España - Madrid
Sublimando la locura
Germán García Tomás
Si en el siglo XIX Gaetano Donizetti fue capaz de plasmar la
locura amorosa por medio del refinamiento y la pirotecnia belcantista en una
ópera como Lucia di Lammermoor, el
Ballet Nacional de España a las órdenes de Rubén Olmo ha conseguido recrear en
nuestros días otro tipo de enajenación mental por medio del lenguaje corporal
en un espectáculo de una hondísima fuerza evocadora. El Loco, que vio su estreno en 2004 en el Teatro Real y que ha
subido ahora al escenario del Teatro de la Zarzuela, es el homenaje que el
Ballet Nacional rindió aquel año a Félix Fernández, bailaor de comienzos del
siglo XX y cuyo alias da título a este espectáculo de danza. Una idea original
debida al polifacético director de escena de dilatada trayectoria Paco López,
con la coreografía ecléctica, pero preponderantemente flamenca, de Javier
Latorre, figura clave en el BNE durante las etapas de Antonio Gades, Antonio
Ruiz Soler y María de Ávila.
Con el flamenco como amalgama, la danza clásica y la contemporánea se dan la mano en El Loco con el objetivo de presentar ante nuestros ojos el recorrido vital del bailarín sevillano, que aparentemente perdió el juicio al no protagonizar en 1919 el estreno londinense del ballet El sombrero de tres picos de Falla junto a Les Ballets Russes del todopoderoso Sergei Diaghilev. Esa es en esencia la historia -verídica o no, qué importa- que nos narra este ballet argumental por medio de unos medios expresivos de grandísima viveza escénica y una belleza estilística en su variado conjunto fuera de toda duda.
El espectáculo transpira obsesión, sufrimiento interior del protagonista que llega hasta el desgarramiento y la extenuación, desde los dementes acompañantes del a su vez enloquecido Félix, que abren y cierran la estructura de la propuesta, con ese ambiente oscuro y tenebroso que evoca la risa callada y malévola que podrían emitir los endemoniados personajes de las pinturas negras de Goya -y en donde tiene parte esencial la iluminación de Nicolás Fischtel-, hasta los enérgicos taconeos y poses dancísticas del bailaor, que se manifiestan cual rebelión frente a la autoridad del maestro de baile en los ensayos del ballet español, o se imponen con aires de corrección a la creciente rivalidad del recién conocido Léonide Massine en el café cantante, quien le arrebatará a Félix el protagonismo como Molinero, ese papel que ansía, en El sombrero junto a la bella Tamara Karsavina.
Ayuda mucho a describir el universo de locura la música ambiental bien trabada en sus múltiples irradiaciones disonantes de Mauricio Sotelo, con el saxo solista de Juan Jiménez como protagonista, un agobiante y envolvente clima que es capaz de potenciar el dramatismo que degenera en tragedia de la vivencia presentada.
Todo el elenco de bailarines saca adelante una función de enorme solera. En la que presenciamos, Eduardo Martínez exhibe arrebatadora personalidad y carácter sufriente en sus impulsivos movimientos, que nos ayudan a comprender vívidamente lo que representaba la danza para Félix el Loco, con la farruca como catarsis. Alrededor de él oscilan grandes figuras, como el propio director del Ballet Nacional, Rubén Olmo, que es todo un lujo en la piel de Diaghilev con su altanera presencia y un disfrute asimismo en el ridículo Corregidor; el Massine de Juan Berlanga, seguro de sí en los ensayos del ballet de Falla, y la bailarina Inmaculada Salomón como Karsavina luciendo su refinamiento de ballet clásico.
También descollan las intervenciones de Jesús Florencio como el Maestro, que corrige los movimientos de Félix, una especie de padre implacable que le persigue hasta el mismo manicomio, el garbo y duende sin excesos de la bailaora flamenca Esther Jurado.
La escena del café-cantante, en la que gran parte de ellos intervienen, se erige en un tablao flamenco de gran lucimiento, con la música guitarrística de Juan Manuel Cañizares cuajada de aires sureños que evocan el folclorismo de Falla. Ahí destacan los músicos flamencos arriba indicados (cuatro guitarristas y dos cantaores), consiguiendo una de las más bellas estampas de este espectáculo, intimismo y exhuberancia flamenca a media luz en los que el Ballet Nacional de España es un auténtico experto, cuadro que sólo compite en belleza con la recreación de la jota de El sombrero de tres picos, en donde el vestuario de Jesús Ruiz hace refulgir todo el colorido y costumbrismo dieciochesco, con la ágil y simétrica coreografía de Javier Latorre, cuasi un perpetuum mobile, que introduce al desesperado protagonista entre el cuerpo de baile como partícipe de un sueño que se trueca en pesadilla al conducirnos a la oscuridad musical y visual de su psique ya enajenada.
En un momento de gran
efecto teatral, el ritmo trepidante de Falla cede su puesto a los chirriantes acordes
de Sotelo, momento en el que los bailarines acorralan al solitario Félix, que
será encerrado en el sanatorio mental de Epson Grove en Londres.
El edificio de El Loco está convenientemente sostenido a nivel musical por Manuel Coves al frente de la orquesta de la Comunidad de Madrid, brindando con cuidado trazo y brillante realización instrumental una amplia selección de la partitura balletística del compositor gaditano, que omite, entre otros extractos, la Danza de los vecinos o la propia Danza del Corregidor, además de las dos partes vocales.
Un remedo de una Virgen Dolorosa -que no es otra que la Dama
Blanca, la Muerte-viene a envolver en un velo blanco a un moribundo Félix para
concluir esta dramática, desoladora y a la vez conmovedora página coreográfica
de la danza española, que encumbra el arte y el poderío de un desconocido al
que enloqueció su propia pasión por traducir en movimiento lo que corría por
sus venas andaluzas. Un espectáculo que bien se puede definir de redondo.
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