España - Galicia
Elogio de la concisión
Alfredo López-Vivié Palencia

Cuando uno lleva casi cincuenta años asistiendo a conciertos, al entrar en la sala no se pueden evitar los prejuicios, al tiempo que se alberga todavía cierta capacidad para dejarse sorprender. En el caso de esta noche, la parte vocal del programa no me hacía especial ilusión, y recelaba de la parte puramente orquestal al estar en manos de un director demasiado joven. Sin embargo, me dejé sorprender por unas canciones que ya tenía olvidadas, por otras que no conocía, por una cantante estupenda, y por un maestro que demostró cierta madurez.
Si Alban Berg llamó “tempranas” a estas siete canciones fue porque las orquestó veinte años después de componerlas. Pero ya entonces era Berg, un experto en la concisión: no sólo al escoger poemas breves, sino al trasladar esa brevedad al discurso sonoro, porque no hay aquí repetición de versos ni apenas solaz en las palabras, y porque la orquestación es espartana aunque se requiera una plantilla relativamente amplia (incluyendo una celesta, que por algún motivo no estaba en el escenario). Y también era Berg en el lenguaje: claro que hay influencias de todos los buenos “liederistas” precedentes, pero el Berg temprano ya se movía con soltura más allá de la tonalidad.
De Natalia Labourdette sólo sabía que nació en Madrid hace treinta años, y que fue ganadora del concurso de canto de la Asociación de Amigos de la Ópera de Santiago en 2021. Desde esta noche sé que he tenido la suerte de escuchar a una soprano hecha y derecha: canta segura en todos los tramos de su tesitura (oscura en “Traumgekrönt”, brillante en “Die Nachtigall”), su voz suena más asentada de lo que cabría esperar por la edad, y sabe proyectarla con potencia y además hacerlo de forma redondeada; por si fuera poco, cantó sin el papel delante y con una pronunciación impecable del alemán, transmitiendo la extraña belleza de estas miniaturas. Calatayud lo tuvo más fácil, porque la orquestación de Berg es lo bastante inteligente como para no tapar a la solista, de manera que le bastó seguir la partitura de manera escrupulosa.
También eran nuevos para mí los nombres de Augusta Holmès y de Carme Rodríguez. Holmès nació en París en 1847, siendo su familia irlandesa (quiten la tilde al apellido), y antes de morir en 1903 le dio tiempo a practicar todos los géneros (también la ópera), y por supuesto el de la canción. La Real Filharmonía de Galicia encargó la orquestación de tres de esas canciones a Carme Rodríguez (quien no sólo tiene la insolencia de haber nacido en 1996, sino de haberlo hecho en Ribadeo, uno de los mejores pueblos de España si se quiere pasar el verano sin achicharrarse, aunque haya que pedir turno para ir a la playa), y esta noche se estrenaba el encargo.
No puedo
opinar con justicia sobre el trabajo de Rodríguez (“compositora, orquestadora,
arreglista y multi-instrumentista” dice su página web) porque no conocía el de
Holmès. Sí puedo decir que las canciones se escuchan con agrado, que la
orquestación sonaba resultona, y que Labourdette -esta vez frente al atril,
pero igualmente con intachable dicción del francés- volvió a regalar su
precioso instrumento a un público que se dio perfecta cuenta de que no estaba
ante una cantante cualquiera, y que lo demostró con aplausos largos y ruidosos.
En la Tercera Sinfonía de Johannes Brahms no
falta ni sobra nada, porque él fue otro gran ejemplo de concisión. La
diferencia con Berg es que aquí no basta leer la partitura, sino que el director
ha de poner de su parte (al propio Brahms le agradaba que Fritz Steinbach -brahmsiano
devoto, a la sazón responsable de la Orquesta de Mannheim- flexibilizase los
tiempos y quitase un poco de aquí y añadiese otro poco allá). Más aún en esta
sinfonía, la más esquiva de las cuatro. Y cuando recordé la impresión que la
pasada temporada me causó Marc-Leroy Calatayud -otro treintañero, éste nacido
en Lausana- me temí que esta noche no iba a estar a la altura.
Y el caso es que la cosa salió bastante bien. En el primer movimiento me habría gustado algo más de progresión en la tensión sonora cada vez que se retoman los tres acordes iniciales, pero Calatayud supo mantener un pulso natural. Con buen criterio imprimió ligereza al Andante, aunque no supo trasladar ese ambiente estático del episodio central en el que cuerda y madera se replican y duplican. El célebre tercer movimiento sonó bien cantado sin necesidad de añadir sacarina (Calatayud dio su entrada al primer trompa y acto seguido le dejó tocar a su aire mientras él cuidaba del acompañamiento). Y en la primera mitad del Finale me faltó más furia (pero eso me pasa casi siempre que escucho esta obra). Todo quedó compensado gracias a que Calatayud consiguió una prestación de la Real Filharmonía a muy buen nivel, que el público agradeció como se merecía.
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