España - Galicia

Perdidos entre la bruma y el ruido

Paco Yáñez
lunes, 2 de noviembre de 2020
A Coruña, sábado, 24 de octubre de 2020. Teatro Colón. Vertixe Sonora. Javier Martín, coreografía y danza. Ramón Souto: Brumario. Ocupación: 90%.
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Hace tres días, en mi reseña del concierto inaugural del VIII Festival de Creación Musical Contemporánea Vertixe Sonora, reflexionaba en estas mismas páginas sobre la necesidad de que un ensemble de música actual, como lo es Vertixe, dé cabida en su programación a los grandes creadores y a las obras maestras de nuestro tiempo; una cuestión, apuntaba entonces, crucial para el propio crecimiento del conjunto a nivel artístico, técnico y musical; al punto de que, si me apuran, podría afirmarse que si una agrupación de estas características no aborda tales partituras, dudo que pueda llegar a considerarse algún día un ensemble de referencia (como una gran orquesta no lo sería sin interpretar las piezas fundamentales que jalonan la historia del repertorio sinfónico).

Obviamente, la calidad de las obras de creación actual no viene dada, únicamente, por la firma de quien rubrica tales partituras, habiendo un buen número de compositores con un catálogo realmente significativo, potente y original que, sin embargo (y por múltiples motivos), carecen de la difusión internacional a la que sus méritos deberían dar lugar. Un caso paradigmático al respecto, dentro de la música española actual, es el del director artístico de Vertixe Sonora, el compositor Ramón Souto (Vigo, 1976), autor de partituras que en su día tanto aplaudimos en mundoclasico.com como Detrito monocromía (2011), Apertas para Matta-Clark (2012), Durban (2013), Toroni (2016), o Catalogues de souffle, respiration et bruissement (2017).

Estas últimas nos mostraban a un compositor que, dentro de su habitual trabajo extendido con el ruido a modo de detritos sonoros resignificados, iba varios pasos más allá, al implementar en instrumentos acústicos (habitual base de trabajo de Ramón Souto) artefactos mecánicos que, desde sopletes a dildos, pasando por multiherramientas o compresores de aire, conferían una sonoridad insospechada a dichos instrumentos, si bien en algunos casos —destacadamente, en la versión extendida de Toroni—, se producía una acumulación de paisajes ruidistas un tanto informe que hacía que el discurso se perdiese, desorientase y careciera de la musicalidad tan consistente y directa de piezas como Detrito monocromía o Apertas para Matta-Clark, partituras mucho más concentradas que me siguen pareciendo, casi una década después de su estreno, lo mejor de Ramón Souto, así como obras en las que el ruidismo no ahoga de tal manera un discurso aún vinculado con una tradición post-lachenmanniana que en Souto diría que se enraíza a través de la musique saturée francesa (aunque el propio compositor no se adscriba a tal corriente).

Tales problemas de musicalidad, estructura y direccionalidad se volvieron a percibir, de forma más agudizada, en la que fue cuarta puesta en escena por parte de Vertixe de Brumario (2018/2019/2020), un proyecto de música y danza a cuya primera entrega había asistido el 23 de diciembre de 2018, en el Centro Galego de Arte Contemporánea, llevándome una muy grata impresión de lo que, entonces, se había desarrollado como una improvisación a cargo del saxofonista Pablo Coello, del pianista David Durán y del percusionista Diego Ventoso; es decir, de la columna vertebral y núcleo instrumental más estable de Vertixe Sonora. Junto a los músicos del conjunto gallego, estaba en aquel primer Brumario sobre el escenario del CGAC el coreógrafo y bailarín Javier Martín (A Coruña, 1980), imbricándose y habitando —literalmente— los instrumentos del ensemble, en un dialogo muy bello y compenetrado entre música y danza, algo que hemos echado en falta en este cuarto Brumario, en buena medida, por lo informe de la propuesta musical de Ramón Souto, que en absoluto ayudó a Javier Martín a encontrar su sitio en el paisaje acústico creado por el compositor vigués.

Aunque no estuve presente ni en la segunda ni en la tercera puesta en escena de Brumario (que tuvieron lugar, respectivamente, los días 5 de octubre de 2019, en el Monasterio de Santa María de Sobrado dos Monxes, y 27 de octubre de 2019, en el Conservatorio Superior de Vigo), me consta que en ellas se retomó el trabajo de improvisación sobre una partitura base, Ursa Major (2017), de la compositora norteamericana Heather Stebbins, tratada vía retroalimentación por parte de Vertixe, sumándose en 2019 al trío instrumental la electrónica de Ángel Faraldo para enfatizar los vínculos entre música y movimiento. De este modo, más que de un Brumario, tendríamos que hablar de una propuesta polimórfica que va mudando su composición, su orgánico y sus protagonistas a cada año que la pieza evoluciona y se desarrolla. Siguiendo, por tanto, una trayectoria que conjuga elementos de unidad y apuntes de renovación, en 2020 fue turno de un Ramón Souto que apostó en el Teatro Colón de A Coruña por crear todo un medioambiente escultórico-musical que sólo en sus primeros compases nos tuvo en expectativa —en base a los méritos artísticos que Souto había demostrado previamente—, pues a los pocos minutos empezó a acusarse una pérdida de sentido que, me temo, ha afectado esta noche, incluso, a unos músicos tan habituados al lenguaje del compositor vigués como Pablo Coello, David Durán y Diego Ventoso, que en diversos momentos parecían hasta perdidos en el entramado de objetos que, junto con sus instrumentos, tenían como objetivo multiplicar ese paisaje en brumas que sí se percibió en unos primeros momentos en los que la música adquirió la textura del vapor de agua, con su fragilidad, misterio y levedad.

Diría, incluso, que tan ambicioso (o desmedido) despliegue de aparatos sobre el escenario no respondió adecuadamente a la idea original de un Ramón Souto que, presente él mismo sobre las tablas del Colón (como también el artista Ignacio Barcia, en la manipulación de los distintos compresores y efectivos ruidistas), se constituyó en centro de los motivos que el trío instrumental iba filtrando acústicamente, en un planteamiento muy interesante a nivel conceptual, pero que, me temo, ha sufrido de diversos fallos, ya no sólo a la hora de plasmar técnica y musicalmente las ideas de Ramón Souto, sino por medio de problemas de orden logístico que parecían evidentes en el funcionamiento de un aparataje que incluía desde bocinas movidas por compresores (diseño de Ramón Souto e Ignacio Barcia) a motores activando el cordal del piano (brutal, la violencia con la que el propio Souto se aplicaba en el interior de la caja del instrumento) en una estética que nos ha recordado a la de los minutos finales de Toroni. Ese cúmulo ruidista ha propiciado, en algunos momentos, evidentes desajustes en la plantilla instrumental, algo que en otros compases sucedió, incluso, con los pasajes confiados al propio trío, no sé si por un insuficiente estudio del espacio acústico del Teatro Colón o por un manejo de las dinámicas un tanto tosco.

En todo caso, y como es habitual en la música de Ramón Souto, ha habido destellos en este cuarto Brumario que, aunque descontextualizados y faltos de esa musicalidad de conjunto, han conseguido captar nuestra atención, como la citada activación del piano con motores o el roce de bocinas sopladas por compresores contra un gran bombo dispuesto horizontalmente sobre el suelo (de nuevo, con el propio Souto entre los dos activadores de dichas bocinas: perfecta muestra de un compositor al que le gusta probar con sus propias manos la materia sonora con la que trabaja, al modo de un artesano o de un escultor acústico). Cual si de los fuegos de San Telmo resplandeciendo en los mástiles de un barco perdido en la niebla se tratase, este Brumario herculino concluyó, en lo musical, con los chispazos que, creando secuencias rítmicas, activó David Durán con un dispositivo de pilas y cables, en un último giro inconfundiblemente ruidista.

Como antes señalamos, complejo lo tenía esta noche Javier Martín para dar sentido a su danza, perdido como en varias ocasiones lo ha estado en el marasmo de un paisaje musical tan informe, de modo que lejos ha quedado lo ofrecido en el teatro Colón de los logros vividos en el CGAC dos años antes, en un espectáculo mucho más compacto y gratificante; pero no porque las señas de identidad de Javier Martín hayan cambiando en cuanto a coreografía, gesto y expresividad, pues resultaron muy cercanos a lo vivido en 2018, si bien creo que el propio bailarín fue incapaz, en diversos momentos, de ubicarse con respecto a la música, al propio escenario (saturado de objetos), a los instrumentos, o a la propia luz, cuyo diseño no ayudó en nada a destacar la figura y el trabajo de Martín (excepto en los últimos momentos de Brumario, ya con el bailarín en reposo, entre los chispazos propiciados por David Durán y las reverberaciones de naturaleza líquida —cual nuestro tiempo— que escuchábamos en los jarrones dispuestos en el escenario por Ramón Souto e Ignacio Barcia).

Como en 2018, la coreografía de Javier Martín resulta (in)tensa y moderna, así como muy exigente a nivel gestual: proceso de interiorización y autoanálisis sin miramientos, en el que el bailarín coruñés intentó volver a habitar los instrumentos, como lo hiciera en el CGAC, dando un paso más en su fusión de música y danza (dos realidades que, como nos demostraron en su día Merce Cunningham y John Cage, no tienen necesariamente que responder a un mismo patrón musical, pero sí a una respiración artística y poética compartida, cosa que esta noche no ha sucedido, aun a pesar de que Javier Martín puso todo de su parte, si bien esos momentos en los que el bailarín descansa observando, cual primer espectador, los instrumentos, parecieron hoy ser tomados por el coreógrafo coruñés para ubicarse y buscar alguna suerte de ruta o punto de apoyo entre un conjunto, así, disipado y errático).

A la desazón que experimentamos al haber presenciado un espectáculo que tantas expectativas había levantado y que, en su conjunto, resultó fallido, se sumó el comprobar el doble rasero que dentro y fuera del Teatro Colón el ayuntamiento herculino aplica para los actos culturales y el desmadre a pie de calle. En el interior del teatro, una nueva reducción de aforo que, como se ha señalado estos días en diversos artículos de nuestro diario, se antoja excesiva, pues resulta evidente que no es en conciertos de esta naturaleza donde se está agravando la pandemia (aunque, todo hay que decirlo, la disposición de los asientos en el Colón parecía, cuanto menos, surrealista, con unas butacas habilitadas entre las que mediaba, en unos casos, una fila entera (y no es corta, la central de este teatro), mientras que, en otros, apenas nos separaban dos brazos de distancia). En paralelo, los jardines de los Cantones eran, la tarde-noche del 24 de octubre, un hervidero de adolescentes entregados a un exhaustivo muestrario de cuanto es preciso para que, en pocas semanas, nuestros hospitales vuelvan a ofrecer las pavorosas imágenes de la pasada primavera (¡para esto, tantos aplausos en ventanas y balcones: qué cruel e incívico ejercicio de desmemoria!). Todo ello, sin que a la entrada ni a la salida del concierto uno haya visto patrulla de policía alguna que pusiese orden en tan variadas modalidades de contagio. Lamentables dobles raseros, los de un Estado que, en la vicisitud de esta embestida vírica, parece estar (de)mostrando, como nunca antes, sus inconsistencias y debilidades.

De regreso a casa, pensaba en el radical cambio experimentado por Luigi Nono en la década de los años setenta del siglo pasado, en cómo la acumulación de clichés político-musicales había llegado a su saturación en obras que, como Al gran sole carico d’amore (1972-74), se convirtieron en excesivamente autorreferenciales y manieristas, diluyendo, por ello, parte de la fuerza de sus intenciones y lenguaje; incluso, aunque éste fuese de una violencia insobornable. Si en el caso de Nono la entrada a ese deslumbrante último periodo que arranca en partituras como .....sofferte onde serene... (1975-77) y Fragmente-Stille, an Diotima (1979-80) se llevó a cabo reencontrando formas más esenciales y depuradas de poéticas musicales y literarias, como las de Friedrich Hölderlin, Esquilo, Giovanni Gabrielli, Luca Marenzio, o Girolamo Frescobaldi, en lo que a Ramón Souto se refiere, quizás sea tiempo de, echando la mirada atrás, buscar un puente con el que recobrar la poderosa musicalidad de partituras como Detrito monocromía y Apertas para Matta-Clark: una musicalidad que, a día de hoy, diría dispersa en un cúmulo ruidista en el que el ruido —en un sentido que en Souto tiene mucho de gesto pictórico y artístico— está perdiendo su carácter esencial, atávico e indómito para caer en lo especulativo y en lo someramente racionalizado.

De este modo, el ruido se desvirtúa como recurso y acaba en lo opuesto de su intención germinal, conquistando su extremo contrario: el del manierismo y la domesticación, siendo así que en un sistema como éste puede resultar más radical una referencia armónica que un nuevo ruido que sumar a su plétora de sonoridades. Quizás, volviendo a escuchar con fascinación renovada y atenta la polifonía renacentista, las suites bachianas, los últimos cuartetos de Beethoven, los aforismos de Anton Webern, o el Nono de los años ochenta, pueda Ramón Souto reencontrarse para salir de esta niebla en la que nos hemos diluido en la tarde de un octubre de pandemia. Tratándose, como se trata, de uno de los compositores con mayor talento y personalidad de España, sería una buena noticia que esa mirada atrás nos alumbrase un nuevo horizonte.

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