España - Galicia
Grafismos sonoros
Paco Yáñez
Como ha explicado en alguna ocasión el que fue gran alcalde y renovador de Santiago de Compostela a finales del siglo XX, Xerardo Estévez, la consecución de un auditorio para la capital gallega fue el resultado de un arduo proceso administrativo que concluyó con la inauguración, el 20 de octubre de 1989, del Auditorio de Galicia. Este edificio (que, a su vez, revitalizó una zona deprimida de la ciudad, dando salida a la voluntad de desarrollar proyectos urbanísticos que aunasen cultura y justicia social: uno de los ejes del proyecto político de Estévez) se incardinó, asimismo, en otras de las señas de identidad arquetípicas del mandato del entonces regidor compostelano: conjugar lo gallego con lo internacional, y la tradición con la modernidad, algo que a primera vista es perceptible en el diseño del propio Auditorio, obra de los arquitectos Julio Cano Lasso y Diego Cano Pintos.
Ahora bien, tan encomiable proyecto para una urbe tan pequeña como Santiago de Compostela (una ciudad, a mayores, sin una orquesta residente por aquel entonces) pecó desde su nacimiento de un sesgo tradicionalista y conservador en su programación, así como de la falta de una concepción orgánica que desde lo musical vertebrase la vida de dicho edificio, como actualmente conocemos en otros auditorios de nuestra eurorregión, como la Casa da Música de Oporto. De este modo, además de echar en falta ciclos de cámara, de música antigua y de creación contemporánea que completasen las tan repetitivas y cansinas temporadas de la Real Filharmonía desde 1996 (orquesta convertida en un verdadero anticlímax para quienes vivimos la época dorada del Auditorio de Galicia, con las mejores agrupaciones y directores del mundo allí presentes en los años noventa: hoy desparecidos de los auditorios gallegos, privándonos no sólo de los intérpretes de referencia del siglo XXI, sino del tan necesario contraste para poner en su lugar a nuestras orquestas), en el Auditorio de Galicia brillan por su ausencia ciclos de cine musical, talleres, actividades formativas para el público adulto, o exposiciones dedicadas a la propia música: natural protagonista que debería ser de lo que, recordémoslo, es un auditorio.
Estos sesgos y estas carencias no han ido más que agravándose con el paso de los años, y recorrer el Auditorio de Galicia un día en el que no haya concierto o representación teatral es hoy desolador, convertido el recinto en un mausoleo apagado y sin vida que lejos está de parecer un centro de dinamización cultural. Claro que los tiempos no son propicios, y no sólo por lo que a la economía se refiere (esa excusa predilecta de quienes carecen de ideas, visión cultural y capacidad de revitalización artística), sino por falta de liderazgo cultural en la ciudad a todos los niveles: desde unos alcaldes que, tras Xerardo Estévez, han distado leguas del nivel de quien promovió el Auditorio de Galicia, a una actual gerencia cuya labor (otra envenenada herencia de la nefasta alcaldía de Compostela Aberta) me parece paupérrima, además de nula en cuanto a dinamizar lo propiamente musical en el Auditorio de Galicia, siguiendo, año tras año, las carencias antes señaladas campando a sus anchas y empobreciendo la vida artística de una ciudad tan venida a menos, en la que lo que antes era cultura -con mayúsculas y un sentido más netamente europeo- hoy es apenas cooltura y una ligereza tendente a lo banal. Así, desde el Consejo Rector hasta la Comisión Ejecutiva, los distintos niveles organizativos de esta institución han sido incapaces de revertir dicha situación, y de aquellos polvos dorados de los grandes días del Auditorio de Galicia vienen los actuales lodos en los que se puede decir que cualquier tiempo pasado fue mejor (al menos, si no por creatividad a la hora de programar -que el Auditorio nunca la tuvo-, por el prestigio de los intérpretes que a la sala Ángel Brage en su día llegaron).
Una de las muchas anomalías a las que nos estamos refiriendo la constituye el que en la sala de exposiciones del Auditorio de Galicia esa modernidad que tanto se echa en falta en sus salas de conciertos sí ha estado presente, con propuestas que, desde las artes plásticas, son capaces de poner en contacto al público compostelano con la creación actual; incluso, con un premio para jóvenes artistas, mientras que ese mismo -recordémoslo- auditorio no cuenta con un certamen propio de composición ni con la figura de un compositor en residencia. A mayores -y agravando esa falta de organicidad que tanto lastra al Auditorio de Galicia-, las exposiciones de temática musical son verdadera rara avis, por lo que la inauguración de la muestra de la que hoy les damos cuenta es todo un acontecimiento, si bien la idea y el comisariado de la misma son externos, pues Mirar o son. Notación gráfica na música contemporánea, la exposición que el pasado 16 de septiembre se inauguraba en el Auditorio de Galicia, cuenta como comisarios con Ignacio Barcia e Iñaki Martínez Antelo, dos gestores culturales con una trayectoria muy vinculada a la música actual, ya sea Ignacio Barcia, por su asidua y tan importante colaboración con Vertixe Sonora desde la Facultad de Bellas Artes de Pontevedra, ya un Iñaki Martínez cuya dirección del MARCO vigués ejemplificó que la música actual puede y debe formar parte de un centro de arte contemporáneo, por medio de conciertos, exposiciones, conferencias y ciclos formativos (cosa que, por cierto, empieza a olvidar el CGAC; traicionando, así, su proteica -aunque discontinua- historia como agente de dinamización y creación musical).
Ese ya largo compromiso de ambos comisarios con la música contemporánea se manifiesta en una exposición en la que podemos ver algunas de las partituras gráficas más importantes de los siglos XX y XXI, con páginas de cincuenta y nueve compositores entre los que se encuentran John Cage, Iannis Xenakis, Morton Feldman, Helmut Lachenmann, Earle Brown, Karlheinz Stockhausen, Sylvano Bussotti, Mauricio Kagel, o Georges Aperghis (¡qué lamentable y sangrante paradoja, que todos estos compositores estén presentes en la sala de exposiciones del Auditorio de Galicia y no en las temporadas musicales de su orquesta residente!). En su presentación de Mirar o son, Ignacio Barcia e Iñaki Martínez nos comunicaron que lejos estaba de su pretensión el comisariar una exposición con una voluntad exhaustiva o academicista, sino el poner al público gallego en contacto con obras, en muchos casos recabadas por su belleza plástica, más que por su complejidad o novedad desde un punto de vista musicológico (lo que no quita el que muchas de las partituras presentes, además de hermosísimos artefactos visuales, sean piezas cruciales en el desarrollo del medio). Además de las propias partituras (buena parte de ellas, expuestas por primera vez en Galicia), Mirar o son se completa con archivos audiovisuales que nos permitirán ver la realización de dichas partituras gráficas: desde la paradigmática Calder Piece (1966), de Earle Brown, a la ejecución en las calles de Santiago de Compostela de la acción fugitiva para 111 ciclistas Eine Brise (1996), de Mauricio Kagel, el 21 de marzo de 2010.
Es ésta una de las dos presencias gallegas en Mirar o son, junto con Setras (2017), estudio del compositor lugués Berio Molina, por lo que echamos de menos la inclusión de algunas de las partituras que supusieron la aparición en Galicia de este sistema de notación, como las de Jorge Berdullas del Río, con piezas tan representativas como Metamorfias II. Trifoglio (1988), Anástasis (1990), o Alogón, el dominio del caos (1991). Además, al recomendarle al editor de mundoclasico.com la visita a esta exposición y comentarle la nómina de compositores presentes en Mirar o son, Xoán. M. Carreira echaba en falta (con buen criterio) la presencia de Jesús Villa Rojo, cuyas partituras y estudios musicológicos de dichas grafías alternativas —apuntaba Carreira— «han sido traducidos a varios idiomas y son referencia bibliográfica internacional sobre el tema». Ausencias al margen, en todo caso lo que nos proponen Ignacio Barcia e Iñaki Martínez es sobradamente atractivo como para que nos pasemos en más de una ocasión por el Auditorio de Galicia, un espacio al que esta tarde volvía una agrupación que, por su importancia en la escena musical gallega, debería tener una presencia mucho mayor en las programaciones del auditorio compostelano: Vertixe Sonora Ensemble.
Así pues, Vertixe Sonora llegaba al Auditorio de Galicia para participar en la presentación de Mirar o son, en un concierto que era, paralelamente (parece que en estos tiempos hay que aprovechar cualquier oportunidad para que un concierto justifique hasta tres programaciones), parte de las (este año raquíticas) Xornadas de Música Contemporánea, así como del festival de artes performativas Plataforma, un proyecto dirigido por el propio Iñaki Martínez Antelo junto con dos de los programadores más inquietos e interesantes del arte gallego, David Barro y Mónica Maneiro: un festival que pretende «tender puentes entre las artes visuales y las artes vivas, las artes escénicas, la literatura, la arquitectura y el diseño, invitando a reflexionar sobre el espacio público e integrando servicios e instituciones de la ciudad para actuar cómo motor para el desarrollo y la cohesión social».
Para su concierto en la intersección de estos dos festivales, Vertixe Sonora seleccionó cinco partituras gráficas presentes en la exposición Mirar o son, demostrando la gran importancia que a la hora de dar sentido a estas notaciones tiene la experiencia y el bagaje de un ensemble de música contemporánea, algo que Vertixe ha demostrado sobradamente desde su primer concierto, el 18 de julio de 2011, incluyendo en sus programas a lo largo de estos nueve años algunas de las partituras presentes en Mirar o son, como Corona (1962), de Tōru Takemitsu, interpretada en Pontevedra por David Durán y Haruna Takebe el 9 de junio de 2017, o Guero (1969-70, rev. 1988), de Helmut Lachenmann, tocada en Lugo por David Durán el 18 de abril de 2017.
En esta ocasión, la obra seleccionada para abrir el concierto fue Nivea Cream Piece (1962), de la compositora norteamericana Alison Knowles (Nueva York, 1933), un perfecto ejemplo de cómo Vertixe es capaz de aprehender y dar un sentido tan propio como contingente a las partituras con las que trabajan, algo que deja bien a las claras el título de la versión presentada por el conjunto gallego en el Auditorio de Galicia: Peza do xel hidro-alcohólico. De este modo, Vertixe resignifica, por medio de la propuesta de Alison Knowles, un gesto hoy tan tristemente cotidiano como el del lavado de manos con solución desinfectante, otorgando a esta higienización un carácter performativo y musical, al realizarse a tres velocidades e intensidades diferentes (a mayores, convenientemente amplificadas) por parte de los tres músicos que sucesivamente han ido entrando al escenario: Diego Ventoso, David Durán y Pablo Coello; el primero, en un tempo lento; los demás, con un gesto más rápido e histriónico, lo que depara tres formas de somatizar los estragos psicológicos de la pandemia, los ritmos de cada una de nuestras cotidianeidades, así como la propia personalidad más visceral del gesto. El tramo final de cada lavado de manos (con no menos profusa y desbordante aplicación de gel) se efectúa con guantes de plástico, incorporando nuevas texturas, timbres y capas de significado, en un comienzo de concierto de lo más actual y significativo en este pandémico 2020, aquí trascendido en forma musical.
La segunda compositora presente en este concierto, Catherine Kontz (Luxemburgo, 1976), se incardina ya dentro de lo que son las generaciones con las que Vertixe trabaja de forma más habitual, seleccionando el conjunto gallego de la luxemburguesa su dúo Three legs and a wheel (2018). Como sucedió durante la mayor parte de las piezas interpretadas en este concierto, pudimos ver, mientras Vertixe Sonora les daba forma musical, las propias partituras proyectadas, de modo que aquí fuimos conscientes de los distintos bloques de acciones extendidas, así como de las secciones en que éstas se suceden, o de sus perfiles dinámicos, conformando la propia partitura una escala que remeda los perfiles orográficos de una etapa ciclista. Y no es para menos, pues uno de los instrumentos que aquí Diego Ventoso ha movilizado fue, precisamente, una bicicleta que, invertida, activó en sus radios, llantas y neumáticos: superficies contra las que rozó diversos objetos, desde varillas a cepillos de dientes o papeles, además de acciones más referenciadas a la tradición clásica, como sus pizzicati de radios: gestos que en el comienzo y en final de la obra se correspondieron con los análogos pizzicati de David Durán en el arpa de un piano que aporta las mayores reminiscencias de la tradición, por lo que bicicleta y piano conforman dos estratos en cuanto a posibilidades expresivas y significación cultural, aunque compartan muchas técnicas que, en todo caso, la tan diferente naturaleza de ambos objetos convierte en texturas muy diversas. Sea como fuere, la sonoridad del piano en Three legs and a wheel preparado nos remite a una tradición renovada en el siglo XX, con reminiscencias de otro de los grandes protagonistas de Mirar o son: John Cage. De nuevo, una generosa amplificación nos permite abismarnos a sonoridades mínimas en su intensidad, lo que siempre genera una extraña sensación de microscopía musical. Asimismo, el cierto mecanicismo que preside parte de la obra, o el propio uso de objetos, nos remite a estéticas de la actualidad bien conocidas por Vertixe, como las piezas de la compositora sueca Malin Bång, lo que no quita que Diego Ventoso girando y friccionando la rueda de su bicicleta evocase una figura tan popular —otrora— en Galicia como la del afilador, por lo que esta fusión de ruidismo y ecos clásicos del siglo XX multiplica sus capas de lectura.
Uno de los momentos más intensos de este concierto llegó con Verbo (2019), obra para voz y megáfono del mexicano Eduardo Partida (San Lorenzo de Tezonco, 1992) cuya partitura gráfica pudimos ver proyectada mientras quedábamos fulminados por la abrumadora interpretación realizada por Pablo Coello, en una de las ejecuciones más febriles y viscerales que le recuerdo a quien es uno de los mejores intérpretes de música actual de nuestro Estado. La partitura de Eduardo Partida es, en todo caso, más determinada que las anteriores, por lo que el margen de libertad para Coello se restringe, algo que no quita el que su aportación haya elevado muchos enteros una obra de una torrencialidad que por momentos recuerda a otra enloquecida partitura bien dominada por el saxofonista de Vertixe Sonora, El gran cabrón (2012), de Germán Alonso. Con sus subidas y bajadas de megáfono, así como con una saturación gutural de verdadero impacto, Pablo Coello ha desatado en Verbo el lado más atávico y salvaje del lenguaje, su momento más instintivo y furioso, propiciando incluso vítores por parte del público tras concluir un momento musical para el recuerdo (aunque quizás no para repetir con frecuencia, si Coello quiere conservar su laringe en perfecto estado).
Tras la explosión de violencia escuchada en Verbo, la cuarta pieza programada esta tarde, Milan Piano (1959), partitura gráfica del canario Juan Hidalgo (Las Palmas de Gran Canaria, 1927 - Ayacata, 2018), casi ha sonado como una bagatela, con mayores ecos de la tradición, algo perfectamente comprensible si tenemos en cuenta el modo tan lúcido y aquilatado en el que Hidalgo asimiló e hizo suya la historia del arte y de la música, siendo ya arquetípico aquello de que el compositor insular se consideraba «hijo de John Cage y nieto de Marcel Duchamp»: genealogía que, sin duda, ambos genios gustosos firmarían. Precisamente, David Durán ha conectado de forma directa la partitura gráfica de Juan Hidalgo con el universo de John Cage, ya no sólo a nivel tímbrico, al incluir objetos en el piano, como pelotas de ping-pong, sino estructural, si bien aquí Durán convierte Milan Piano en todo un antecedente de las Number Pieces (1987-92) cageanas, por cómo su lectura ha habitado el silencio por medio de acciones bien espaciadas y resonantes, con lo que el peso y la definición de cada sonido ha adquirido un sentido muy poético. Durán ha aprovechado la apertura gráfica de Milan Piano para atacar su instrumento con técnicas propias del siglo XX, dando un sentido histórico al mismo, lo que nos ha vuelto a mostrar la importancia, antes mencionada, de que el intérprete de partituras gráficas posea un bagaje artístico, musical y técnico que resignifique dichas notaciones, como ha sido el caso de Vertixe Sonora esta tarde.
Si cabe, ello ha sido aún más importante en la impresionante pieza que cerraba el concierto: la complejísima Elegant Journey with Stopping Points of Interest (1965), una partitura gráfica que, de mostrarse más sinuosa que rectilínea, nos hubiese dejado, por su apariencia, en puertas de un Jackson Pollock. En esta ocasión, Vertixe ha optado por un quinteto de saxofón, piano, percusión, guitarra eléctrica y contrabajo, atacando la partitura de Robert Moran (Denver, 1937) por medio de una improvisación semidirigida por el compositor gallego Ramón Souto. En sus pautas a los músicos de Vertixe, Souto ha tramado una serie de estructuras que afianzasen formalmente la maraña gráfica de Robert Moran, una pieza que el ensemble gallego ha construido de forma que diría circular. Además de ese gran trazo, la larga experiencia de los músicos de Vertixe les permite un diálogo interno y una complicidad que pocos grupos de música contemporánea en España ahora mismo poseen, algo que se ha percibido en las muchas correspondencias rítmicas y tímbricas que se establecen en Elegant Journey with Stopping Points of Interest, ya desde los puentes que se tienden entre el bombo de Diego Ventoso y los palmeos al arpa de David Durán en su piano: unos efectos percusivos que conforman la esencia acústica de esta partitura y que se extienden por el resto del quinteto, comprendiendo palmeos y percusión del contrabajo en distintas partes del instrumento, mientras que el saxofón de Pablo Coello tira de percusión de llaves, slaps y sonido de aire sin tono, para agudizar ese golpeo dentro del tubo de su instrumento: efectos que, igualmente, Rubén Barros remeda en su guitarra eléctrica.
Ese proceso de acumulación de fuerzas y polirritmos tan marcado por lo percusivo alcanza un furibundo clímax que, junto con la interpretación de Verbo, ha sido uno de los puntos álgidos del concierto, con un volumen sonoro realmente atronador y complejo por la proliferación de capas métricas. Tras alcanzar semejante clímax, Vertixe acomete un progresivo diminuendo que nos conduce, en lo que a ataque instrumental se refiere, del golpeo al rascado, con escritura de baqueta sobre címbalo, arco en el contrabajo, glissandi en la guitarra eléctrica, soplido sin tono en el saxofón, o roce de arpa en el piano. En todo caso, se trata de una fase más serena y meditativa que pronto deja paso a un nuevo accelerando en el que Diego Ventoso adquiere un papel central dentro del quinteto, percutiendo bombo y caja en sus membranas y aros, creando oleadas rítmicas impresionantes que secundan los restantes músicos, haciendo de Ventoso el centro neurálgico del ensemble. Los distintos patrones rítmicos expuestos por Diego Ventoso se enriquecen, en lo tímbrico, por medio del vibráfono en sucesivos compases, algo que se desdobla en los matices que Carlos Méndez, Pablo Coello, David Durán y Rubén Barros aportan desde los restantes instrumentos, creando ese crepitar sonoro que se observa en la red gráfica de la partitura.
En los compases finales, la sonoridad metálica que había introducido el vibráfono se complejiza por medio de pedales de guitarra eléctrica, activados no sólo por Rubén Barros, sino por Pablo Coello en el saxofón. Ello conforma un entramado musical de naturaleza electrónica por saturación de delay y acoples, con un sentido muy crepitante e incisivo que vuelve a evocar lo mejor de la música actual de hibridación acústico-electrónica, convocando ecos que van de Stefan Prins a la antes citada Malin Bång: algo que evidencia cómo Vertixe es capaz de tomar partituras gráficas con más de medio siglo de existencia y darles un sentido netamente actual y referenciado a las estéticas de nuestro tiempo, sin por ello perder su potencia ni el rigor histórico. Será ese marasmo electrónico el que acabe dominando el final de Elegant Journey with Stopping Points of Interest, de vuelta al silencio, rubricando un concierto muy bien recibido por un público que había agotado las entradas disponibles desde varios días antes (formándose, incluso, una fila de espera a la entrada de la Sala Mozart), y que se siguió de la inauguración de la exposición Mirar o son, lo que propició unos agradables minutos de conversaciones y tertulia, dotando así de vida y presencia de la música contemporánea de calidad a un espacio tan necesitado de revivificar sus mortecinas instalaciones. Que sean más, los encuentros con estas partituras y estéticas en el Auditorio de Galicia, para poder, así, seguir viendo el sonido de nuestro tiempo.
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