España - Andalucía
De despropósito divertido a experiencia desagradable
José Amador Morales
Ya para febrero de 2019 llegaron a ser anunciadas unas funciones de la Carmen de Bizet por parte del Teatro con el reclamo de una Ainhoa que debutaría el rol, eso sí, con el “atenuante” de que sería algo excepcional que no llegaría a incorporar en su repertorio habitual según se nos explicaba entonces. Ignoramos por qué cayó del cartel aquella producción tras su programación y difusión, pero parece que aquel proyecto ha sido rescatado para ser una realidad al final de esta temporada.
Así pues, allí
nos dirigimos con la idea de disfrutar con esta cantante que después de unos
años de divismos pasajeros y malas decisiones artísticas, consiguió centrar su
carrera incorporando a su repertorio roles adecuados de soprano lírica, puliendo
ciertas deficiencias técnicas del pasado y poniendo en valor un indiscutible
carisma vocal y artístico. No obstante, la mera idea de abordar el popular
personaje de Bizet, con un registro central y grave muy alejado de la tesitura
natural de la tolosana, nos volvía a recordar la Arteta primitiva. Pero el morbo
era innegable y queríamos divertirnos: la conocida y grata producción de era otro estupendo anzuelo.
Sin embargo, el 25 de junio llegábamos a Jerez con 46 grados
en el termostato del coche y, para nuestra desgracia, a media hora del comienzo
de la función el teatro aún no había abierto y la cola de la entrada era
enorme. Para colmo, en el interior era evidente que no había aire acondicionado
y el calor era manifiestamente insoportable. Tras unos minutos de retraso una
voz por megafonía anunció lo obvio: problemas con un sistema de refrigeración
que hacían imposible el trabajo de los músicos en el foso, pidiendo disculpas
al público y unos quince minutos más. Un segundo aviso informó de que habían
logrado subsanar el problema y que habría otra demora para lograr refrigerar un
tanto el foso de la orquesta. La cortesía inicial dio paso aquí a unos más que
comprensibles abucheos.
Finalmente la función comenzó a las 20:45 y finalizó minutos
antes de las una de la madrugada, habida cuenta de los tres intermedios, y sin
posibilidad de tomar ningún refrigerio. Aún así hubo mucha, muchísima calor
durante toda la función pues la refrigeración no llegó ni de lejos a facilitar
una velada agradable y tuvimos que sufrir no poco “pegados” al -en ese momento-
incómodo y cálido tapizado de la butaca que nos mantuvo sudando toda la noche.
Evidentemente, con esta situación los abanicos, acústicamente
inclementes siempre, programas de mano usados como tales, toses que hacían pensar
en todo un coctel de inminentes pandemias y demás ruidos habidos y por haber, dieron su rienda suelta durante toda la noche, en un público ya de por sí habitualmente
indiscreto en este sentido.
A pesar de semejante hambre, sudor y lágrimas, se suponía
que aún quedaba la parte divertida. Y sí, apareció Ainhoa Arteta, notablemente
más delgada y siempre sugerente en lo escénico a sus cerca de 59 años. Lo hizo
haciendo gala de esa sevillanía un tanto impostada pero rematadamente
eficaz y creíble. Su actuación realzó el empoderamiento como mujer que, prematuramente
al contexto de la obra, le otorga el drama de Prosper Merimée y un tanto más la
propia ópera de Bizet, con un alto grado de autoconciencia de su propia
dignidad y, por eso mismo, de desafiante provocación.
A través de sus miradas, gestos e incluso alguna incursión
coreográfica, como en una seguidilla que desbordaba un aje que
cualquiera diría que esta Carmen nació en Euskadi, y de la mano de una
extraordinaria dirección actoral por parte de Francisco López, podemos afirmar
que Arteta hizo una creación única, con una actuación sobrecogedora en la
última escena.
Y hasta ahí todo lo divertido. Porque vocalmente esta Carmen ha
sido lo que era fácil suponer: un despropósito. La soprano guipuzcoana no solo
carece de un grave mínimamente sostenible en este rol, sino que además cometió
el inmenso error de forzarlo, ahuecando de paso un centro -su principal baza- falto
tanto de mordente como de brillo y recreándose en una efectista emisión nasal a
lo largo de toda la función. Incluso, en los ascensos al agudo la voz aparecía muy
tirante y con un vibrato ya descontrolado. Al final de la misma, Arteta recibió
entusiastas aclamaciones pero también algunos significativos abucheos. Bien que
no sólo hacia ella…
Y es que su Don José fue un squillo, cuyas primeras
frases sorprendieron muy positivamente por su calidad tímbrica y un importante metal
canoro. Pero al llegar las primeras notas del pasaje, la voz se descompone y,
cual embudo, no cuela ni un sonido mínimamente aceptable. Ante tal
imposibilidad técnica, el cantante acude a empujar, en la acepción más muscular,
todas las notas hacia arriba con un resultado siempre incierto: unas pasan pero
carentes de un mínimo otras no aciertan siquiera a ser entonadas
con la afinación precisa y el resto directamente aparecen como gallos. Y de
estos hubo muchos, demasiados pues el papel es exigente y Puente acusó una fatiga
vocal inversamente proporcional a las demandas del mismo.
Por su parte Simón ofreció un Escamillo solvente como
actor pero con una voz más ahuecada y ruda que nunca, y un fraseo cada vez
menos refinado. Al contrario de Berna , quien aportó cierta cordura y
buen gusto en una Micaela de línea de canto elegante, con una plegaria delineada
con bellos reguladores y natural musicalidad, sublimando un timbre un tanto
impersonal y opaco.
El resto del reparto resultó de un nivel artístico muy
superior a lo usual, con excelentes prestaciones de , Javier
, o Marifé , por citar a los protagonistas del
fantástico quinteto del segundo acto.
Adriana Lecouvreur dirigió con equilibrio y sentido teatral, aunque
sin llegar a los resultados globales de su reciente
en Málaga, pues echamos en falta bastante de la intensidad dramática de aquella
ocasión. La del director asturiano fue una lectura en general correcta pero un
tanto epidérmica. La filarmónica malagueña ofreció una meritoria prestación, no
así el deshilachado Coro del Teatro Villamarta que no tuvo su día, acusando una
desagradable falta de empaste y, en muchos momentos, de mínima afinación.
Sorprendente, en cambio, el nivel de la escolanía, de extraordinaria presencia vocal
y soltura escénica.
Sin duda la producción de Francisco López para el Teatro Villamarta de Jerez es una de las propuestas escénicas más conseguidas del director cordobés y ha sido justamente aplaudida en muchos escenarios de nuestro país. Ya en 2017 fue contemplada por quien esto suscribe con ocasión de su puesta en escena en el Gran Teatro de Córdoba. Tanto estética como dramáticamente se trata de una aproximación redonda a la obra de Bizet que, sin falsos tradicionalismos ni lugares comunes, resulta fiel al libreto y a la novela de Mérimée en su ambientación y colorido, hábilmente enfatizado por el vestuario y la iluminación. La sobriedad en el enfoque general permite seguir la trama en sus líneas esenciales situando el tema del destino y de la muerte como pivotes de la misma, expresivamente subrayados por la presencia de una bailaora al final de cada acto.
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