amenazas de multas para quienes violaran la discutible severidad del encierro anti pandémico.
¿Pero como incluir en estas frustraciones la lucha contra el racismo? La situación en Inglaterra es menos virulenta que en los Estados Unidos, pero no por ello menos significativa. Ya van diez años desde que el gobierno conservador llegó al poder con una agenda de deprecación contra refugiados e inmigrantes considerados como “enjambres” por David Cameron y perseguidos por Teresa May como “ilegales”. Y a su xenofobia antieuropea Boris Johnson ha añadido expresiones de burla racial publicadas universalmente y frente a las cuales ha rehusado explícitamente retractarse. Esta narrativa racista y xenófoba fue reafirmada en los hechos cuando el gobierno se empecinó en perseguir y deportar a caribeños legalmente instalados en Inglaterra a menos que estos pudieran documentar medio siglo de residencia con documentos frecuentemente imposible de redescubrir (el Reino Unido se considera cínica y benignamente liberal por no emitir documentos de identidad). Las excusas formales y las compensaciones ofrecidas por el gobierno cuando el escándalo salió a la luz fueron tardías e insuficientes. Y el trauma de separaciones familiares y once muertos entre los deportados siguen alimentando la prensa y la dramatización televisiva.
Es en este Windrush scandal (así llamado porque los inmigrantes iniciales arribaron en un buque llamado Windrush) que está la clave para comprender el renovado activismo antirracista que llevó a la destrucción de la estatua de Colston. Que el Windrush day caiga el 22 de junio no ayuda particularmente a disminuir tensiones este año, pero no queda más remedio, porque fue el 22 de junio de 1948 que el Windrush ancló al este de Londres para que desembarcara la primera generación de inmigrantes caribeños.
Mientras el ensañamiento frente a las estatuas prosigue su desarrollo natural y violento, un memorial a Benjamin Britten enfrenta serenamente al mar en una playa desolada en las afueras de Aldeburgh. Como no fue posible erigirle una estatua dentro de la ciudad sus promotores se decidieron por un surrealista caparazón de crustáceo, infinito en sus curvas y recovecos. Y conmovedoramente canoro, porque el sonido de la marea y del viento encuentran en él un eco similar al plasmado en la partitura de Peter Grimes, la ópera que universalizó el mar y el pedregullo de esta Inglaterra hoy tan totémica frente a sus estatuas como culturalmente insular en la aprehensión a sus vecinos. De la imagen grotescamente tiesa del Bomber Harris todos parecían haberse olvidado, hasta que el movimiento Black Lives matter la puso recientemente en su lista: parece que no sólo mató civiles alemanes sino también hombres, mujeres y niños en la Mesopotamia en 1920. Y siempre desde el aire, masivamente y a rajatabla. También sirvió al Apartheid en Rhodesia.
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